HERBERT WEST, REANIMADOR

Traducido por Selina Frye, Publicaciones Nueva Logia del Tentáculo, 2001.

***

I

De la oscuridad

 

De Herbert West, que fue mi amigo en el campus e incluso después, sólo puedo hablar con terror extremo. Este terror no es del todo devengado de la forma siniestra de su reciente desaparición, sino más bien engendrado por la naturaleza del conjunto de su trabajo, y su inicio de forma intensa hace más de diecisiete años, cuando estábamos en el tercer curso en la Escuela Médica de la Universidad de Miskatonic en Arkham. Mientras estuvo conmigo, lo prodigioso y diabólico de sus experimentos me fascinaron completamente, y fui su mas íntimo compañero. Ahora que se ha ido y el hechizo está roto, el temor existente es grande. Los recuerdos y las posibilidades son más abominables que la realidad.

El primer incidente horrible en nuestra relación fue el impacto más grande que jamás experimenté, y es lo único que repito con renuencia. Como he dicho, ocurrió cuando estábamos en la Escuela Médica dónde West ya se había hecho célebre a través de sus audaces teorías sobre la naturaleza de la muerte y la posibilidad de superarla artificialmente. Su punto de vista, que era ridiculizado ampliamente por la facultad y por sus colegas, vinculaba los mecanismos fundamentalmente naturales de la vida; y afectaba a los métodos para el funcionamiento de la maquinaria orgánica del género humano por acciones químicas deliberadas después del fallo del proceso natural. En sus experimentos con diversas soluciones animadas, había matado y tratado a un inmenso número de conejos, conejillos de Indias, gatos, perros y monos, hasta que se hubo convertido en el primer estorbo de la universidad. Varias veces había obtenido signos de vida en animales supuestamente muertos; en muchos casos signos violentos; pero pronto vio que la idoneidad de sus procesos, si fuera posible, implicaría necesariamente una vida entera de investigaciones. Igualmente llegó a dilucidar que, puesto que el mismo resultado nunca funcionaba igual sobre especies diferentes, necesitaría sujetos humanos para favorecer progresos más especializados. De tal manera estaba cuando llegó el primer conflicto con las autoridades de la universidad, y fue prohibido para experimentos futuros por el propio decano de la escuela médica - el docto y benevolente Dr. Allan Halsey, cuyo trabajo en beneficio de los afligidos era recordado por todos los residentes antiguos de Arkham.

Yo siempre había sido excepcionalmente tolerante con las búsquedas de West, y discutíamos frecuentemente sus teorías, cuyas ramificaciones y corolarios eran siempre infinitas. Siguiendo a Haeckel que toda la vida es una proceso químico y físico, y que la así llamada "alma" es una leyenda, mi amigo creía que la reanimación artificial de los muertos podían depender sólo de las condiciones de los tejidos; y que a menos que la descomposición existente comenzara, un cadáver completamente equipado con órganos puede ser, por medio de medios adecuados, devuelto de nuevo a ese excepcional uso conocido como vida. West cayó en la cuenta de que esa vida física o intelectual podría ser dañada por el pequeño deterioro de las sensible células cerebrales que incluso serían capaces de causar un corto período de muerte.

Al principio su esperanza había sido encontrar un reactivo que pudiera restituir la energía vital antes de la llegada real de la muerte, y sólo repetidos fallos sobre animales le mostraron que el movimiento vital natural y artificial eran incompatibles. Entonces buscó sus especimenes más frescos, inyectando sus líquidos en la sangre inmediatamente después de que se extinguiera la vida. Fue esta circunstancia la que hizo tan imprudentemente escépticos a los catedráticos, porque consideraban que la auténtica muerte no ocurría en ningún caso. No dejaban de ver el hecho como cercano y fundamental.

No mucho después fue cuando la facultad prohibió su trabajo de manera que West me confió su resolución de conseguir cuerpos humanos frescos de alguna manera, y continuar en secreto los experimentos que no podría ejecutar abiertamente. Oírle plantear formas y arbitrios fue bastante espantoso, dado que la universidad nunca nos procuraría muestras anatómicas. En cuanto que el depósito de cadáveres lo considerase inadecuado, dos residentes cuidaban de este asunto, y eran rara vez cuestionados. Entonces West era un joven pequeño, delgado, con gafas con aspecto frágil, pelo rubio, ojos azul pálido, y voz suave, y era extraño oírle hacer hincapié sobre los méritos de los allegados del Cementerio Christchurch y del portero del campus. Finalmente nos decidimos por el portero, porque prácticamente todos los cadáveres en Christchurch eran embalsamados; algo completamente destructivo para la investigación de West.

Por esta época fui su asistente eficaz y esclavo, y le ayudé a realizar todas sus resoluciones, no solo concernientes a la procedencia de los cuerpos, sino al lugar adecuado para nuestro abominable trabajo. Entonces recordé la granja Chapman abandonado detrás de Meadow Hill, donde equipamos la planta baja como quirófano y laboratorio, todo ello con cortinas oscuras para encubrir nuestras obras de media noche. El lugar estaba lejos de cualquier carretera, y no había otra casa enfrente, por lo que las precauciones no eran necesarias; aunque rumores de extrañas luces, comenzados por casuales vagabundeos nocturnos, pronto traerían el desastre a nuestra empresa. Estuve de acuerdo en denominar a todo el conjunto laboratorio químico, si acontecía algún descubrimiento imprevisto. Paulatinamente equipamos nuestro lugar de ciencia con materiales adquiridos en Boston o silenciosamente tomados de la universidad - materiales escrupulosamente hechos como irreconocibles salvo para ojos expertos - y, por supuesto, palas y picos para las numerosas inhumaciones que tendríamos que hacer en la bodega. En la universidad usábamos un incinerador, pero el aparato era demasiado caro para nuestro laboratorio clandestino. Los cuerpos eran un engorro - incluso los pequeños cuerpos de los conejillos de Indias de los menospreciados experimentos en la habitación de West de la pensión.

Seguimos las notificaciones de decesos como personas macabras, para nuestras muestras necesitábamos cualidades particulares. Lo que queríamos eran cadáveres enterrados inmediatamente después de la muerte y sin conservación artificial; preferiblemente libres de malformaciones, y desde luego con todos los órganos. Las víctimas de accidente eran nuestra mejor opción. Durante varias semanas no nos enteramos de nada aceptable; si bien hablamos con depósitos y autoridades hospitalarias, aparentemente interesadas en la universidad, muchas veces acudíamos sin levantar sospechas. Nos encontramos con que la universidad había sido la primera elección en cada caso, así que podría ser necesario quedarse en Arkham durante el verano, cuando sólo se mantenían limitados cursos de verano. Al final, sin embargo, nos favoreció la suerte; un día oímos un caso más o menos ideal en la zona de los alfareros; un trabajador joven y fornido se ahogó por la mañana en Summer's Pond, y fue enterrado a costa de la ciudad sin demora ni embalsamar. Esa tarde encontramos la tumba reciente, y decidimos empezar a trabajar pasada la media noche.

Fue una tarea repulsiva que emprendimos en las primeras horas de la madrugada, aún cuando en esos tiempos carecíamos de cualquier horror a los cementerios, la experiencias posteriores nos los trajeron. Llevábamos palas y faroles de aceite, porque aunque después se fabricaron algunas linternas eléctricas, no eran tan satisfactorias como los aparatos de tungsteno de hoy día. El proceso de exhumación era lento y sórdido - podría haber sido espantosamente poético si hubiéramos sido artistas en lugar de científicos - y nos pusimos contentos cuando nuestras palas tocaron la madera. Cuando la caja de pino estaba totalmente descubierta, West removía y quitaba la tapa, apartándola y sosteniendo el contenido. Yo cogía y transportaba el contenido fuera de la tumba, y luego ambos trabajábamos duro para restituir al lugar su apariencia anterior. El incidente nos ponía más bien nerviosos, especialmente la forma rígida y la cara vacía de nuestro primer trofeo, pero conseguíamos quitar toda huella de nuestra visita. Cuando habíamos alisado la última paletada de tierra, poníamos es espécimen en un saco de lona y partíamos hacia le viejo lugar de Chapman, más allá de la Colina Meadow.

Sobre una improvisada mesa de disección en la vieja granja, bajo la luz de una poderosa lámpara de acetileno, el especimen no parecía espectral. Había sido un joven robusto y aparentemente poco imaginativo de la especie de plebeyo sano - alto, ojos grises, y pelo castaño - una bestia sana sin sutileza psicológica, y probablemente con un proceso vital del tipo más simple y saludable. Ahora, con los ojos cerrados, parecía más dormido que muerto; aunque la especial prueba de mi amigo pronto despejó las dudas a este respecto.Al fin teníamos lo que West siempre había ansiado - un hombre muerto real de la clase ideal, listo para la solución preparada de acuerdo con los cálculos y teorías más cuidadosos para uso humano.

