LA DECLARACIÓN DE RANDOLPH CARTER

Traducido por Rafael Menjívar, On-Line en La Mancha en la Pared, 1998.

***

Lo digo de nuevo: no sé qué ocurrió con Harley Warren, aunque estoy seguro de que se encuentra —casi lo deseo— en la paz del olvido, si es que existe una bendición así. Es cierto que durante cinco años fui su amigo más cercano, y que llegué a compartir con él algunas de sus terribles investigaciones acerca de lo desconocido. No negaré, aunque mi memoria se pierde en la imprecisión, que esos testigos de ustedes puedan habernos visto juntos, como aseguran, en el pico de Gainsville, caminando hacia la Ciénaga del Gran Ciprés, a las once y treinta de aquella terrible noche. Que llevábamos linternas eléctricas, palas y una curiosa carretilla con instrumentos dentro de ella; y eso lo afirmo, pues todas esas cosas cumplieron su misión en la horrorosa escena que permanece grabada a fuego en mi conmocionada memoria.
Pero acerca de lo que siguió, y el motivo de que me hayan encontrado solo y desorientado en los bordes de la ciénaga a la mañana siguiente, debo insistir que no sé más de lo que les he dicho una y otra vez. Ustedes me dijeron que no hay nada en la ciénaga, ni cerca de ella, que pueda servir de escenario para un episodio tan aterrador. Yo les contesto que sólo sé lo que vi. Pudo ser una alucinación o una pesadilla —y espero que haya sido una alucinación o una pesadilla—, aunque es todo lo que mi cabeza retiene de lo que tuvo lugar durante las horas impactantes posteriores a que abandonáramos la cercanía de los hombres. El porqué de que Harley Warren no haya regresado es algo que sólo él puede decir, o su sombra, o esa cosa sin nombre que soy incapaz de describir.
Como ya dije, los extraños estudios de Harley Warren eran bien conocidos por mí y por algunos a quienes les hablé sobre ellos. De su vasta colección de libros extraños e incunables acerca de temas prohibidos he leído todo lo que se ha escrito en los idiomas que conozco; pero son muy pocos comparados con los idiomas que no entiendo. La mayoría de ellos, creo, están en árabe, y el libro demoniaco que lo condujo al final —el libro que se llevó en el bolsillo hacia el otro mundo— estaba escrito en caracteres que no había visto jamás en ninguna parte. Warren nunca me dijo qué había en ese libro. En lo que se refiere a la naturaleza de sus estudios… ¿debo decir de nuevo que su total comprensión se encuentra ya fuera de mi alcance? Creo que es de gran piedad que así sea, pues eran estudios terribles, que compartí más con una forzada fascinación que con inclinación verdadera. Warren siempre me dominó, y a veces le temía. Recuerdo cómo me estremecía al contemplar la expresión de su rostro la noche anterior a los espantosos acontecimientos, mientras me hablaba incesantemente acerca de su teoría de que ciertos cadáveres nunca se corrompen, sino que permanecen fuertes y saludables en sus tumbas durante mil años. Pero ya no lo temo, porque sospecho que ha conocido terrores más allá de mi comprensión. Ahora temo por él.
Una vez más diré que no tengo una idea clara acerca de cuál era nuestro objetivo esa noche. Sin duda tenía mucho que ver con el libro que Warren llevaba consigo —aquel antiguo libro de caracteres indescifrables que había llegado de la India un mes atrás—, pero juro que no sé qué es lo que esperábamos encontrar. Su testigo dice que nos vio después de las 11 en la colina de Gainsville, encaminándonos al Pantano del Gran Ciprés. Probablemente es cierto, pues no tengo un claro recuerdo de ello. La imagen grabada en mi alma corresponde sólo a una escena, y la hora bien pudo ser después de la medianoche, pues una inmensa luna menguante se encontraba muy alta en el cielo vaporoso.
El lugar era un antiguo cementerio, tan antiguo que me estremecí ante los numerosos signos de años inmemoriales. Se encontraba en una hondonada profunda y nebulosa, sepultado entre el pasto salvaje, el moho y curiosas plantas reptantes, y cubierto de un vago hedor que mi atónita fantasía asociaba de manera absurda con una roca que se pudriera. En todas las direcciones había signos de abandono y decrepitud, y parecía obsesionado con la idea de que Warren y yo éramos las primeras criaturas vivas que invadían ese silencio letal de siglos. Desde la orilla del valle, la inmensa luna menguante nos espiaba a través de los vapores silbantes que parecían emanar de catacumbas insondables, y bajo sus destellos enfermizos y vacilantes podía distinguir repelentes filas de lápidas, urnas, cenotafios y fachadas de mausoleos, todos desmoronándose, cubiertos de moho, barnizados de humedad, parcialmente tragados por la lujuriante y malsana vegetación.
