LA DECLARACIÓN DE RANDOLPH CARTER
Traducido
por Jon Wakeman, Obras Completas 1. Andrómeda. Buenos Aires, 1991.
***
Lo reitero, señores; sus investigaciones son inútiles. Confínenme para siempre, si lo desean, encarcélenme o manden ahorcarme, si lo que necesitan es una víctima para cumplir con esa ficción a la que denominan justicia; nada más puedo agregar a lo que ya he dicho. He expuesto con la mayor sinceridad todos mis recuerdos. Nada he distorsionado ni ocultado. Si algo les ha resultado vago, se debe a la terrible confusión que nubla mi espíritu y a los espasmódicos espantos que ha desencadenado en mí.
Vuelvo a decirlo: no sé qué ha sido de Harley Warren; pienso, no obstante, que goza de la paz del olvido total, si es que tal cosa existe en alguna parte. Por lo menos así lo espero. No puedo negar que por cinco años he sido su amigo más íntimo ni que lo haya asistido parcialmente en sus espantosas investigaciones sobre lo desconocido. Tampoco puedo negar, por más que mi memoria sea evanescente y caótica, que el testigo que ustedes presentan haya podido vernos juntos a las once y media de aquella noche espantable -son sus propias palabras- cerca de la barrera de Gainsville, rumbo al pantano del Gran Ciprés. Es más; puedo agregar que íbamos con linternas y azadas, y con un muy particular rollo de alambre provisto de ciertos instrumentos. Lo recuerdo bien porque estos objetos desempeñaron una función importante en esa única escena que permanecerá grabada de manera imperecedera en mi perturbada memoria. Pero debo insistir en que acerca de lo que sucedió a continuación y de las causas que llevaron a que ustedes me encontraran en un estado de enajenación, de eso nada puedo decirles, como no sea lo que
tantísimas veces he repetido. Ustedes sostienen que en el pantano o en sus inmediaciones no existe nada que pueda ser sede para un suceso tan tremendo. Yo sólo puedo referirles lo que vi. No sé si se trataba de una visión o una pesadilla. Desearía con fervor que se tratara sólo de eso. Esto es todo cuanto recuerdo de aquellas horribles horas que debí vivir una vez que dejé tras de mí el mundo humano. ¿Por qué no regresó Harley Warren? Sólo él o su sombra o cierta criatura, cuya descripción ni siquiera puedo esbozar, tienen la respuesta.
Como ya lo he reconocido, me encontraba perfectamente al corriente de las peculiares investigaciones de Harley Warren; en cierta forma hasta podría decirse que participaba en ellas. De su inmensa biblioteca de libros rarísimos sobre temas vedados, pude leer todos aquellos escritos en idiomas que me son familiares. Debo reconocer, sin embargo, que son muchos más los que se encuentran en lenguas extrañas para mí. Creo que la mayor parte están escritos en árabe. Y el libro infernal que produjo el episodio que nos ocupa -libro que Warren se llevó consigo de este mundo- estaba escrito en caracteres que nunca he visto en otra parte. Nunca me confió de qué trataba. En lo referente a nuestros estudios, ¿debo reiterar que ya me es imposible recordar nada con precisión? Tal vez sea providencial que esto sea así, porque se trataba de cosas terribles, que me atraían más por una fascinación enfermiza que por un sano interés. Warren también ejercía sobre mí una suerte de dominio que a veces me hacía temerle. Recuerdo el estremecimiento que experimenté cierta noche, antes de que ocurriera aquello, al observar la expresión de su rostro mientras me explicaba detalladamente las razones, según él, por las que algunos cadáveres resisten la descomposición y se conservan frescos en sus tumbas durante miles de años. Ahora ya no le temo a Warren. Sospecho que ha enfrentado un horror que supera largamente el que pueda engendrar en mi imaginación. Ahora terno por él.
Vuelvo a decir que he olvidado cuál era el propósito que nos guiaba aquella noche. Por supuesto, estaba vinculado con algo de lo que trataba el libro que Warren llevaba consigo, ese libro antiguo de caracteres misteriosos, que un mes antes había traído de la India. Pero les aseguro que ignoro qué era lo que pretendíamos encontrar. El testigo afirma que nos vio a las once y media cerca de la barrera de Gainsville, rumbo al pantano del Gran Ciprés. Es posible que sea cierto, pero no puedo recordarlo con precisión. Lo que sí conservo en la memoria es una escena únicamente, aunque no sé si no habrá ocurrido pasada la medianoche, ya que aún recuerdo la luna creciente muy alta en un cielo brumoso.
Ocurrió en un antiguo cementerio; era tan antiguo que los abundantes rastros de tiempos olvidados me provocaron un escalofrío. El cementerio se encuentra en una hondonada abrupta y húmeda, llena de una densa maleza, de musgo, de hierbas cuyo tallo no se alza del suelo, un lugar que exhalaba una persistente fetidez que caprichosamente asocié con corrupción de las rocas. El lugar estaba signado por el abandono y la desolación. Me obsesionaba la idea de que Warren y yo éramos los primeros seres vivos que quebrábamos un sepulcral silencio centenario. Sobre las colinas del valle, en un desteñido cuarto creciente, se mostró la luna en medio de malsanos vahos que parecían brotar de recónditas catacumbas. Bajo aquella luz mortecina pude descubrir un impresionante conjunto de lápidas, urnas, cenotafios y frentes de mausoleos, todo en ruinas, devorado por el musgo, ennegrecido por la humedad, semioculto por una proliferante vegetación.