La tensión por nuestra parte llegó a ser enorme. Sabíamos que había escasas oportunidades para conseguir el éxito, y no podíamos evitar un horrible miedo ante los posibles resultados grotescos de una animación parcial. Estábamos especialmente asustados con respecto a la mente y los impulsos de la criatura, puesto que en el espacio que sigue a la muerte, algunas de las células cerebrales más delicadas podían haber sufrido algún deterioro. Yo, por mi parte, todavía mantenía algunas curiosas ideas sobre la tradicional "alma" del hombre, y sentía pavor a los secretos que podrían ser contados por alguien que volviese de la muerte. Me preguntaba qué visiones podía haber visto este joven apacible en las esferas inaccesibles, y qué podía relatar, si se le restituía a la vida. Pero mi asombro no era agobiante, puesto que en su mayor parte compartía el materialismo de mi amigo. Estaba más sereno que yo, mientras introducía una gran cantidad de su fluído dentro de una vena del brazo del cuerpo, ligando inmediatamente la incisión de forma segura.

La espera fue atroz, pero West nunca vacilaba. Ahora y entonces, aplicaba su estetoscopio al especimen, y soportaba los resultados negativos filosóficamente. Alrededor de tres cuartos de hora después de ningún signo de vida, dictaminó desilusionadamente que la solución era inadecuada, pero decidió sacar el máximo provecho de la oportunidad e intentó un cambio en la fórmula antes de liberarse de su cadavérico premio. Esa tarde habíamos cavado una tumba en el sótano, y teníamos que llenarla al amanecer - porque a pesar de que habíamos arreglado la cerradura de la casa, deseábamos evitar cualquier riesgo remoto de un macabro descubrimiento. Además, el cuerpo no estaría apenas fresco la siguiente noche. Así, dejando la solitaria lámpara de acetileno del laboratorio adyacente, llevamos a nuestro silencioso invitado sobre la tabla en la oscuridad, y redoblamos la energía para mezclar una nueva solución; el peso y la medida supervisado por West con un cuidado casi fanático.

El abominable acontecimiento fue súbito, y totalmente inesperado. Estaba vertiendo algo desde un tubo de ensayo a otro, y West estaba ocupado con la carga de alcohol de la lámpara usando con un quemador Bunsen en este edificio sin gas, cuando desde la habitación oscura que había a nuestra izquierda estalló la más sobrecogedora y demoníaca sucesión de sollozos que cualquiera de nosotros había oído. No más inefable fue el caos de sonido infernal en el caso de que la fosa se hubiese abierto para liberar la agonía de los condenados, porque en una cacofonía infernal, se centró todo el terror celestial y la desesperación antinatural de la naturaleza viviente.

No podía haber sido humano - no está en el hombre realizar tales sonidos - y sin idea de nuestra última aplicación o sus posibles descubrimientos, West y yo nos lanzamos a la ventana más cercana como animales amenazados; volcando tubos, lámparas y retortas, y saltando alocadamente en abismo estrellado de la noche rural. Creo que nosotros mismos chillamos mientras trotábamos frenéticamente hacia la ciudad, aunque cuando alcanzamos las afueras, pusimos un semblante de control - lo bastante para parecer parranderos tardío dando traspiés a casa desde la depravación.

No nos separamos, así que conseguimos dirigirnos a la habitación de West, donde cuchicheamos con la luz encendida hasta el amanecer. Para entonces nos habíamos calmado un poco con teorías racionales y planes para la investigación, así que pudimos dormir parte del día - las clases no fueron tomadas en cuenta. Pero esa tarde, dos artículos del periódico, totalmente inconexos, no hicieron imposible dormir de nuevo. La antigua y desierta casa Chapman, inexplicablemente, había quedado reducida a un montón amorfo de cenizas; eso lo entendíamos a causa de la lámpara descompuesta. También, había sido producido un intento de desenterrar una tumba nueva en el área de los alfareros, como si de arañazos inútiles y profundos en la tierra se tratara. Eso no lo podíamos entender, porque habíamos golpeado el molde muy cuidadosamente.

Y durante diecisiete años después de eso, West miraría frecuentemente sobre su hombro, y se quejándose al imaginar pisadas tras él. Ahora ha desaparecido.

II

El demonio de la Plaga


Nunca olvidaré aquel verano horrible hace dieciséis años, cuando como gas nocivo desde los salones de Eblis acechaba la fiebre tifoidea sobre Arkham. Es un azote satánico por lo que la mayoría recuerda el año, como un auténtico terror empollado con alas de murciélago sobre los montones de ataúdes en las tumbas del Cementerio Christchurch; aunque para mí existe un horror más grande en ese tiempo – un horror conocido sólo por mí, ya que Herbert West ha desaparecido.

West y yo estábamos haciendo el postgraduado trabajando en las clases de verano de la escuela médica de la Universidad de Miskatonic, y mi amigo había logrado una gran notoriedad a causa de que sus experimentos se dirigían a la revivificación de la muerte. Después de la matanza científica de incontables animalitos, el trabajo estrambótico se había detenido al parecer por orden de nuestro escéptico decano, el Dr. Allan Halsey; si bien West había continuado desempeñando ciertas pruebas secretas en su deslucida habitación de la pensión, y en una terrible e inolvidable ocasión, había cogido un cuerpo humano de su tumba en el área de los alfareros, en una granja desierta más allá de la Colina Meadow.

Yo estaba con él en aquélla odiosa ocasión, y le vi inyectar en las quietas venas el elixir con el que pensaba restaurar en cierta medida los procesos químicos y físicos de la vida. Había acabado horriblemente – en un delirio de terror que, gradualmente, atribuimos a nuestros nervios sobrecargados – y después de eso, West nunca pudo liberarse de una enloquecedora sensación de sentirse perseguido. El cuerpo no había estado bastante fresco; es obvio que para restaurar los atributos mentales normales, un cuerpo debe ser muy fresco; y el incendio de la vieja casa nos había impedido enterrar la cosa. Habría sido mejor si hubiéramos sabido que estaba enterrado.

Después de esa experiencia, West había dejado sus investigaciones durante algún tiempo; pero como el celo del científico naciente retornaba lentamente, de nuevo volvió a importunar a las autoridades de la facultad, suplicando usar la sala de disección y los especímenes humanos frescos para el trabajo que el estimaba tan abrumadoramente importante. Sus ruegos, sin embargo, fueron totalmente en vano; porque la determinación del Dr. Halsey era inflexible, y el resto de profesores apoyaban el veredicto de su jefe. En la teoría radical de la reanimación, no vieron nada, sino que los caprichos inmaduros de un joven entusiasta cuya descuidada figura, pelo rubio, ojos azules con gafas, y voz suave, no les dieron indicios del poder sobrenatural – poco menos que diabólico – del frío cerebro que contenía. Ahora puedo ver como fue después – y tiemblo. Aumentaba la rigidez de su cara, pero nunca envejecía. Y ahora, el Asilo Sefton ha tenido el contratiempo y West ha desaparecido.

West chocó desagradablemente con el Dr. Halsey, cerca del final de nuestro último período de estudiantes, en una disputa verbal que le dio menor reputación que al bondadoso decano en cuanto a urbanidad. Sentía que era, innecesaria e irracionalmente, retrasado en un trabajo soberanamente colosal; un trabajo que, ciertamente, podría conducirle a un pleito en los años posteriores, pero que deseaba comenzar mientras todavía poseyese las facilidades excepcionales de la universidad. Esa vieja idiosincrasia que ignoraban sus resultados singulares sobre animales, y que persistían en su negativa de la posibilidad de la reanimación, eran detestables y totalmente incomprensibles para un joven con el temperamento lógico de West. Solamente una gran madurez podría ayudarle a entender las limitaciones mentales crónicas del tipo “profesor-doctor” – el producto de generaciones de patético puritanismo; benevolente, concienzudo, y algunas veces gentil y afectuoso, sin embargo siempre limitado, intolerante, costumbrista, y carente de perspectiva. La edad tiene más caridad para estos caracteres incompletos aunque medio contaminados, cuyo pésimo vicio auténtico es la falta de coraje, y que al final son castigados por el ridículo general hacia sus pecados intelectuales – pecados como el ptolomeismo, calvinismo, antidarwinismo, antiniestzenismo, y todo tipo de sabatarianismo y legislación superflua. West, joven a pesar de sus maravillosas adquisiciones científicas, tenía escasa paciencia con el bueno del Dr. Halsey y sus ilustrados colegas; y cuidaba y aumentaba el resentimiento, asociados a un deseo de demostrar sus teorías a esas personalidades obtusas en un estilo llamativo y sensacional. Como la mayoría de los jóvenes, se abandonaba a la elaboración de sueños de venganza, triunfo magnánima absolución final.

Y entonces, había llegado el azote, riendo burlonamente y letal, desde las cavernosas pesadillas del Tártaro. West y yo nos graduamos más o menos en el tiempo de su comienzo, pero permanecimos para un trabajo adicional en la escuela de verano, así que estábamos en Arkham cuando rompió con furia demoníaca sobre la ciudad. Aunque todavía no éramos médicos licenciados, teníamos nuestro título y fuimos frenéticamente empujados al servicio público según crecían los heridos. La situación apenas estaba controlada, y las muertes se sucedían demasiado frecuentemente para el sepulturero local, completamente desbordado. Los entierros sin embalsamamiento se efectuaban en rápida sucesión, e incluso el Cementerio Christchurch recibiendo sepulcros, estaba abarrotado de ataúdes de muertos sin embalsamar. Esta circunstancia no se encontraba sin efecto sobre West, que pensaba a menudo en lo irónico de la situación – ¡tantos especimenes frescos, sin embargo ninguno para sus investigaciones perseguidas!. Estábamos espantosamente ajetreados, y la terrible tensión mental y nerviosa hacía que mi amigo pensase morbosamente.

