XXXVII
Ya en el apartamento de
Hee Hoo, éste todavía conmocionado y muy asustado,
me comentó con detalle lo que había visto en el domicilio
de M. Marchand. Algo muy extraño estaba ocurriendo alrededor
de todos los que de una u otra manera, sabíamos de la existencia
de la estatuilla que yo mismo, ¡quién me mandaba a
mí!, había adquirido en El Cairo. Hee Hoo balbuceaba
acaloradamente, extremadamente nervioso, con los ojos desorbitados
y un gesto que expresaba entre desconcierto y pavor. Mientras hablaba,
yo pensaba en el cadáver que había enterrado en el
garaje de mi casa en la montaña y pensé que lo mejor
sería hacer lo mismo con el de M. Marchand, es decir, deshacernos
de él. No estaba seguro de que Hee Hoo pensara igual que
yo, quizás me tocara a mí hacer de nuevo de enterrador,
pero lo mejor sería proponérselo para evitar preguntas,
interrogatorios y declaraciones. Al fin y al cabo Hee Hoo había
estado allí y sus huellas estarían repartidas por
muchos lugares de esa casa. No podíamos complicarnos más
todavía. Al menos yo no podía. Cuando acabó
de hablar, saqué de mi bolsillo el medallón de la
rana coronada y lo puse delante de Hee Hoo.
- ¿Te suena de algo?
Esta rana dichosa con corona la encontré en mi casa y no
sé ni que simboliza ni a quien pertenece, pero si que sé
que su dueño la debe estar buscando... Hee Hoo, tenemos que
deshacernos del cadáver de Marchand.
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