Fui consciente de mi propia presencia en aquel terrible lugar cuando me detuve con Warren ante una tumba semihundida, casi arrasada por la tierra y la vegetación, y dejamos caer el equipo que llevábamos. Entonces advertí que tenía una linterna eléctrica y dos azadas; mi compañero cargaba otra linterna y un aparato telefónico portátil. No intercambiamos palabra alguna, ya que, según deduzco, sabíamos dónde nos encontrábamos y qué teníamos que hacer. Sin pérdida de tiempo, tomamos las azadas y comenzamos a desbrozar la maleza que tapaba aquella tumba inmemorial. Al concluir ese trabajo descubrimos que su superficie estaba constituida por tres andes planchas de granito. Warren parecía entretenido en ciertos cálculos. Luego intentó alzar una de las planchas utilizando la azada como palanca. Como no pudo, con una seña me pidió que lo ayudara. Entre los dos aflojamos la piedra y la hicimos a un lado.
La plancha dejó ver una negra abertura, de la que se levantó un hedor tan nauseabundo que nos obligó a retroceder. Después de un momento nos aproximamos otra vez a la cavidad y comprobamos que las emanaciones se hacían algo más soportables. La luz de las linternas nos permitió ver el comienzo de una escalera de piedra, sobre cuyos peldaños caía una suerte de líquido nauseabundo que brotaba de las entrañas de la tierra. Los muros tenían costras de salitre. Ahora puedo recordar, por primera vez, las palabras que me dirigió Warren con su agradable voz de tenor, inalterada por el atroz escenario que la circundaba:
-Lamento pedirte que me esperes afuera; sería imperdonable permitir que baje a un lugar como éste una persona tan sensible como tú. Ni por todo lo que has leído ni por todo lo que te he contado puedes imaginar siquiera las cosas que voy a tener que ver ni lo que voy a hacer. Me espera una tarea verdaderamente diabólica, Carter, y nadie que no tenga unos nervios de acero podría soportarlo y regresar a la superficie en su sano juicio. No te molestes. Bien sabe el cielo cuánto me agradaría tenerte junto a mí. Pero la responsabilidad es mía y no puedo arrastrar a la muerte o a la locura a una persona sensible como tú. No puedes imaginar siquiera lo que hay ahí. Pero te tendré al tanto de todo lo que ocurra por el teléfono. Hay aquí hilo suficiente como para llegar al centro de la tierra.
Aún resuenan en mis oídos aquellas palabras tranquilas. Recuerdo que le formulé varias objeciones. Yo tenía enormes deseos de acompañar a mi compañero a las profundidades sepulcrales, pero él se mantuvo firme en su negativa. Llegó a amenazarme con abandonar la investigación si yo seguía insistiendo. Recuerdo todo eso, aunque he olvidado cuál era el propósito final de aquella investigación. Después de lograr que aceptase de mala gana sus órdenes, Warren tomó el rollo de cable y preparó los aparatos. Me entregó uno de ellos y tomé asiento sobre la lápida ruinosa que yacía junto a la abertura. Finalmente me estrechó la mano, cargó al hombro el rollo de cable y desapareció en el interior del indescriptible sepulcro.
Por unos instantes seguí viendo el resplandor de su linterna y oyendo el desapacible chirrido del alambre mientras lo iba soltando; súbitamente la luz dejó de verse como si mi amigo hubiese doblado por un recodo de la escalera y, casi simultáneamente, el chirrido del alambre también se apagó. Quedé a solas, pero aún en comunicación con las ignotas profundidades merced a aquellos cables prodigiosos que se veían verdosos a la luz de la luna creciente.
En el silencio espectral del cementerio blanco y vacío, mi imaginación comenzó a desatar las fantasías más horrendas y los engendros más inquietantes, y por momentos hasta las lápidas y los monolitos cobraban formas estremecedoras. Por los pliegues más lóbregos de la hondonada sembrada de tortuosa vegetación me pareció ver sombras sin formas precisas que se escabullían sigilosamente simulando una danza ritual sacrílega. Ni siquiera el resplandor de la luna lograba terminar con aquellas sombras reptantes.
Continuamente miraba el reloj y estaba pendiente del receptor del teléfono pasé casi un cuarto de hora sin oír nada. De pronto sonó un clic en el aparato y llamé a mi compañero con un grito. A pesar de la ansiedad con que esperaba la voz de Warren no estaba preparado para recibir las palabras que me llegaron desde las entrañas de la tumba, envueltas en la voz más desgarradora y cortada que jamás le había oído a mi amigo. El, que había mostrado tanta serenidad al bajar momentos antes, ahora apenas era capaz de musitar un susurro, más impresionante que cualquier alarido.
- ¡Oh, Dios mío, si pudieras ver lo que yo!