Pero los gentiles enemigos de West no estaban menos atosigados con sus deberes. La universidad había sido cerrada, y todos los doctores de la facultad de medicina estaban ayudando a luchar contra la plaga tifoidea. El Dr. Halsey en particular se había distinguido por su sacrificado servicio, aplicando su habilidad extrema con toda la fuerza de su corazón a casos que muchos otros rehuían a causa del peligro o la aparente desesperanza. Antes de acabar el mes, el valiente decano había llegado a ser un héroe popular, sin embargo parecía inconsciente de su fama, ya que bregaba por guardarse del colapso con cansancio físico y nervioso. West no podía detentar admiración por fortaleza de ánimo de su enemigo, sino que a causa de esto estaba más decidido a probarle la verdad de sus asombrosas doctrinas. Aprovechándose de la desorganización de la tarea universitaria y las regulaciones sanitarias municipales, una noche logró conseguir de contrabando de la sala de disección de la universidad, un cuerpo recientemente fallecido, y en mi presencia inyectó una modificación nueva de su solución. La cosa de hecho abrió los ojos, pero solamente los fijó en el techo con una mirada de horror petrificante antes de colapsarse en una laxitud de la cuál nadie podría avivarlo. West dijo que no estaba bastante fresco – el aire caliente del verano no favorecía los cadáveres. Esa vez apenas estábamos cogidos antes de que incineráramos la cosa, y West dudaba la conveniencia de repetir su abuso sobre el laboratorio de la universidad.

La cima de la epidemia se alcanzó en Agosto. West y yo estábamos poco menos que muertos, y el Dr. Halsey murió el día Todos los estudiantes asistimos al apresurado funeral el día 15, y compramos una impresionante corona, aunque posteriormente fue bastante empequeñecida por los homenajes enviados por los ricos ciudadanos de Arkham y por el municipio. Casi fue un evento público, porque el decano había sido, a buen seguro, un benefactor público. Después del enterramiento, todos estábamos algo deprimidos, y pasamos la tarde en el bar de la Casa Mercantil; aunque West, aunque agitado por la muerte de su adversario principal, dejó helado al resto de nosotros con referencias a sus teorías célebres. La mayoría de los estudiantes se fueron a casa, o a diversos quehaceres, mientras surgía el anochecer; pero West me convenció para ayudarle a “pasar bien la noche”. La casera de West nos vio llegar a su habitación alrededor de las dos de la mañana, con un tercer hombre entre nosotros; y le dijo a su marido que, a todas luces, cenamos y bebimos vino bastante bien.

Aparentemente, esta matrona avinagrada esta en lo cierto; alrededor de las 3 de la madrugada toda la casa se despertó por unos gritos que provenían de la habitación de West, cuando derribaron la puerta, nos encontraron a los dos inconscientes sobre la alfombra manchada de sangre, apaleados, arañados y magullados, y con los restos destrozados de las botellas e instrumentos de West alrededor nuestro. Solamente una ventana abierta anunciaba que había sido de nuestro asaltante, y muchos se preguntaban como había podido viajar después del fantástico salto desde el segundo piso al prado que debía haber realizado. Había algunas vestiduras extrañas en la habitación, pero West apenas recuperó el conocimiento les dijo que no pertenecía al extraño, sino que eran muestras recabadas para análisis bacteriológicos en el curso de las investigaciones sobre la transmisión de enfermedades infecciosas. Le ordenó quemarlas tan pronto fuera posible en la espaciosa chimenea. Ambos declaramos a la policía ignorancia sobre la identidad de nuestro último camarada. Era, dijo West, un extraño afable que habíamos encontrado en algún bar céntrico de un lugar indeterminado. Habíamos estado bastante alegres, y West y yo no deseábamos tener que buscar y encontrar a nuestro belicoso camarada.

Esa misma noche presenciamos el principio del segundo horror de Arkham – el horror que, para mí, eclipsó la plaga misma. El Cementerio Christchurch fue la escena de un terrible asesinato; un guarda había sido arañado hasta morir de una manera no solo demasiado horrible para describir, sino elevando la duda acerca de la gestión humana de la acción. La víctima había sido vista con vida bastante después de media noche – el amanecer reveló el inefable asunto. El director de un circo de la ciudad vecina de Bolton fue interrogado, pero juraba que ninguna bestia había escapado de su jaula en ningún momento. Aquellos que encontraron el cuerpo, advirtieron una huella de sangre dirigiéndose al sepulcro de la entrada, donde un pequeño charco rojo yacía justo sobre el cemento del exterior de la puerta. Una huella débil se dirigía hacia el arbolado, pero pronto desaparecía.

La noche siguiente los demonios danzaron sobre los tejados de Arkham, y una demencia antinatural ululaba en el viento. A través de la ciudad enardecida, había avanzado una maldición de la cuál alguien dijo que era más grande que la plaga, y de la cuál alguien murmuraba que era la personificación del alma diabólica del la plaga en sí. Ocho casas fueron registradas por una cosa anónima que esparció una muerte roja en su despertar – en total, diecisiete mutilados y restos amorfos de cuerpos fueron dejados atrás por el monstruo mudo y sádico que se arrastraba afuera. Unas pocas personas lo habían medio visto en la oscuridad, y dijeron que era blanco y parecía un mono deforme o un diablo antropomorfo. No había dejado tirado absolutamente todo lo que había atacado, sino que a veces había estado hambriento. El número de asesinados por ello eran catorce; tres de los cuerpos habían sido encontrados en casa y no tenían vida.

Sobre la tercera noche bandas desesperadas de buscadores, dirigidos por la policía, lo capturaron en una casa de la calle Crane, cerca del campus de Miskatonic. Habían organizado la búsqueda con cuidado, manteniéndose en contacto por medio de estaciones telefónicas voluntarias, y cuando alguien en el distrito universitario comunicó haber oído arañar en la persiana de una ventana, la trampa se montó rápidamente. A causa de la alarma general y las precauciones, solo hubo dos víctimas más, y la captura se realizó sin mayores accidentes. La cosa finalmente fue detenida por un proyectil, aunque no mortal, u fue despachado al hospital local en medio de la excitación y el odio general.

Eso había sido un hombre. Eso estaba claro a pesar de los ojos nauseabundos, la simiesca voz, y el salvajismo demoníaco. Cubrieron sus heridas y lo transportaron al asilo de Sefton, donde golpeó su cabeza contra los muros de una celda acolchada durante dieciséis años – hasta el reciente acontecimiento, cuando escapó bajo circunstancias que a pocos gusta mencionar. Lo que más había disgustado a los buscadores de Arkham fue el hecho que advirtieron cuando la cara del monstruo fue lavada – la burla, su increíble parecido a un conocido y sacrificado mártir que había sido enterrado solo tres días antes – el finado Dr. Allan Halsey, benefactor público y decano de la escuela de medicina de la Universidad de Miskatonic.

El desaparecido Herbert West y yo estábamos enormemente disgustados y horrorizados. Esa noche me estremecía al pensar en ello; me estremecí más que esa mañana cuando West murmuraba a través de sus vendajes, “¡Diablos, no estaba bastante fresco todavía!”.

III

Seis disparos a la luz de la luna


Es atípico tirar los seis balazos de un revolver con gran rapidez cuando con uno es probablemente suficiente, pero muchas cosas de la vida de Herbert West era atípicas. No es, por ejemplo, común que a un joven facultativo salido de la universidad sea obligado a solapar los principios que guían su designación de casa y oficio, a pesar de ello ese era el caso de Herbert West. Cuando él y yo obtuvimos nuestros títulos de la escuela médica de la Universidad de Miskatonic, y buscábamos aliviar nuestra pobreza estableciéndonos como médicos de medicina general, tuvimos mucho cuidado en no decir que elegimos nuestra casa a causa de su aislamiento bastante bueno, y tan cerca como era posible del cementerio.

Ciertamente estábamos reticentes, tal como es a veces sin una causa; porque nuestros requisitos eran aquellos que resultan de un esfuerzo ciertamente impopular. Exteriormente, solo éramos médicos, pero debajo de la superficie estábamos a la espera del momento más grande y terrible - porque el ser de la existencia de Herbert West era una búsqueda entre la oscuridad y el reino prohibido de lo desconocido, en el cuál esperaba encontrar el secreto de la existencia y recuperar el brío perdurable del frío barro del cementerio. Tal búsqueda demandaba materiales extraños, entre ellos, cuerpos humaos frescos; y con el propósito de mantenerse abastecido de estas cosas indispensables, uno debe vivir recogidamente y no lejos de un lugar de enterramiento.

