LA DECISIÓN DE RANDOLPH CARTER

Traducido por Noemí Novell, Antología Los mejores relatos de terror. Alfaguara Juvenil, 1988.

***

 Les repito, señores, que sus investigaciones son inútiles. Deténganme para siempre, si quieren; encarcélenme o mándenme ejecutar, si es que necesitan una víctima para aplacar esa ficción que ustedes llaman justicia; pero no puedo añadir más a lo que he dicho ya. Todo lo que puedo recordar, lo he contado con la mayor sinceridad. Nada he falseado ni ocultado; y si algo resultase vago, se debería a la negra confusión que nubla mi espíritu y a los dudosos horrores que ha suscitado en mí.

Lo repito, no sé qué ha sido de Harley Warren; creo, sin embargo, -y casi lo espero- que disfruta de la paz del pleno olvido, si es que semejante dicha existe en alguna parte. Es cierto que durante cinco años he sido su más íntimo amigo, y que he colaborado parcialmente en sus terribles investigaciones sobre lo desconocido. No negaré, aunque mi memoria es incierta y confusa, que este testigo de ustedes pueda habernos visto juntos a las once y media de aquella espantosa noche, como dice, por la barrera de Gainsville, camino del pantano del Gran Ciprés. Incluso puedo añadir que íbamos provistos de linternas y azadas, y de un curioso rollo de alambre unido a ciertos instrumentos, ya que todas esas cosas han desempeñado su cometido en esa única escena que permanece grabada de manera indeleble en mi trastornada memoria. Pero tengo que insistir en que, de lo que sucedió a continuación, y de la razón por la cual me encontraron solo y en un estado de completo ofuscamiento, no sé más que lo que he repetido tantísimas veces. Ustedes me dicen que no hay nada en el pantano ni en sus alrededores que pudiera servir de escenario a tan tremendo episodio. Yo les digo que no sé más que lo que vi. Ya fuera visión o pesadilla -fervientemente deseo que así sea-, es todo cuanto recuerdo de aquellas horribles horas que viví, después de haber dejado atrás el mundo de los hombres. Pero por qué no regresó Harley Warren es cosa que sólo él, o su sombra -o cierta criatura que no me es posible describir-, podría contar.

Como he dicho antes, yo estaba perfectamente enterado de los singulares estudios de Harley Warren, y hasta cierto punto había participado en ellos. De su inmensa colección de libros extraños sobre temas prohibidos, he leído todos aquellos que están escritos en las lenguas que yo domino; pero son pocos en comparación con los que están en lenguas que desconozco. La mayoría me parece que están en árabe; y el libro infernal que provocó el desenlace -libro que él se llevó consigo de este mundo-, estaba escrito en caracteres que jamás he visto en otra parte. Warren no me dijo nunca de qué trataba exactamente. En cuanto a la índole de nuestros estudios, ¿debo decir nuevamente que ya no recuerdo nada con exactitud? Y me parece providencial que así sea, porque se trataba de cosas terribles, a las que yo me dedicaba más por morbosa fascinación que por verdadero interés. Warren me dominó siempre, y a veces le temía. Recuerdo cómo me estremecí una noche, antes de que sucediera aquello, al contemplar la expresión que tomó su rostro mientras me explicaba con todo detalle por qué, a juicio suyo, ciertos cadáveres no se descomponen jamás, sino que se conservan carnosos y frescos en sus tumbas durante miles de años. Pero ahora ya no le tengo miedo a Warren, porque sospecho que ha conocido horrores que superan mi imaginación. Ahora temo por él.

Confieso una vez más que no recuerdo bien cuál era, aquella noche, nuestro propósito. Desde luego, se trataba de algo relacionado con el libro que Warren llevaba consigo -con ese libro vetusto, de caracteres indescifrables, que se había traído de la India un mes antes-; pero les juro que no sé qué es lo que esperábamos encontrar. El testigo de ustedes dice que nos vio a las once y media por la barrera de Gainsville, en dirección al pantano del Gran Ciprés. Probablemente será cierto, pero yo no lo recuerdo con claridad. Lo que se me ha quedado grabado en el alma es una escena solamente, y puede que ocurriese mucho después de la medianoche, porque recuerdo que la luna creciente estaba ya muy alta, en el cielo vaporoso.