Mi primera y más vívida impresión de mi propia presencia en esta terrible necrópolis se refiere al acto de detenerme con Warren ante cierto sepulcro semidestruido, y de poner en el suelo algunas de las cosas que habíamos estado cargando. Pude observar que tenía conmigo una linterna eléctrica y dos palas, mientras mi compañero estaba aprovisionado con una linterna similar y un aparato telefónico portátil. No pronunciamos palabra, pues parecíamos conocer el lugar y saber cuál era nuestra tarea; y, sin tardanza alguna, tomamos nuestras palas y comenzamos a despejar el pasto, la mala hierba y la tierra suelta que se encontraba sobre la lisa y antigua sepultura. Después de descubrir toda la superficie, consistente en tres inmensas losas de granito, nos retiramos a cierta distancia para apreciar aquel lugar de muertos, y Warren pareció hacer algunos cálculos mentales. Luego regresó al sepulcro y, usando su pala como si se tratase de una palanca, la colocó debajo de la losa y la apoyó en unas ruinas de piedra que alguna vez debieron formar un monumento. No tuvo éxito, y me pidió que fuera en su ayuda. Finalmente, nuestras fuerzas combinadas lograron aflojar la piedra, que se alzó en uno de sus ángulos.
Al quitar la losa quedó al descubierto una negra apertura, de la que emanaban los efluvios de gases miasmáticos tan nauseabundos que retrocedimos con horror. Después de un momento, sin embargo, nos acercamos de nuevo al pozo y encontramos las exhalaciones menos intolerables. Nuestras linternas descubrieron el inicio de unos escalones de piedra, que se sumergían cubiertos de detestables emanaciones en el interior de la tierra, rodeados por húmedas paredes incrustadas de salitre. Y por primera vez mis recuerdos registran palabras habladas: Warren dirigiéndose a mí con su dulce voz de tenor, una voz singularmente imperturbable a pesar del pavoroso escenario.
—Lamento tener que pedirte que te quedes en la superficie —dijo—, pero sería un crimen permitir que bajara alguien con unos nervios tan frágiles como los tuyos. No puedes imaginar, ni siquiera por lo que has leído o por lo que te he dicho, las cosas que tendré que ver y hacer. Es un trabajo perverso, Carter, y me pregunto si un hombre que no tenga los nervios de acero podría tan sólo ver lo que hay allí y regresar vivo y cuerdo. No quiero ofenderte, y el Cielo sabe que estoy muy contento de tenerte a mi lado, pero en cierto sentido la responsabilidad es mía, y allá abajo no puedo ir cargando con un saco de nervios como tú hacia una probable muerte o a la locura. En serio, no puedes imaginar de qué va la cosa. Pero te prometo mantenerte informado por teléfono de cada movimiento. Mira, aquí hay suficiente cable para ir hasta el centro de la tierra y regresar.
Aún puedo oír, en mis recuerdos, estas palabras pronunciadas con frialdad, y aún puedo recordar mis objeciones. Yo parecía estar desesperadamente ansioso de acompañar a mi amigo dentro de aquellas profundidades sepulcrales, aunque él se mantuvo obstinadamente inflexible. En cierto momento amenazó con abandonar la expedición si yo seguía insistiendo, una amenaza que se mostró efectiva, pues sólo él tenía la clave para enfrentar aquella cosa. Esto lo puedo recordar, aunque no sé a qué cosa nos referíamos. Después de que obtuvo mi forzada aquiescencia a sus planes, Warren tomó el carrete de cable y ajustó los instrumentos. A una señal suya, tomé uno de los aparatos y me senté sobre una lápida antigua y descolorida que se encontraba cerca del agujero descubierto. Luego estrechó mi mano, se puso alrededor del hombro el rollo de cable y desapareció dentro de aquel indescriptible osario.
Durante un minuto pude ver el resplandor de su linterna y escuchar el roce del cable a medida que lo desenrollaba detrás de él; pero el resplandor desapareció abruptamente, como si se hubiera encontrado con un giro en la escalera, y el sonido murió casi al mismo tiempo. Me encontraba solo, aunque absorto en las profundidades desconocidas de esos escalones mágicos cuya sorpresiva superficie se revelaba, en todo su verdor, bajo la débil luminosidad de la luna menguante.
Constantemente consultaba mi reloj a la luz de la linterna eléctrica, y escuchaba con ansiedad febril el receptor del teléfono, pero no escuché nada durante más de un cuarto de hora. Luego una serie de tímidos chasquidos salieron del aparato, y le hablé a mi amigo con voz tensa. Asustado como estaba, no me encontraba sin embargo preparado para las palabras que llegaron desde la profunda caverna en el tono más alarmado y tembloroso que le hubiera escuchado jamás a Harley Warren. Él, tan tranquilo cuando me había dejado atrás, muy poco antes, ahora hablaba allá abajo en un susurro vacilante, más impresionante que el más fuerte de los aullidos:
—¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que estoy viendo!
No pude responder. Mudo como estaba, sólo me quedaba esperar. Luego vinieron de nuevo sus exclamaciones frenéticas:
—¡Carter, es terrible… monstruoso… increíble…!