West y yo nos habíamos reunido en la universidad, y yo solamente había sido un simpatizante de sus experimentos abominables. Gradualmente había llegado a ser su ayudante inseparable y, ahora que estábamos fuera de la universidad, teníamos que mantenernos unidos. No era fácil encontrar una buena salida para dos doctores en compañía, pero finalmente la influencia de la universidad nos consiguió un práctica en Bolton – una ciudad industrial cerca de Arkham, la sede de la universidad. Los molinos Worsted de Bolton son los más grandes del Valle de Miskatonica, y sus empleados políglotas son poco populares como pacientes de los facultativos locales. Elegimos nuestra casa con el mayor cuidado, eligiendo al final una casa de campo, más bien de bajo nivel, cerca del final de la calle Pond; a cinco números del vecino más cercano, y separada del cementerio local solo por un alargado prado, dividido en dos por un estrecho cuello de bosque densamente poblado que caía hacia el norte. La distancia era más grande que la que deseábamos, pero no conseguiríamos una casa más cercana sin pasar al otro lado del campo, totalmente fuera del distrito industrial. No estábamos demasiado disgustados, sin embargo, puesto que no había gente entre nosotros y nuestro siniestro origen de provisiones. El paseo era un poco largo, pero transportaríamos a nuestros silenciosos especimenes tranquilamente.

Nuestra práctica fue asombrosamente larga desde el principio – suficientemente larga para complacer a la mayoría de los médicos jóvenes, y bastante larga para probar a aguantar y cargar a estudiantes cuyo interés real estaba en algún otro sitio. Los obreros del molino eran de inclinaciones un tanto turbulentas, sus choques frecuentes y reyertas a puñaladas, nos daban bastante que hacer. Pero actualmente, lo que absorbía nuestras mentes era el laboratorio secreto que habíamos equipado en el sótano – el laboratorio con una larga mesa bajo las luces eléctricas, donde en las horas tempranas de la mañana a menudo inyectábamos diversas soluciones de West en las venas de las cosas que traíamos del cementerio. West estaba experimentando frenéticamente para encontrar aquello que comenzaría de nuevo el movimiento vital del hombre después de que se hubieran detenido por lo que llamamos muerte, pero había encontrado las barreras más terribles. La solución tenía que ser combinada de modo distinto para especies diferentes – la que servía para los conejillos de indias, no serviría para seres humanos, y diferentes especimenes humanos requerían modificaciones amplias.

Los cuerpos tenían que ser en extremo frescos, o la descomposición ligera del tejido cerebral haría imposible la reanimación perfecta. Por supuesto, el mayor problema era conseguirlos bastante frescos – West había tenido experiencias horribles durante sus investigaciones secretas en la universidad con cadáveres de dudosa cosecha. Los resultados de la animación parcial o imperfecta eran mucho más terribles de lo que era la derrota total, y ambos manteníamos recuerdos espantosos de tales cosas. Desde nuestra primera sesión demoníaca en la granja desierta de la colina Meadow de Arkham, nos habíamos sentido amenazados; y West, si bien un científico autómata, calmado, rubio, de ojos azules, con el mayor de los respetos, a menudo confesó una sensación estremecedora de persecución sigilosa. Sentía a medias que era seguido – una falsa ilusión psicológica de los nervios alterados, acentuado por el hecho indiscutiblemente trastornado de que al menos uno de nosotros reanimó especimenes que aun están vivos – una cosa espantosamente carnicera en un sótano acolchado de Sefton. Además había otro – el primero – de cuyo destino exacto jamás nos enteramos.

Tuvimos una suerte aceptable con los especimenes de Bolton – mucho mejor que en Arkham. No llevábamos establecidos una semana antes de ser víctimas de un accidente la misma noche del entierro, e hicimos abrir los ojos con una expresión increíblemente racional antes de que fallara la solución. Había perdido un brazo – si hubiera sido un cuerpo perfecto podríamos haber tenido mejor éxito. Entre ese momento y el siguiente Enero obtuvimos tres más; uno falló totalmente, un caso de marcada movilidad muscular, y una cosa más bien estremecida – se levantó por sí mismo y emitió un sonido. Después llegó un período en que la suerte fue pobre; los entierros descendieron, y los que acontecían eran especimenes demasiado enfermos o mutilados para usar. Seguíamos la pista de todos los fallecidos con cuidado metódico.

Una noche de Marzo, sin embargo, obtuvimos inesperadamente un espécimen que no vino del área de los alfareros. En Bolton, prevaleciendo el espíritu puritano, se había declarado ilegal el deporte del boxeo – con la consecuencia común. Un subrepticio y contagioso ataque de enfermedad entre los trabajadores del molino era común, y, ocasionalmente, se importaba un talento profesional de baja categoría. Esa noche de invierno tardío había sido semejante a un combate; evidentemente con resultados desastrosos, puesto que entonces dos estirados timoratos habían acudido a nosotros murmurando incoherentemente ruegos de atender un muy secreto y desesperado caso. Les seguimos a una cuadra abandonada, donde los restos de una masa de extranjeros asustados estaban vigilando una silenciosa forma negra sobre el suelo.

La contienda había sido entre Kid O´Brien – un tosco y ahora tembloroso joven con enorme nariz ganchuda – y Buck Robinson, “El Humo de Harlem”. El negro había sido puesto fuera de combate, y unos momentos de reconocimiento nos demostraron que permanecería así permanentemente. Era una cosa repugnante semejante a un gorila, con brazos anormalmente largos los cuales yo no podía evitar llamar piernas delanteras, y una cara que evocaba ideas de los secretos inconfesables del Congo y el machaqueo del tan tan, bajo una luna espectral. El cuerpo debía haberse visto peor en vida – ya que el mundo mantenía muchas cosas feas. El miedo flotaba sobre el lamentable gentío, porque no sabían los que la ley les exigiría si el asunto no se silenciaba; y estuvieron agradecidos cuando West, a pesar de mis estremecimientos involuntarios, se ofreció a librarse de la silenciosa cosa – para un fin que yo conocía demasiado bien.

Había una brillante luz de luna sobre paisaje poco nevado, así que vestimos a la cosa y la llevamos a casa entre los dos a través de las calles y los prados desiertos, tal y como habíamos llevado una cosa similar una noche horrible en Arkham. Nos acercamos a la casa desde el prado de la parte posterior, llevamos el espécimen por la puerta trasera y bajamos las escaleras del sótano, y le preparamos para el experimento acostumbrado. Nuestro temor a la policía era absurdamente grande, aunque habíamos cronometrado nuestro viaje para evitar al solitario agente de policía de esa comarca.

El resultado fue fatigosamente decepcionante. Espantoso como nuestro premio, era totalmente insensible a cualquier solución que inyectamos en su brazo negro; soluciones preparadas de experimentos únicamente con especimenes blancos. De manera que el tiempo avanzó peligrosamente hacia el amanecer, hicimos lo que habíamos hecho con los otros – arrastramos la cosa a través de los prados hacia el cuello de árboles cercano al área de los alfareros, y lo enterramos allí en la mejor tumba que el helado suelo nos permitió. La tumba no era muy profunda, aunque cabalmente tan buena como aquella del espécimen anterior – la cosa que se había levantado y articulado un sonido. A la luz de nuestras linternas cubrimos cuidadosamente con hojas y parras muertas, bastante seguros de que la policía nunca lo encontraría en un bosque tan oscuro y denso.

Al día siguiente, yo estaba cada vez más asustado con respecto a la policía, porque un paciente trajo rumores de sospecha de una lucha y muerte. West tenía además otra fuente de preocupación, ya que había sido convocado por la tarde a un caso que acabaría muy amenazadoramente. Una mujer italiana se había vuelto histérica por la desaparición de su niño – un chaval de cinco años que se había marchado por la mañana temprano y no apareció a la hora de comer – y había desarrollado síntomas alarmantes en vista de su siempre débil corazón. Fue un ataque de histeria estúpido, porque el muchacho se había escapado antes a menudo; pero los campesinos italianos eran extremadamente supersticiosos, y esta mujer parecía tan desazonada por el augurio como por los hechos. Alrededor de las siete de la tarde ella había muerto, y su desesperado marido había producido un cuadro aterrador en sus esfuerzos por asesinar a West, a quién culpaba salvajemente por no salvar su vida. Los amigos le habían sujetado cuando sacó un estilete, así que West se ausentó entre sus inhumanos chillidos, maldiciones y juramentos de venganza. En su reciente aflicción el tipo parecía haberse olvidado de su chico, que todavía estaba perdido mientras avanzaba la noche. Se había hablado de una búsqueda por las arboledas, pero la mayoría de los amigos de la familia estaban ocupados con la mujer muerta y el hombre histérico. En conjunto, la tensión nerviosa sobre West había sido tremenda. Los pensamientos de la policía y del hombre loco pesaban en exceso.

Nos recogimos alrededor de las once, pero no dormí bien. Sorprendentemente, Bolton tenía una buena fuerza policial para una ciudad tan pequeña, y no podía evitar el miedo al enredo que acontecería si el asunto de la noche anterior fuera localizado. Podía significar el final de nuestro trabajo residente – y quizá la prisión para West y para mí. No me gustaban que los rumores de una pelea flotaran alrededor. Después de que el reloj había asestado tres brillos lunares en mis ojos, me volví sin levantarme para derribar las sombras. Entonces, apareció el ruido metálico en la puerta de atrás.

Todavía yacía algo ofuscado, pero en breve escuché los golpecitos de West sobre mi puerta. Estaba embutido en la bata y las zapatilla, y tenía en sus manos un revolver y una lámpara eléctrica. Por el revolver sabía que estaba pensando más en el italiano enloquecido que en la policía.

“Sería mejor que fuéramos”, susurró. “Tendremos que contestar de todas formas, y podría ser un paciente – podría ser uno de esos botarates examinando la puerta trasera”.