Ocurrió en un cementerio antiguo; tan antiguo, que me estremecí ante los innumerables vestigios de edades olvidadas. El cementerio se halla en una hondonada húmeda y profunda, cubierta de espesa maleza, de musgo, de yerbas extrañas con tallo rastrero, en donde reinaba una vaga fetidez que mi ociosa imaginación asoció absurdamente con la idea de rocas corrompidas. Por todas partes se veían signos de abandono y desolación. Me sentía como obsesionado por la impresión de que Warren y yo éramos los primeros seres vivos que interrumpíamos un mortal silencio de siglos. Por encima de la cresta del valle, en un pálido cuarto creciente, asomó la luna entre fétidos vapores que parecían emanar de ignoradas catacumbas. Y bajo sus rayos vacilantes y tenues pude distinguir un inquietante panorama de antiguas lápidas, urnas, cenotafios y fachadas de mausoleos; todo estaba desmoronado, cubierto de musgo, ennegrecido por la humedad, medio oculto en el espesor exuberante de una vegetación malsana.

La primera impresión vívida que tuve de mi propia presencia en esta terrible necrópolis fue el momento en que me paré con Warren ante un sepulcro medio hundido, casi tapado por la tierra y la maleza, y dejamos caer unos bultos que al parecer habíamos llevado. Entonces me di cuenta de que traía conmigo una linterna eléctrica y dos azadas, mientras que mi compañero iba provisto de otra linterna y de un equipo telefónico portátil. No pronunciamos una sola palabra, ya que por lo visto, sabíamos perfectamente dónde estábamos y cuál era nuestra misión allí; y, sin demora, cogimos nuestras azadas y empezamos a quitar yerba, matojos y tierra de aquella tumba plana de aspecto inmemorial. Después de descubrir enteramente su superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para examinarla. Warren pareció hacer ciertos cálculos mentales. Luego regresó al sepulcro, y empleando su azada como palanca, trató de levantar la losa inmediata a unas ruinas de piedra que un día puede que hubieran sido un monumento. No lo consiguió, y me hizo una seña para que le ayudara. Finalmente, aflojamos la piedra entre los dos y la levantamos hacia un lado.

La losa levantada dejó al descubierto una negra abertura, de la que brotó un hedor tan nauseabundo que retrocedimos horrorizados. Poco después, sin embargo, nos acercamos nuevamente a aquella cavidad y comprobamos que las exhalaciones eran menos insoportables. Nuestras linternas revelaron el arranque de una escalera de piedra, sobre cuyos peldaños goteaba una especie de líquido inmundo nacido en las entrañas de la tierra, y cuyos húmedos muros estaban incrustados de salitre. Y ahora me viene a la memoria, por vez primera, las palabras que Warren me dirigió con su melodiosa voz de tenor, sin alterarse ante el pavoroso escenario que nos rodeaba:

-Siento tener que pedirte que aguardes fuera; sería un crimen permitir que baje a este lugar una persona tan nerviosa como tú. No puedes imaginarte, ni siquiera por lo que has leído y por lo que te he contado, las cosas que voy a tener que ver, y las que voy a tener que hacer. Es un trabajo diabólico, Carter, y dudo que nadie que no tenga unos nervios de acero pueda afrontarlo y regresar después a la superficie en su sano juicio. No te ofendas, que bien sabe el cielo lo que me gustaría tenerte conmigo; pero, en cierto sentido, la responsabilidad es mía, y no podría llevar a una persona tan nerviosa como tú a una muerte probable, o a la locura. ¡Ya digo que no te puedes figurar lo que hay ahí! Pero te doy mi palabra de tenerte al corriente, por el teléfono, de todo lo que haya. ¡Tengo aquí hilo suficiente para llegar al centro de la tierra y volver!

