POLARIS
Traducido
por Mauro Cancini, Dagón y otros cuentos. Editorial NEED, Buenos
Aires 1998.
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El fulgor de la Estrella Polar penetra por la ventana norte de mi habitación. Desde allí alumbra durante las largas horas de honda oscuridad. Y en otoño, cuando los vientos del norte aúllan y blasfeman, y los árboles de la ciénaga, con sus ramajes rojizos, murmuran menudencias en los primeros momentos de la madrugada, bajo una luna menguante y puntiaguda, me acomodo junto a Ia ventana y contemplo esa estrella. Durante esas largas horas, titila esplendorosa Casiopea en las alturas, mientras la Osa Mayor sube despaciosamente por detrás de esos árboles sudorosos que el viento de la noche hace estremecer. Antes de que despunte el Alba, Arcturus centellea con tonos rojizos sobre el cementerio de la colina, y la Cabellera de Berenice fulgura espectralmente allí, en el enigmático oriente; pero la Estrella Polar sostiene su mirada recelosa, detenida siempre en el mismo punto de la bóveda negra, con parpadeos siniestros de un ojo insensato que buscara comunicar algún mensaje extravagante, pero que no recuerda nada, excepto que un día tuvo un mensaje que comunicar. No obstante, cuando el cielo se puebla de nubes, logro dormir.
Jamás olvidaré la noche de la gran alba, cuando nefastos brillos de luz diabólica jugueteaban sobre la ciénaga. Luego de los brillos, llegaron las nubes y más tarde el sueño.
Y debajo de una luna menguante y puntiaguda, vi por primera vez la ciudad. Calma y soñolienta, la ciudad se asentaba sobre una planicie que se erigía en una hondonada entre extrañas cumbres. Sus muros eran de un mármol nefasto, como sus torres, columnas, cúpulas y caminos. Las columnas marmóreas de las calles tenían esculpidas en sus cúspides figuras de serios hombres de barba. El aire era cálido y calmo. Y en las alturas, a solo diez grados del horizonte, resplandecía expectante la Estrella Polar. Pasé muchas horas observando la ciudad sin que el día arribara. Cuando el rojizo Aldebarán centelleante a escasa altura pero sin llegar a ponerse, había hecho un cuarto de su periplo, pude ver luz y movimientos en sus viviendas y en sus calles. Figuras singularmente ataviadas, aunque simultáneamente familiares y dignas, se paseaban bajo la luna menguante y puntiaguda; los bombres se expresaban con sabiduría en un idioma que yo comprendía, aunque era diferente al mío Y cuando el rojizo Aldebarán llevaba recorrido la mitad de su periplo, todo volvió al silencio y a la oscuridad.
Cuando desperté ya no era el mismo de antes. En mi memoria había quedado grabada la visión de la ciudad, y en mi espíritu se había encendido un recuerdo oscuro, de una naturaleza que no podía definir. Más tarde, en noches de cielo nublado en que podía dormir, veía frecuentemente a la ciudad; a veces bajo los dorados y cálidos rayos de un sol que jamás se ponía y giraba en torno al horizonte. Y en las noches claras, la Estrella Polar tenía una mirada soslayada, como no la había tenido jamás.
Empecé a indagarme, paulatinamente, acerca de cuál sería mi rol en aquella ciudad de la extraña planicie entre extrañas cumbres. Sintiéndome dichoso en un principio por observar aquel paisaje como una presencia etérea que podía verlo todo, más tarde quise establecer mi relación con la ciudad, y conversar con los hombres que día a día veía debatir en las plazas. Me dije: "Esto no es una ilusión, pero, cómo puedo comprobar que esa otra vida de las casas piedra y de ladrillo, al sur de Ia tenebrosa ciénaga y del cementerio de la colina, donde todas las noches la Estrella Polar acecha furtivamente a través de mi ventana, es más auténtica?"
Una noche, cuando escuchaba un debate en Ia inmensa plaza de múltiples estatuas, sufrí un transformación, y noté que por fin me había corporizado. Ya no era un extraño en las calles de Olathoe, Ia ciudad de la planicie de Sarki situada entre las cumbres Noton y Kadiphonek. Mi amigo Alos era el que disertaba, y sus palabras eran agradables para mi espíritu, ya que trataba del discurso de un hombre franco y amante de la patria. Esa noche supe que Daikos había caído y los inutos, demonios empequeñecidos, amarillos y nefastos, que cinco años atrás habían venido de occidente para asediar las fronteras de nuestro reino y sitiar a muchas de nuestras ciudades, estaban avanzando. En cuanto tomasen las plazas fortificadas al pie de Ia montafias, precipitarían su rumbo a nuestra planicie, de no ser que cada ciudadano combatiese con el vigor de diez hombres. Porque aquellas pingües criaturas eran hábiles en el arte de la guerra y desconocían las reticencias del honor que no permitían a nuestros hombres altos y de ojos grises, habitantes de Lomar, arremeter despiadadamente.