Así que ambos bajamos las escaleras con cuidado, con un miedo en parte justificado en parte de los que llegaba del alma de las extrañas horas tempranas. El traqueteo continuaba, aumentando un poco el sonido. Cuando llegamos a la puerta, corrí el cerrojo cuidadosamente y la abrí, y como la luna caía de manera reveladora sobre la silueta que estaba allí, West hizo una cosa peculiar. A despecho del peligro obvio de atraer y hacer caer sobre nuestras cabezas la atención de la temida investigación policial – una cosa que después de todo fue misericordiosamente evitada por el relativo aislamiento de nuestra casita – de repente mi amigo, excitada e innecesariamente, vació las seis cámaras de su revolver sobre el visitante nocturno.

Porque ese visitante no era ningún italiano ni policía. Asomando odiosamente contra la luna espectral estaba un cosa gigante deformada no imaginable salvo en las pesadillas – mirada vidriosa, la negra aparición más o menos sobre cuatro patas, cubierta con pedazos de moho, hojas y parras, manchado de sangre seca, y llevando entre sus dientes brillantes un níveo, terrible, objeto cilíndrico acabado en una menuda mano.

IV

El grito del muerto

El grito del hombre muerto me dio ese intenso y añadido horror del Dr. Herbert West que había perseguido los últimos años de nuestra amistad. Es natural que semejante cosa como un hombre muerto chillando debería provocar terror, porque eso es obvio, no es un acontecimiento agradable u ordinario; pero yo estaba acostumbrado a experiencias similares, por lo tanto lo que me angustió en esta ocasión solo fue a causa de una circunstancia particular. Y, como he insinuado, no era el hombre muerto en sí mismo lo que me dio miedo.

Herbert West, cuyo colega y ayudante era yo, poseído por el interés científico más allá de costumbre común de un médico de aldea. Eso era porque, cuando estableciendo su ejercicio en Bolton, había elegido una casa aislada cerca del campo de los alfareros. Breve y brutalmente dicho, el único interés absorbente de West era un estudio secreto del fenómeno de la vida y su cese, dirigido hacia la reanimación de la muerte a través de inyecciones de una solución estimulante. Para esta experimentación espantosa era necesario tener un suministro constante de cuerpos humanos muy frescos; muy frescos porque incluso la menor descomposición dañaría la estructura cerebral y humana, ya que descubrimos que la solución debía ser calculada distintamente para diferentes clases de organismos. Resultados en conejos y conejillos de indias que habían sido asesinados y tratados, pero cuyo rastro era invisible. West nunca había tenido un éxito total porque nunca pudo obtener un cuerpo suficientemente fresco. Lo que él quería eran cuerpos de cuya vitalidad solo había fallecido lo justo; los cuerpos con todas la células intactas y capaces de recibir de nuevo el impulso hacia esa manera de movilidad llamada vida. Había la esperanza de que esta segunda y artificial vida pudiera ser perdurable por repeticiones de la inyección, pero hemos aprendido que la vida natural ordinaria no respondería a la acción. Al establecer la movilidad artificial, la vida natural tendría que ser extinguida – los especimenes deberían ser muy frescos, pero auténticamente muertos.

La impresionante búsqueda había comenzado cuando West y yo éramos estudiantes en la Escuela Médica de la Universidad de Miskatonic en Arkham, vividamente conscientes durante la primera vez de la concienzuda mecánica natural de la vida. Eso fue hace siete años, aunque West apenas parecía un día más viejo ahora – era pequeño, rubio, bien afeitado, voz suave, y con gafas, con solo algún destello ocasional de unos fríos ojos azules para contar sobre el endurecimiento y fanático crecimiento de su carácter bajo la presión de sus terribles investigaciones. Nuestras experiencias a menudo habían sido horribles en extremo; los resultados de la reanimación defectuosa, en el momento en que el conglomerado de barro del cementerio había sido galvanizado hacia el morboso, antinatural y insensato movimiento por varias modificaciones de la solución vital.

Una cosa había articulado un alarido nervioso; otra se había levantado violentamente, golpeándonos hasta la inconsciencia, y huido alocadamente de forma impactante antes de ser depositado tras los barrotes de un asilo; no obstante otro, una odiosa monstruosidad africana, había arañado su tumba poco profunda y realizado una acción – West había tenido que disparar a ese objeto. No podíamos conseguir cuerpos lo bastante frescos para demostrar algún asomo de fundamente a la hora de la reanimación, forzosamente de esta manera habíamos creado horrores sin nombre. Era inquietante pensar que uno, quizá dos, de nuestros monstruos todavía vivían – ese pensamiento nos perseguía obsesivamente, hasta que finalmente, West desapareció bajo aterradoras circunstancias. Pero en el momento del alarido en el laboratorio del sótano de la casita aislada de Bolton, nuestros temores estaban supeditados a nuestra expectación por los especimenes frescos en extremo. West estaba más ansioso que yo, así que casi me parecía que miraba medio codiciosamente a cualquier constitución viviente saludable.

Fue en Julio, 1910, que la mala suerte en cuanto a los especimenes comenzó a girarse. Yo había estado en una larga visita a mis padres en Illinois, y a mi vuelta encontré a West en un estado de euforia singular. Había, me dijo excitadamente, resuelto del todo el problema de la frescura por medio de un enfoque desde un ángulo completamente nuevo – aquél de la conservación artificial. Me había informado que estaba trabajando sobre un nuevo y sumamente raro compuesto de embalsamar, y no me sorprendió que hubiera acabado bien; pero hasta que explicó los detalle yo estaba bastante perplejo en cuanto a como semejante compuesto podría ayudarnos en nuestro trabajo, puesto que el inaceptable deterioro de los especimenes era mayormente debido al retraso ocurrido antes de obtenerlos. Esto, lo vía ahora, lo había identificado West claramente; creando su compuesto embalsamador para el futuro más que para su uso inmediato, y confiando en el destino para abastecerse de nuevo de algunos cadáveres muy recientes e insepultos, como tuvo años atrás cuando obtuvo el negro asesinado en el partido de boxeo de Bolton. La última fatalidad había sido benigna, así que en esta ocasión colocamos en el sótano secreto un cadáver cuya descomposición no tenía ninguna posibilidad de haber comenzado. Que pasaría en la reanimación, y tanto confiábamos en un renacer de la mente y el raciocinio, que West no se arriesgó a predecir. El experimento sería un hito en nuestros estudios, y había conservado el nuevo cuerpo hasta mi vuelta, así, ambos podríamos compartir el espectáculo de forma familiar.

West me dijo como había obtenido el espécimen. Había sido un hombre enérgico; un extranjero bien vestido que omitió el tren en su camino a tramitar algún negocio con el Molino Worsted de Bolton. El paseo a través de la ciudad había sido largo, y por el camino el viajante se detuvo en nuestra casita a preguntar el camino a las fábricas, su corazón había sido enormemente abrumado. Había rechazado un estimulante, y de pronto había muerto solo un momento después. El cuerpo, tal como se preveía, le pareció a West un regalo enviado del cielo. En su breve conversación el extraño le había aclarado que era desconocido en Bolton, y una búsqueda posterior en sus bolsillos le dieron a conocer como Robert Leavitt de St. Louis, aparentemente sin familia que hiciese averiguaciones sobre su desaparición. Si este hombre no podía ser devuelto a la vida, nadie conocería nuestro experimento. Enterraríamos nuestros materiales en una densa franja de árboles entre la casa y el campo de los alfareros. Si, por otro parte, era revivido, nuestra fama sería establecida brillante y perpetuamente. Así sin demora West había inyectado en la muñeca del cuerpo el compuesto que lo mantendría fresco para su uso después de mi llegada. La cuestión del presumiblemente débil corazón, que según mi opinión pondría en peligro el éxito de nuestro experimento, no pareció preocupara demasiado a West. Al menos esperaba obtener lo que nunca había obtenido antes – un indicio de la reanimación del raciocinio y quizá, una criatura viviente normal.

Así, la noche del 18 de Julio de 1910, Herbert West y yo estábamos en el laboratorio del sótano y contemplábamos una blanca y silenciosa figura bajo una deslumbrante luz. El compuesto embalsamador había operado extrañamente bien, por lo que yo miraba fascinado a la robusta montura que había permanecido dos semanas sin ponerse rígida, me emocioné al postular la convicción de West de que esa cosa estaba realmente muerta. Concedió esta certidumbre con bastante facilidad; recordándome que la solución reanimadora nunca fue usada sin el cuidadoso chequeo acerca de la vida, puesto que no habría ningún efecto si cualquiera de las energías originales no estaban presentes. Como West procedió a realizar los pasos preliminares, yo estaba impresionado por la gran complejidad del nuevo experimento; una complejidad tan grande que no podía fiarse de ninguna mano menos delicada que la suya propia. Prohibiéndome tocar el cuerpo, primero inyectó una droga en la muñeca, justo al lado del lugar dónde su aguja había punzado cuando inyectó el compuesto embalsamador. Esto, dijo, era para neutralizar el compuesto y liberar el sistema hacia una relajación normal del tal modo que la solución reanimadora pudiera trabajar libremente cuando la inyectara. Ligeramente más tarde, cuando un cambio y un suave temblor pareció afectar a los miembros muertos; West puso violentamente una almohada sobre la cara crispada, no la retiró hasta que el cadáver pareció quieto y listo para nuestro intento de reanimación. El desvaído entusiasmo, aplicado ahora a algunas últimas y maquinales pruebas de la absoluta falta de vida, se retiró satisfecho, y finalmente inyectó en el brazo izquierdo una cantidad medida exactamente del elixir vital, preparado durante la tarde con un cuidado más grande que el que habíamos usado en los días de universidad, cuando nuestros logros eran nuevos y andaban a tientas. No puedo expresar el suspense salvaje y jadeante con el que esperábamos los resultados de este primer espécimen realmente fresco – el primero con el que, razonablemente, podíamos esperar que abriera sus labios en una perorata racional, quizá para contarnos lo que había visto más allá del abismo inescrutable.