Esta vez la voz no me falló, y lancé por el transmisor un torrente de preguntas nerviosas. Aterrorizado, repetía y repetía:
—¡Warren! ¿Qué es? ¿Qué es?
De nuevo me llegó la voz de mi amigo, aún enronquecida por el miedo, y ahora al parecer teñida de el temor:
—¡No puedo decírtelo, Carter! ¡Está más allá de cualquier pensamiento! ¡No me atrevo a decírtelo! ¡Nadie puede saberlo y vivir! ¡Dios santo…! ¡Jamás soñé que esto sería así!
Nuevamente el silencio, salvo por el torrente de mi ansioso interrogatorio, que ahora era ya incoherente. Luego la voz de Warren, repleta de un salvaje desconcierto:
—¡Carter! ¡Por el amor de Dios, coloca de nuevo la losa y vete mientras puedas! ¡Pronto! ¡Deja todo y sal de ahí, es tu única oportunidad! ¡Haz lo que digo y no me pidas que te explique nada!
Lo oí, pero sólo fui capaz de repetir mis frenéticas preguntas. A mi alrededor estaban las tumbas, y la oscuridad, y las sombras; debajo de mí, algún peligro que se salía del alcance de la imaginación humana. Pero mi amigo estaba en un peligro mayor que yo, y a pesar de mi temor sentí un vago resentimiento por que pudiera creer que yo era capaz de abandonarlo en tales circunstancias. Más chasquidos y, después de una pausa, un grito lastimero de Warren:
—¡Pírate! ¡Por el amor de Dios, pon la losa y pírate, Carter!
Algo en la infantil jerga de mi evidentemente aterrado compañero me devolvió las facultades. Tomé una decisión y grité:
—¡Aguanta, Warren! ¡Voy para allá!
Pero ante esta oferta la voz de mi escucha se convirtió en un grito de desesperación:
—¡No! ¡No lo entenderías! ¡Es demasiado tarde! ¡Es mi culpa! ¡Pon la losa y corre! ¡No hay nada que tú ni nadie puedan hacer ya!
Su tono cambió de nuevo; esta vez adquirió una calidad más suave, como de desesperada resignación. Aun así me pareció que seguía siendo tenso a causa de la ansiedad.
—¡Rápido… antes de que sea tarde!
Traté de no ponerle atención; intenté romper la parálisis que me poseía y de poner en práctica el impulso de volar hacia abajo en su ayuda. Pero su siguiente susurro me encontró aún inerte entre las cadenas del terror más absoluto.
—¡Carter… pronto! No tiene caso… debes irte… mejor uno que los dos… la losa…
Una pausa, más chasquidos, luego la desmayada voz de Warren:
—Más cerca ahora… no lo hagas más difícil… tapa la maldita escalera y corre por tu vida… pierdes tiempo… adiós, Carter… No te veré más…
Aquí el susurro de Warren se transformó en un grito, un grito que gradualmente subió de volumen hasta convertirse en un alarido provocado por todos los horrores de todas las edades:
—¡Malditas cosas infernales! ¡Son legiones! ¡Dios mío! ¡Pírate! ¡PÍRATE!
Después, el silencio. No sé durante cuántas eras interminables permanecí estupefacto, susurrando, gruñendo, hablando, gritándole a aquel teléfono. Una y otra vez, a lo largo de todas esas eras, susurré, gruñí, lloré, grité:
—¡Warren! ¡Warren! ¡Contéstame! ¿Estás allí?
Y luego llegó el horror que coronaría todo lo demás: la increíble, la impensable, la inmencionable cosa. Dije que me pareció que pasaron eras desde que Warren chilló su última y desesperada advertencia, y que sólo mis propios gritos rompieron el odioso silencio. Pero después de un rato hubo un nuevo chasquido en el aparato receptor, y agucé mis oídos para escuchar. Nuevamente llamé:
—¿Warren? ¿Estás allí?
Y en respuesta escuché la cosa que ha arrojado esta nube sobre mi cabeza. No intento, caballeros, hablar de esa cosa, de esa voz, ni puedo aventurarme a describirla en detalle, aunque las primeras palabras apartaron de mí la conciencia y crearon un vacío en mi mente que se extiende hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Diré que la voz era profunda, que era vacía, gelatinosa, lejana, extraterrena, inhumana, descarnada? ¿Qué debo decir? Fue el final de mi experiencia, y es el final de mi historia. La escuché, y no supe más; la escuché allí sentado, petrificado, en aquel cementerio desconocido perdido en la nada, entre las piedras que se desmoronaban y las tumbas derruidas, la vegetación enferma y los vapores miasmáticos; la escuché llegar claramente desde las más ocultas profundidades de aquel maldito sepulcro abierto, mientras veía sombras amorfas, necrófagas, danzar debajo de la inmensa luna menguante.
Y esto fue lo que dijo:
—¡Tonto! ¡Warren está muerto!




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