XXII
Entre las tinieblas de
mi despacho espero escuchar las botas pesadas como el plomo de Don
Gonzalo, pero el silencio se rompe y hace añicos con un taconeo
sospechoso, seguido de unos pasos almohadillados. Oigo el ulular
del viento, el gorgoteo de la lluvia y el cascabeleo de una cadena.
Apago la luz y me agazapo entre dos estantes de libros antiguos.
Con una mano recojo mi maletín y con la otra acciono un mecanisno,
que abre una portezuela secreta, que conduce a una chirriante escalera
por donde pongo pies en polvorosa. Siento que algo siniestro me
pisa los talones. Busco el móvil y llamo a Dogon y una voz
metálica me contesta:
- ¡Imbecil, Warren ya está MUERTO!
Suspiro con alivio, pues es la clave que utilizamos Dogon y yo para
reconocernos. Y, efectivamente, oigo la voz cadenciosa del buen
sarnathiano que me dice que está en mi despacho, que le extrañó
ver la puerta de par en par y que había un bulto oscuro en
un rincón.
De pronto se me aceleró la respiración, porque empecé
a sentir sonidos extraños y un gorgoteo de agua, que parecía
confundirse con la lluvia azotando los cristales de la ventana.
Luego, sin más, el silencio de la comunicación cortada
abruptamente pareció acuchillarme la oreja de un tajo.
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