West era un materialista, no creyendo en el alma y atribuyendo todo el trabajo del conocimiento a fenómenos corpóreos; consecuentemente no buscaba revelaciones de horribles secretos de abismos y grutas más allá de la barrera de la muerte. Teóricamente, yo no disentía de el del todo, aunque mantenía vagos restos instintivos de la fe primitiva de mis antepasados; así que no podía ayudar a discernir el cadáver con cierta medida de miedo y terrible expectación. Además – no podía sacar de mi memoria esos terribles, inhumanos chillidos que oímos la noche que intentamos nuestro primer experimento en la granja desierta de Arkham.

Había transcurrido muy poco tiempo antes de ver que el intento no era un fallo total. Un toque de color volvió a las mejillas hasta ahora blancas como tiza, y se diseminaba bajo la curiosamente abundante e incipiente barba arenosa. West, que tenía su mano sobre el pulso de la muñeca izquierda, de pronto cabeceó significativamente; y casi simultáneamente una neblina apareció sobre el espejo inclinado sobre la boca del cuerpo. A eso siguió algunos movimientos musculares espasmódicos, y después un movimiento de respiración audible y visible del pecho. Miraba los párpados cerrados, y pensé que distinguía un temblor. Entonces se abrieron los párpados, mostrando los ojos que eran grises, tranquilos y vivos, pero aun faltos de inteligencia y nada curiosos.

En un momento de capricho fantástico, susurré preguntas a los oídos sonrosados; preguntas de otros mundos los cuáles podrían estar presentes en la memoria todavía. Un terror ulterior las guiaba desde mi mente, pero creo que la última, que repetía, era: ¿Dónde has estado?. Todavía no se si fui respondido o no, porque no llegó ningún sonido de la boca bien constituida; solamente se que en ese momento creí firmemente que los delgados labios se moverían con calma, formando sílabas que yo habría articulado como “actualmente único” si esa frase hubiera poseído algún significado o relevancia. En ese momento, como digo, estaba exaltado con la convicción de que un gran objetivo había sido logrado; y eso porque por primera vez un cadáver reanimado había articulado palabras claras empujado por razones reales. Al momento siguiente no cabía duda acerca del triunfo; sin duda alguna de que la solución había logrado en verdad, al menos temporalmente, su tarea de restituir la vida racional y articulada de la muerte. Pero en ese triunfo retornaba a mi el más grande de todos los horrores – no el horror de la cosa que habla, sino del acto que había presenciado y del hombre a quién mi suerte profesional estaba unida.

Porque ese cuerpo muy fresco, a fin de cuentas contorsionado en completa y aterrorizada conciencia con ojos distendidos en el recuerdo de su última escena sobre la tierra, catapultadas sus frenéticas manos en una lucha de vida y muerte con el aire, y de pronto colapsado dentro de una segunda y decisiva disolución de la cuál podría no volver, llorando a gritos de tal manera que sonarán eternamente en mi cerebro dolido:
“¡Ayuda!. ¡Aléjate, maldito demonio de cabeza pequeña – manten esa condenada aguja lejos de mi!”.

V

El horror de las tinieblas


Muchos hombres han relatado cosas horrendas, no mencionadas en impresión, la cuáles ocurrieron en los campos de batalla de la Gran Guerra. Algunas de estas cosas me han hecho desfallecer, otras me han convulsionado con nausea devastadora, mientras otras me han hecho estremecer y mirar tras de mi en la oscuridad; sin embargo a despecho de la peor de ellas creo que puedo narrar yo mismo la cosa más horrible de todas - el estremecedor, antinatural, e inaudito horror desde las sombras.

En 1915 yo era médico con el rango de Teniente en un regimiento canadiense en Flandes, uno de los muchos americanos que precedieron al gobierno mismo en la gigantesca lucha. No había entrado en el ejército por iniciativa propia, sino más bien como resultado natural del alistamiento de los hombres de quienes yo era ayudante indispensable – el celebrado especialista quirúrgico de Boston, Dr. Herbert West. El Dr. West había estado deseoso de una oportunidad para servir como cirujano en una gran guerra, y cuando llegó la oportunidad, me llevó con él poco menos que contra mi voluntad. Había razonas por las que yo habría estado contento si la guerra nos hubiese separado; razones por las que encontré la práctica de la medicina y la compañía de West más y más irritantes; pero cuando se fue a Ottawa y obtuvo, a través de la influencia de colegas, una comisión médica como sargento mayor, no pude resistir la imperiosas persuasión de su determinación de que le acompañase en mi aptitud acostumbrada.

Cuando digo que el Dr. West estaba ávido de servir en combate, no es mi intención sugerir que fuera naturalmente belicoso o preocupado por la seguridad de la civilización. Desde siempre una máquina intelectual helada; menospreciado, rubio, ojos azules y con gafas; creo que secretamente se burlaba de mi ocasional entusiasmo marcial y condena de neutralidad indolente. Había, sin embargo, algo que el deseaba en el bastillado de Flandes; y con el propósito de obtenerlo, había tenido que asumir un exterior militar. Lo que deseaba no era una cosa como muchas personas desea, sino algo relacionado con el ramo peculiar de la ciencia médica que él había elegido seguir en total clandestinidad, y en la cuál había conseguido asombrosos y, ocasionalmente, horrorosos resultados. Era, ni más ni menos, que un suministro abundante de hombres recién asesinados en todas las etapas de desmembramiento.

Herbert West necesitaba cuerpos porque su trabajo de toda la vida era la reanimación de los muertos. Este trabajo no era conocido por la clientela bien vestida que había construido rápidamente su fama después de su llegada a Boston; sino que solo era bien conocido por mi, que había sido buen amigo suyo y único ayudante desde los viejos días de la Escuela Médica de la Universidad de Miskatonic, en Arkham. Fue en aquellos días de universidad que había empezado sus terribles experimentos, primero sobre pequeños animales y luego sobre cuerpos humanos obtenidos de manera chocante. Había una solución que inyectaba en las venas de las cosas muertas, y si estaban bastante frescas, respondía de formas extrañas. Había tenido muchas dificultades para descubrir la fórmula correcta, para cada tipo de organismo que encontraba necesitaba un estímulo especialmente adaptado a él. El terror le acechaba cuando meditaba sobre sus fallos parciales; cosas innombrables resultado de soluciones imperfectas o de cuerpos poco frescos. Un cierto número de estos fallos habían sobrevivido – uno estaba en el asilo mientras otros habían desaparecido – y como todavía se acordaba de los hechos imposibles virtualmente concebibles, a menudo temblaba bajo su apatía habitual.

West pronto había aprendido que la frescura absoluta era el primer requisito para los especimenes útiles, y en consecuencia había recurrido a los espantosos y antinaturales expedientes en cuerpos robados. En la universidad, y durante nuestra primera práctica juntos en la ciudad industrial de Bolton, mi postura hacia él había sido mayormente de admiración fascinada; pero como su audacia en los métodos creció, empecé a desarrollar un miedo atormentado. No me gustaba la forma que miraba los saludables cuerpos vivientes; y entonces se originó una sesión de pesadilla en el laboratorio del sótano cuando me enteré de que cierto espécimen había sido un cuerpo vivo cuando lo obtuvo. Esa fue la primera vez en toda su vida que estuvo capacitado para revivir la cualidad del pensamiento racional en un cadáver; y su éxito, obtenido a costa de un precio odioso, le habían curtido completamente.

De sus métodos en los cinco años intermedios no me atrevo a hablar. Me había mantenido junto a él por la pura fuerza del miedo, y por ser testigo de una visiones que ninguna lengua humana podría repetir. Gradualmente, llegué a encontrar al propio Herbert West más horrible que cualquier cosa que hiciese – eso fue cuando caí en la cuenta de que su antiguamente normal celo científico por prolongar la vida había degenerado sutilmente en pura curiosidad morbosa y macabra y una secreta percepción pintoresquista de la morgue. Su interés se convirtió en una adicción diabólica y perversa hacia lo repelente y endiabladamente anómalo; se regodeaba tranquilamente en monstruosidades artificiales las cuáles harían morir al hombre más saludable de espanto y repugnancia; se convirtió, detrás de su desvaída intelectualidad, en un Baudelaire majadero de experimentos médico – un Heliogábalo lánguido de las tumbas.

