XXXI
Camino muy despacio, contando
las losetas destrozadas, que me conducen a la Mansión Richmond:
Parece abandonada. Hay montones de hojarasca por todos los lados
y la mala hierba crece en el jardín descuidado. Golpeo la
puerta de entrada con mis nudillos y siento dentro un eco a vacío,
a morada deshabitada de cuerpos y almas. Las ventanas están
tapadas con uralitas oxidadas e incluso una puerta trasera, dos
tablones impiden la entrada. De pronto, me tropiezo con un reborde
metálico entre unas ramas y, a ras del suelo, me encuentro
con una especie de portezuela de madera carcomida, que abro con
gran dificultad. Parece una especie de sótano, donde se suelen
guardar los aperos de labranza. Bajo a tientas hasta que mis zapatos
llegan a una superficie blanda y fangosa. Apenas puedo ver unos
bultos informes, que no me atrevo a inspeccionar. Voy tanteando
el terreno, tiendo mi brazo hasta la pared y mi mano se hunde en
una masa pegajosa, elástica y gelatinosa. Parece un saco
de dormir, desde el que conseguí oir un gemido. Metí
la mano en la abertura del saco y pude reconocer con mis dedos una
cabeza, una cara, una boca amordazada.
Horas más tarde,
Gonzalo y yo temblábamos recordando nuestra extraña
aventura...
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