Todavía resuenan en mi memoria aquellas palabras desapasionadas, y puedo recordar que le hice varias objeciones. Creo que yo tenía vivísimos deseos de acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mantuvo inflexible en su negativa. Incluso amenazó con abandonar la expedición si yo seguía insistiendo, amenaza que resultaba eficaz, puesto que sólo él poseía la clave del asunto. Todo eso lo recuerdo aún, aunque ya no sé qué es lo que buscábamos. Después de haber conseguido que yo accediera de mala gana a sus propósitos, Warren cogió el carrete de cable y ajustó los aparatos. A una señal suya, cogí uno de éstos y me senté sobre la lápida añosa y estropeada que había junto a la abertura recién descubierta. Luego me estrechó la mano, se cargó el rollo de cable, y desapareció en el interior de aquel osario indescriptible.

Durante un minuto seguí viendo el resplandor de su linterna, y oyendo el chirrido del alambre a medida que lo iba soltando; pero, de pronto, la luz desapareció como si mi compañero hubiera doblado un recodo de la escalera, y, casi al mismo tiempo, el chirrido dejó de oírse también. Me quedé solo; pero estaba en comunicación con las desconocidas profundidades por medio de aquellos cables milagrosos cuya superficie aislante aparecía verdosa bajo el apagado resplandor de la luna creciente.

En el silencio desolado de aquella necrópolis blanca y vacía, mi imaginación empezó a concebir las fantasías más horripilantes y las ilusiones más espantosas, en tanto que las tumbas y los extraños monolitos adquirían por momentos una horrenda intencionalidad. En los repliegues más tenebrosos del valle plagado de repugnante vegetación, creí ver unas sombras sin forma que parecían escurrirse sigilosamente como en una blasfema procesión ceremonial, y ocultarse en las tumbas corrompidas de la colina. Ni aun el resplandor blancuzco de la luna lograba disolver estas sombras huidizas.

Yo consultaba constantemente el reloj, a la luz de la linterna, y escuchaba con febril ansiedad por el receptor del teléfono; pero estuve más de un cuarto de hora sin oír nada. Luego sonó un clic en el aparato, y llamé a mi amigo con voz destemplada. A pesar de lo excitado que me sentía, no estaba preparado para escuchar las palabras que me llegaron de aquella tumba, pronunciadas con la voz más desgarrada y temblorosa que jamás le oyera a Harley Warren. El, que con tanta serenidad había bajado poco antes, me hablaba ahora desde las profundidades con un susurro trémulo, más siniestro que el más taladrante alarido:

-¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que estoy viendo yo!

No pude contestar. Enmudecido, sólo me cabía esperar. Luego volví a oír sus frenéticas palabras:

-¡Carter, es terrible. monstruoso..., increíble!

Esta vez no me faltó la voz, y derramé por el transmisor un mar de preguntas excitadas. Aterrado, seguí repitiendo:

-¡Warren! ¿Qué es?, ¿qué es?

Otra vez me llegó la voz de mi amigo, enronquecida por el miedo, teñida ahora de desesperación:

-¡No te lo puedo decir, Carter! Es algo que no se puede imaginar... No me atrevo a contártelo... Ningún hombre podría contemplarlo y seguir con vida... ¡Dios mío! ¡Jamás imaginé cosa semejante!

De nuevo se hizo el silencio, interrumpido por mi torrente de preguntas atropelladas. Después volví a oír la voz de Warren, rota ya por el más incontrolado terror:

-¡Carter, por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate de ahí, si puedes!… Déjalo todo y vete... ¡Es tu única oportunidad! ¡Hazlo así y no me preguntes nada!