Mi amigo Alos comandaba todas las fuerzas de la planicie y en él estaba puesta la última esperanza de nuestra nación. En ese instante refería los riesgos que se deberían afrontar y estimulaba a los hombres de Olathoe, los más valientes de Lomar, a seguir la tradición de sus ancestros, quienes cuando se vieron impelidos a dejar Zobna y huir hacia el sur por el avance de los hielos (nuestros sucesores deberán también, algún día, dejar Lomar), desplazaron valerosamente a los gnophkehs, antropófagos de brazos y cabellos largos que se cruzaban en su paso. Alos había rehusado a que yo fuera guerrero, porque era endeble y procliive a raros desvanecimientos cuando era sometido a fatiga y esfuerzo. Pero mis ojos eran los más sagaces de toda Ia ciudad, aun a despecho de las prolongadas horas en las que me dedicaba diariamente al análisis de los Manuscritos Pnakóticos y de la sabiduría de los Padres Zobnarianos; por ello, mi amigo, quien no quería relegarme a la inacción, me otorgó el penúltimo deber en jerarquía me envió a Ia atalaya de Thapnen para convertirme allí en los ojos de nuestro ejército. Si los inutos intentaban tomar Ia ciudadela por el estrecho pasaje que hay detrás de la cumbre Noton, y asaltar allí por sorpresa a nuestra tropa, yo debía encender fuego como señal para que los soldados aguardaran, y rescatar de este modo a la ciudad de una pronta devastación.
Solo, ascendía a Ia atalaya, porque los hombres fuertes eran precisos abajo en las pendientes. Tenía la cabeza penosamente enervada por la ansiedad y la fatiga, puesto que no babía dormido desde hacía días; pero mi decisión era irrevocable, pues adoraba mi tierra natal de Lomar y a la marmórea ciudad de Olathoe, emplazada entre las cumbres de Noton y Kadiphonek.
Sin embargo, cuando estaba en Ia habitación más alta de la torre, pude ver la luna rojiza, macabra, menguante, puntiaguda, estremeciéndose entre vapores flotantes sobre el remoto valle de Banof. Y por la abertura del techo resplandeció la pálida Estrella Polar, parpadeando como si estuviera viva y mirando sesgadamente, como si fuera un demonio tentador. Creo que su halo murmuró en mis oídos consejos perversos que me hundieron en un sueño traidor con una rítmica y deleznable canción que repetía sin cesar:
"Dormita, atalaya, hasta que los planetas
Giren veintiséis mil años
Y yo vuelva
Al sitio donde ahora estoy ardiendo.
Luego, otras estrellas emanarán
En el eje de los cielos,
Estrellas tranquilizantes, estrellas que bendigan
Otorgando el grato olvido.
Cuando mi órbita culmine únicamente
Perturbará tu puerta el pasado".
Inútilmente, intenté resistir el sueño, tratando de hilar estas abstrusas palabras con los conocimientos estelares que yo babía sabido por los Manuscritos Pnakóticos. Mi cabeza, grávida y tambaleante, cayó sobre mi pecho; y cuando volví a ver, estaba la Estrella Polar en un sueño sonriendo sarcásticamente a través de una ventana, elevándose sobre nefastos y agitados árboles de una ciénaga ilusoria. Y todavía estoy soñando.
Con frecuencia, por mi desesperación y oprobio, grito histéricamente, rogando a las figuras ilusorias de mi airededor que me despierten, no sea que los inutos pasen inadvertidamente por detrás del pico de Noton y tomen sorpresivamente la ciudadela; pero estas figuras son demonios: se burlan de mí y me dicen que no es un sueño. Se burlan mientras duermo; mientras tanto, los enemigos empequeñecidos y amarillos están aproximándose con cautela. Desantendí mi obligación y traicioné a la ciudad marmórea de Olathoe. Fui desleal con Alos, mi amigo y mi comandante. No obstante, estas sombras de mis sueños se burlan de mí. Repiten que no existe ninguna nación de Lomar, excepto en mis alucinaciones nocturnas; y que en esa zona donde la Estrella Polar brilla en lo alto y donde el rojizo Aldebarán se desliza despaciosamente por el horizonte, sólo ha habido desde hace miles de años una cosa, hielo y nieve; y unos hombres, esas criaturas empequeñecidas y amarillas, entumecidas por el frío, que se denominan "esquimales".
Y
mientras escribo en mi vergonzoso dolor, desesperado por salvar a la ciudad
cuyo riesgo se acrecienta a cada instante, y vanamente intento liberarme de
este mal sueño en el que parece que estoy en una casa de piedra y de
ladrillos, al sur de una lóbrega ciénaga y un cementerio en la
cima de una colina, la Estrella Polar, siniestra y terrorífica, mira
desde la bóveda negra, con parpadeos siniestros de un ojo insensato que
buscara comunicar algún mensaje extravagante, pero que no recuerda nada,
excepto que un día tuvo un mensaje que comunicar.