Callé. Sólo podía callar y esperar. Volví a oír sus conmovedoras palabras.
- ¡Carter, es horrendo, monstruoso... imposible de imaginar!
Esta vez pude articular y conseguí volear al trasmisor un torrente de preguntas excitadas. Paralizado por el terror, seguí preguntándole:
- ¡Warrenn! ¿Qué ves? ¿Qué ves?
Nuevamente los cables me trajeron la voz de mi amigo, desfigurada por el espanto y urgida ahora por la desesperación.
-No te lo puedo describir, Carter. Es algo inimaginable... No puedo contártelo siquiera... Nadie podría ver esto y seguir con vida... ¡Dios, jamás imaginé algo así!
Nuevamente volvió el silencio, que pronto fue quebrado por un nuevo torrente de preguntas mías. Al rato volví a escuchar la voz de Warren, ya definitivamente presa del más violento terror.
- ¡Carter, por lo que más quieras, coloca de nuevo la losa y márchate de ahí, si es que todavía puedes hacerlo!... ¡Abandona todo y huye! ... Es tu última oportunidad. Huye y no preguntes nada.
Volví a acosarlo con mis angustiadas preguntas. A mi alrededor sólo había tumbas, oscuridad y sombras, mientras que en lo profundo acechaba una amenaza que excedía los límites de la imaginación humana. Sin embargo, tenía bien en claro que mi amigo estaba expuesto a peligros mucho mayores que el mío y a pesar del pánico que me embargaba rechacé de inmediato la posibilidad siquiera de que pudiera abandonarlo en semejantes circunstancias.
Luego de un nuevo sonido en el trasmisor reapareció la voz lastimosa de Warren:
-¡Huye! Por Dios, vuelve la losa a su lugar y hazte humo.
Aquella expresión coloquial de mi amigo en medio de su zozobra me devolvió a la realidad. Adopté una decisión y se la anuncié:
-¡Resiste, Warren! Voy por ti.
A mis palabras opuso una indescriptible obstinación.
-¡No! ¡No podrías entenderlo! Ya es tarde... y la culpa es mía. Vuelve la losa a su lugar y huye... Ni tú ni nadie podría hacer nada ya.
El tono de su voz había vuelto a cambiar. Ahora trasmitía una especie de asumida resignación. No obstante, era perceptible la profunda preocupación que experimentaba por mí.
- Apúrate, antes de que sea tarde!
Me propuse no hacerle caso, vencer la inmovilidad que me había invadido y cumplir con la promesa de bajar para rescatarlo, pero las palabras que oí a continuación aumentaron, si cabe, mi parálisis encadenándome con fuertes lazos de horror al sitio en que me encontraba.
- ¡Carter... escapa! ¡Ahora! Es inútil... Tienes que irte... Más vale que sea sólo uno de nosotros... Coloca la losa en su lugar y...
Silencio; luego otro ruido del aparato y luego un hilo de voz de Warren:
-Ya está... casi ha terminado todo... No me hagas más penoso todo esto... Clausura esa escalera endemoniada y sálvate... Te queda poco tiempo... Adiós, Carter Nunca nos volveremos a ver...
El hilo de voz subió a un alarido inhumano impregnado de todo el horror imaginable.
-¡Malditas criaturas! ¡Son legiones! ¡Santo Dios! Huye. Huye. Huye...
Luego fue el silencio. No puedo saber cuánto tiempo permanecí allí presa de un lóbrego asombro, musitando palabras, llamando, gritando por el aparato. Me pareció una eternidad el tiempo que pasé gritando desaforadamente:
- ¡Warren! ¡Warren! ¡Respóndeme! ¿Estás ahí?
Fue entonces cuando llegó hasta mí la quintaesencia del horror, lo inimaginable, lo abominable total. Ya he dicho que me pareció una eternidad el tiempo que pasó desde que oí por última vez la advertencia final de Warren y también que durante ese lapso sólo mis propios gritos habían quebrado el silencio. Transcurrido un rato imposible de precisar volví a escuchar un clic en el receptor y de pronto fui todo oídos. Volví a llamarlo:
- ¡Warren! ¿Sigues ahí?
La respuesta a esa pregunta es lo que ha provocado este oscurecimiento en mi espíritu. No puedo saber a qué criatura pertenecía la voz que escuché. Mucho menos puedo aventurar una descripción. Sus palabras hicieron que perdiera el conocimiento y arrancaron zonas enteras de mi memoria. La voz era áspera, hueca, esponjosa, distante, no terrenal, no humana, fantasmal. Pero sé que estas mezquinas palabras no pueden siquiera trasmitir una pobre idea de aquella voz. Permítanme concluir con mi experiencia y con este relato. Oí la voz y ya no supe nada más de mí ni del mundo... La oí, agazapado, inmóvil en aquel cementerio ignoto de la hondonada, rodeado de lápidas y tumbas desvencijadas. Allí, en medio de una vegetación podrida y hedionda, escuché con claridad la voz que surgió de las entrañas de aquel maldito sepulcro.
- Warren ya está muerto, demente - dijo, mientras las sombras sin forma seguían su danza necrófaga bajo la luna menguante.