Lo oí, pero sólo fui capaz de repetir una vez más mis frenéticas preguntas. Estaba rodeado de tumbas, de oscuridad, de sombras; y allá abajo se ocultaba una amenaza que sobrepasaba los límites de la imaginación humana. Pero mi amigo se hallaba en mayor peligro que yo, y en medio de mi terror, me sentí ofendido de que pudiera considerarme capaz de abandonarle en semejantes circunstancias. Un nuevo clic, y después de una pausa, se oyó el grito lastimero de Warren:

-¡Corre! ¡Por el amor de Dios, pon la losa y zumba, Carter!

Aquella expresión infantil que acababa de emplear mi compañero, terriblemente asustado, me devolvió mis facultades. Tomé una determinación y le grité:

-¡Warren, ánimo! ¡Voy para abajo!

Pero a este ofrecimiento, me contestó con un grito de extrema desesperación:

-¡No! ¡Tú no puedes entenderlo! Es demasiado tarde...  y la culpa es mía. Echa la losa otra vez y corre... ¡Ni tu ni nadie podríais hacer nada ya!

La inflexión de su voz había cambiado otra vez; había adquirido un matiz más suave, como de una desesperanzada resignación. Sin embargo, percibí en ella una honda ansiedad por mí.

-¡Rápido..., antes de que sea demasiado tarde!

Traté de no hacerle caso; intenté vencer la parálisis que me retenía y cumplir mi palabra de bajar en su ayuda, pero las palabras que murmuró a continuación me cogieron aún inmovilizado, encadenado por mi tremendo horror.

-¡Carter..., huye! Es inútil..., debes irte..., mejor uno solo que los dos... La losa...

Un silencio; otro clic, y luego la débil voz de Warren:

-Ya casi ha terminado todo... No me hagas esto más penoso todavía... Tapa esa escalera infernal y salva tu vida... Estás perdiendo el tiempo... Adiós, Carter..., nunca te volveré a ver.

Aquí, el susurro de Warren se dilató en un grito; y el grito se fue convirtiendo gradualmente en un alarido preñado de todo el horror del mundo...

-¡Malditas sean estas criaturas! infernales..., son legiones... ¡Dios mío! ¡Huye! ¡¡Huye !! ¡¡¡Huye!!!

Después de eso, se hizo un silencio. No sé durante cuantísimo tiempo permanecí allí sentado, sumido en un negro estupor, murmurando, mascullando palabras, llamando, gritando en el teléfono. Una y otra vez, durante una eternidad, susurré, llamé, grité, chillé:

-¡Warren! ¡Warren! Contéstame, ¿estás ahí?

Y entonces llegó hasta mí el más absoluto horror, lo increíble, lo imposible, lo abominable. He dicho que me había parecido una eternidad, el tiempo transcurrido desde que oyera por última vez la desgarrada advertencia de Warren, y que durante ese tiempo, sólo mis propios gritos habían roto el espantoso silencio. Pero al cabo de un rato, sonó un nuevo clic en el receptor, y pegué el oído para escuchar. Llamé de nuevo:

-¡Warren! ¿Estás ahí?

Y en respuesta, oí lo que ha provocado estas tinieblas en mi espíritu. Ignoro por completo a qué criatura pertenecía aquella voz, y tampoco puedo describirla con detalle, puesto que las primeras palabras me dejaron sin conocimiento y provocaron una laguna en mi memoria que dura hasta el momento en que desperté en el hospital. Vagamente, puedo decir que la voz era profunda, hueca, gelatinosa, lejana, ultraterrena, inhumana, espectral. Pero esto no da idea de aquella voz. Esto es el final de mi experiencia, y aquí termina mi relato. Oí la voz, y ya no me enteré de nada más. La oí allí, sentado, petrificado en aquel cementerio desconocido de la hondonada, rodeado de lápidas leprosas y tumbas desmoronadas. Allí, en medio de una vegetación putrefacta y vapores corrompidos, oí claramente la voz que brotó de las recónditas profundidades de aquel impuro sepulcro abierto, mientras en torno mío seguían danzando sin forma unas sombras necrófagas, bajo la luna menguante.

Y esto fue lo que dijo:

-¡Imbecil, Warren ya está MUERTO!



Volver

NUEVA LOGIA DEL TENTÁCULO