Encontró peligros sin temor; cometió crímenes impasible. Creo que el clímax llegó cuando hubo demostrado que tenía razón en que la vida racional puede ser restaurada, y había postulado nuevos mundos para conquistar experimentando sobre la reanimación de partes desprendidas de los cuerpos. Tenía ideas salvajes y originales sobre las propiedades vitales autónomas de las células orgánicas y del tejido nervioso separados de los sistemas fisiológicos naturales; y logró algunos horribles resultados preliminares en la forma de no muertos, obtuvo tejido artificialmente nutrido de los huevos apenas incubados de un reptil tropical indescriptible. Estaba en extremo ansioso por establecer dos puntos biológicos – primero, si es posible cualquier cantidad de conciencia y acción racional sin el cerebro, procedente de la médula espinal y diversos centros nerviosos; y segundo, si alguna clase de relación etérea e intangibles distinta de las células materiales puede existir interrelacionada con las partes quirúrgicamente separadas de lo que previamente ha sido un simple organismo viviente. Todo este trabajo de investigación requería un suministro prodigioso de carne humana recientemente sacrificada – y por eso era por lo que West había entrado en la Gran Guerra.

La cosa espectral e inmencionable ocurrió una media noche en Marzo de 1915, en un hospital de campaña detrás de las líneas de St. Eloi. Incluso ahora me maravilla si podría haber sido otra cosa que un sueño demoníaco de delirio. West tenía un laboratorio privado en una habitación del este del establo como edificio provisional, asignándoselo frente a sus peticiones de los métodos nuevos y radicales que estaba proyectando para el tratamiento de los, hasta ahora, casos de mutilaciones sin esperanza. Allí trabajaba como un carnicero en medio de su loza ensangrentada – nunca me acostumbré a la ligereza con la cual manejaba y clasificaba ciertas cosas. A veces, realmente ejecutaba prodigios de cirugía para los soldados; pero su capitán era de la clase menos pública y filantrópica, exigiendo muchas explicaciones de los sonidos que le parecían peculiares aun incluso en medio de esa babel de los condenados. Entre estos sonidos eran frecuentes los disparos de revolver – a buen seguro nada raros en un campo de batalla, pero claramente atípicos en un hospital. Eran los especimenes reanimados del Dr. West no significativos para una existencia larga o una gran audiencia. Además de tejido humano, West utilizaba mucho tejido de embriones de reptiles que había desarrollado con resultados singulares. Era mejor que el material humano para el mantenimiento de la vida en fragmentos orgánicos, y esa era ahora la actividad de mi amigo capitán. En una esquina oscura del laboratorio, encima de un original incubador, mantenía una gran tina cubierta llena de esta materia celular de reptil; la cual se multiplicaba y crecía susceptible y odiosamente.

En la noche sobre la que hablo, tenía un nuevo espécimen espléndido – un hombre antes físicamente poderoso y de una capacidad mental tan alta que el sistema nervioso estaba asegurado. Era bastante irónico, porque era el oficial que había ayudado a West en su designación, y que ahora era nuestro compañero. Además, en el pasado había estudiado secretamente la teoría de la reanimación en cierta medida mediante West. El mayor Sir Eric moreland Clapham-Lee, D.S.O., era el mejor cirujano de nuestra división, y había sido asignado precipitadamente al sector de St. Eloi cuando las noticias de duras luchas llegaron al cuartel general. Había llegado en un aeroplano pilotado por el intrépido lugarteniente. Ronald Hill, único en el momento de bajar directamente sobre su destino. La caída había sido espectacular y terrible; Hill estaba irreconocible después, la caída casi decapitó al gran cirujano, pero aparte de eso, tenía la condición intacta. West había cogido codiciosamente la cosa exánime que una vez había sido su amigo y compañero de estudios; me estremecí cuando finalmente terminó de cortar la cabeza, colocándola en su tina infernal de tejido de reptil pulposo para conservarla para experimentos futuros, y procediendo a tratar el cuerpo decapitado sobre la mesa de operaciones. Inyectó sangre nueva, uniendo ciertas venas, arterias y nervios en el cuello degollado, y cerró la espantosa abertura con injertos de piel de un espécimen anónimo que había llevado un uniforme de oficial. Sabía lo que quería – ver si este cuerpo altamente preparado podría exhibir, sin cabeza, alguno de los signos de vida mental que habían distinguido a Sir Eric Moreland Clapham-Lee. Antiguamente estudiante de reanimación, este silencioso tronco era ahora espantosamente invitado a ejemplificarla.

Todavía puedo ver a Herbert West como inyectaba bajo la siniestra luz eléctrica su solución reanimadora en el brazo del cuerpo degollado. No puedo describir la escena – me desmayaría si lo intento, a causa de que allí esta la locura, en una habitación llena de cosas muertas clasificadas, con sangre y pequeños restos humanos sobre el suelo fangoso, y con odiosas anormalidades de reptiles germinando, burbujeando, y cociendo sobre el parpadeante espectro verde azulado de la escasa luz en una alejada esquina de sombras negras.


El espécimen, como West observaba a menudo, tenía un sistema nervioso espléndido. Se esperaba mucho de él; y como unos cuantos movimientos crispados comenzaron a aparecer, pude ver el febril interés en la cara de West. Estaba listo, creo, para ver la confirmación de su criterio, cada vez más fuerte, de que la conciencia, razón, y personalidad pueden existir independientemente del cerebro – que el hombre no tiene un centro espiritual, sino que es solamente un máquina de materia nerviosa, cada sección más o menos completa en si misma. En una demostración triunfal, West estuvo por relegar el misterio de la vida a la categoría de mito. El cuerpo se crispaba ahora más enérgicamente, y bajo nuestro ojos ávidos comenzó a levantarse de forma espeluznante. Moviendo los brazos intranquilamente, fuera las piernas, y varios músculos contraídos en una especie de contorsión repulsiva. Entonces la cosa degollada estiró sus brazos en una ademán que inequívocamente era de desesperación – una desesperación inteligente aparentemente suficiente para probar cada hipótesis de Herbert West. Ciertamente, los nervios estaban recordando los últimos actos de la vida del hombre; la lucha para lograr librarse de la caída del aeroplano.

Lo que siguió, no lo sabré nunca con seguridad. Puede haber sido todo una alucinación por la conmoción causada en ese instante por la súbita y completa destrucción del edificio en un cataclísmico bombardeo alemán - ¿Quién puede negarlo, ya que West y yo somos los únicos supervivientes?. A West le gustaba pensar eso antes de su reciente desaparición, aunque había veces que no podía; porque era extraño que ambos tuviésemos las misma alucinación. El terrible acontecimiento por sí mismo fue muy sencillo, notorio simplemente por lo que implicaba.

El cuerpo de la mesa se había levantando con un rastreo ciego y terrible, y había escuchado un sonido. No puedo llamar a ese sonido voz, porque era demasiado horrible. Y con todo su tono no era la cosa más horrible de alrededor. No tenía mensaje – solamente chillaba, “¡Salta, Ronald, por amor de Dios, salta!”. Procedía de la cosa horrible.

Porque había llegado de la gran tina cubierta en la macabra esquina de reptantes sombras negras.

VI

Los ejércitos de la tumba

Cuando el Sr. Herbert West desapareció hace un año, la policía de Boston me interrogó con detalle. Sospechaban que estaba escondiendo algo, y quizá sospechaban cosas graves; pero no podía contarles la verdad porque no podrían creerlo. Sabían, por supuesto, que West había estado conectado con actividades más allá de la creencia de los hombres corrientes; porque habría sido demasiado calificar como secreto perfecto sus horribles experimentos en la reanimación de cuerpos muertos; pero el desastre final contenía elementos de fantasía demoníaca que incluso me hacen dudar de la realidad de lo que ví.

Yo era buen amigo de West y su único ayudante confidencial. Nos habíamos encontrado unos años antes, en la escuela médica, y desde la primera vez había compartido sus terribles investigaciones. Poco a poco había intentado perfeccionar una solución que, inyectada en las venas de un recién fallecido, restauraría la vida; una labor que demandaba una abundancia de cadáveres frescos y, por consiguiente, que involucraba las acciones más antinaturales. Todavía más chocantes eran los productos de algunos de esos experimentos – horrorosas masas de carne que habían estado muertas, pero que West despertó a una ciega, estúpida y nauseabunda animación. Esos fueron los resultados corrientes, porque, con objeto de volver a despertar la mente, era necesario tener especimenes tan absolutamente frescos que ninguna descomposición afectase tal vez a las delicadas células cerebrales.

Esta necesidad de cadáveres muy frescos, había hecho cancelar la moral de West. Eran difíciles de conseguir, y un terrible día él había conseguido su espécimen mientras todavía estaba vivo y vigoroso. Una lucha, una aguja, y un poderoso alcaloide lo habían transformado en un cadáver muy fresco, y el experimento había tenido éxito por un breve y memorable momento; salvo que West había emergido con el alma insensible y quemada, y ojos endurecidos que algunas veces atisbaban con una especie de evaluación calculadora y odiosa de hombre de cerebro especialmente perceptivo y constitución especialmente vigoroso. Hacia el final llegué a sentir un intenso miedo de West, porque comenzó a mirarme de esa manera. La gente no parecía advertir sus miradas, pero advertían mi miedo; y después de su desaparición, usado como base para unas absurdas sospechas.

West, en realidad, estaba más asustado que yo; porque sus búsquedas abominables entrañaban una vida de furtivismo y miedo de cada sombra. En parte, temía a la policía, pero algunas veces su nerviosismo era más profundo y confuso, recordando ciertas cosas indescriptibles a las cuáles había inyectado una vida morbosa, y de las cuales no había visto morir esa vida. Normalmente terminaba sus experimentos con un revolver, pero algunas veces no había sido bastante rápido. Estaba aquél primer espécimen sobre cuya tumba desvalijada fueron vistas después marcas de arañazos. También estaba el cuerpo del profesor de Arkham que había hecho cosas caníbales antes de ser capturado y llevado sin identificar a una celda de la casa de locos de Sefton, donde se golpea contra los muros desde hace dieciséis años. La mayor parte del resto de resultados superviviente son cosas menos sencillas de las que hablar – porque en los últimos años, el celo científico de West había degenerado en una manía enfermiza y fantástica, y había consumido su mayor habilidad en vitalizar no cuerpos humanos enteros sino partes aisladas de cuerpos, o partes unidas a otra materia orgánica que humana. Se encontraba endiabladamente disgustado por el tiempo de su desaparición; muchos de los experimentos no podían ser insinuados en la prensa. La Gran Guerra, a través de la cuál ambos servimos como cirujanos, había intensificado este aspecto de West.

Hay que decir que ese miedo de West a sus especimenes era nebuloso, especialmente tengo en mente su naturaleza compleja. Parte de ello viene simplemente del conocimiento de la existencia de tales monstruos anónimos, mientras otra parte proviene del temor de los daños en el cuerpo que, bajo ciertas circunstancias, él le hizo. Su desaparición añadió horror a la situación – de todos ellos, West solo conocía el paradero de uno, las lastimosa cosa del asilo. Además había un miedo más sutil – una sensación muy fantástica resultado de un curioso experimento de la armada canadiense en 1915. West, en medio de una intensa batalla, había reanimado al mayor Sir Eric Moreland Clapham-Lee, D.S.O., un médico colega que conocía sobre sus experimentos y los podía haber reproducido. La cabeza había sido quitada, así que las posibilidades de vida cuasi-inteligente en el tronco podrían ser investigadas. Justo cuando el edificio fue destruido por una bomba alemana, había sido un éxito. El tronco se había movido inteligentemente; e, increíble de contar, estuvimos repugnantemente seguros que los sonidos articulados habían llegado de la cabeza separada que yacía en una esquina oscura del laboratorio. La bomba había sido clemente, en cierto modo – pero West nunca podría sentirse tan seguro como deseaba, de que los dos fuéramos los únicos supervivientes. Acostumbraba hacer estremecedoras conjeturas acerca de las posibles acciones de un médico decapitado con el poder de la reanimación de la muerte.

En el ultimo trimestre, West estaba en una casa venerable de gran elegancia, por encima del cementerio más viejo de Boston. Había elegido el lugar por puro simbolismo y por razones estéticas, puesto que la mayoría de los enterramientos eran del período colonial y por consiguiente, de escaso uso para un científico buscador de cuerpos muy frescos. El laboratorio era un semisótano construido en secreto por trabajadores traídos de fuera, y contenía un enorme incinerador para la silenciosa y total eliminación de tales cuerpos, o fragmentos y trozos sintéticos de cuerpos, como restos permanentes de los experimentos morbosos y pasatiempos no consagrados del dueño. Durante la excavación de éste sótano, los trabajadores habían golpeado excesivamente la mampostería antigua; indudablemente conectaba con el viejo cementerio, aunque muy lejos para corresponderse con cualquier sepulcro conocido en ese lugar. Después de un cierto número de cálculos, West decidió que parecía una cámara secreta bajo la tumba de los Averills, donde el último entierro había sido realizado en 1768. Estaba con él cuando analizó el salitral, puso al descubierto los muros chorreantes con las palas y piquetas de los hombres, y fue acondicionado para el macabro transporte que concurriría en el descubrimiento de centenarias tumbas secretas; aunque por primera vez la nueva timidez de West redujo su curiosidad natural, y traicionó su fibra degenerativa ordenando dejar intacta la masonería y enyesar encima. De esta manera permaneció hasta la última noche infernal; como parte de los muros del laboratorio secreto. Hablo del deterioro de West, pero debería añadir que era una cosa puramente mental e intangible. Exteriormente era el mismo de siempre – tranquilo, frío, descuidado, de pelo rubio, con ojos azules con gafas, y aspecto general de joven al cuál los años y miedos parecía no cambiar nunca. Parecía tranquilo aún cuando pensaba en aquella tumba arañada y miraba por encima de su hombro; incluso cuando pensaba en la cosa carnívora que mordía y arañaba en las celdas de Sefton.

El fin de Herbert West comenzó un anochecer en nuestro estudio compartido cuando estaba distribuyendo su curiosa mirada entre el periódico y yo. Un detalle extraño en un titular le había atraído desde las páginas arrugadas, y una garra titánica anónima había parecido alcanzarle a través de dieciséis años. Algo terrible e increíble había ocurrido en el Asilo Sefton a cincuenta millas de distancia, conmocionando a la vecindad y desconcertando a la policía. En horas tempranas de la mañana un grupo de hombres silenciosos había entrado en los campos, y su líder había despertado a los asistentes. Era una figura militar amenazadora que hablaba sin mover los labios y cuya voz parecía poco menos que de ventrílocuo enchufado a un estuche negro inmenso que llevaba. Su cara inexpresiva era bien parecida hasta el punto de ser de una belleza radiante, pero había consternado al superintendente cuando la luz del vestíbulo incidió sobre ello – porque era una cara de cero con ojos pintados. Algún accidente desconocido le había ocurrido a este hombre. Un hombre grande guiaba sus pasos; un tipo repelente cuya cara azulada parecía medio corroída por algún mal desconocido. El orador había preguntado por la custodia del monstruo caníbal llegado de Arkham dieciséis años antes; y siendo rechazado, hizo una señal que precipitó un disturbio estremecedor. Los demonios habían golpeado, pisoteado y mordido a cada asistente que no había escapado; matando a cuatro y, finalmente, teniendo éxito en la liberación del monstruo. Aquellas víctimas que podían recordar el suceso sin histeria juraron que las criaturas habían actuado menos como hombres que como autómatas guiados por el líder enmascarado de cera. En el momento en que la ayuda fue convocada, cualquier asomo de los hombres y de su loca carga, había desaparecido.

Desde la hora de la lectura de este artículo hasta la media noche, West estuvo sentado casi paralizado. A media noche sonó el llamador sobresaltándole de miedo. Todos los criados estaban durmiendo en el ático, así que yo mismo contesté a la llamada. Como le he dicho a la policía, no había ningún coche en la calle, sino solamente un grupo de figuras extrañas llevando una gran caja cuadrada que depositaron en el vestíbulo después de que uno de ellos hubiera con una voz sumamente antinatural, “Correo urgente – pagado por adelantado”. Salieron de la casa con un andar espasmódico, y según les vi marchar tuve la singular idea de que viraban hacia el antiguo cementerio que lindaba con la parte de atrás de la casa. En el momento en que cerraba de un portazo tras ellos, West bajaba las escaleras y miraba la caja. Era alrededor de dos pies cuadrados, y llevaba el nombre preciso de West y la dirección actual. Y también llevaba la inscripción, “De Eric Moreland Clapham-Lee, St. Eloi, Flandes”. Seis años antes, en Flandes, un hospital bombardeado había caído sobre el tronco decapitado reanimado del Dr. Clapham-Lee, y sobre la cabeza separada – que quizá – había pronunciado sonidos articulados.

Ahora, West no estaba excitado. Su estado era más mortecino. Rápidamente dijo, “ Es el final de esto – aunque incinerémoslo”. Transportamos la cosa al laboratorio de abajo – escuchando. No recuerdo muchos detalles – puedes imaginar mi estado mental – aunque es una mentira depravada decir que era el cuerpo de Herbert West el que puse en el incinerador. Ambos metimos entera la caja de madera cerrada, cerramos la puerta, y pusimos en marcha la electricidad. Ningún sonido llegó de la caja, a fin de cuentas.

Fue West quién primero advirtió la argamasa caída de aquélla parte del muro donde la mampostería de la antigua tumba había sido cubierta. Iba a salir corriendo, pero me detuvo. Después vi un pequeño orificio negro, sentí un desagradable viento helado, y olfateé las entrañas de la morgue de tierra putrefacta. No había ruido, pero justo entonces las luces eléctricas se apagaron y vi bosquejada por alguna luminiscencia del infierno una horda de móviles cosas mudas que sólo la locura – o el mal – podría crear. Sus perfiles eran humanos, semihumanos, fraccionadamente humanos, y no humanos del todo – la horda era grotescamente heterogénea. Estaban quitando las piedras silenciosamente, una a una, del centenario muro. Y entonces, como la brecha era bastante grandes, entraron en el laboratorio en una fila; dirigidos por una cosa parlante con una bella cabeza hecha de cera. Una especie de monstruosidad de ojos dementes que seguía al líder se fijaba en Herbert West. West no se opuso ni pronunció ningún sonido. Entonces todos ellos saltaron hacia él y lo desgarraron en pedazos ante mis ojos, llevando los fragmentos hacia esa bóveda subterránea de atrocidades inverosímiles. La cabeza de West fue transportada por el líder enmascarado de cera, que llevaba puesto un uniforme de oficial canadiense. Según desaparecía, vi que esos ojos azules tras las gafas estaban llameando odiosamente con su primer toque visible de emoción desesperada.

Los criados me encontraron inconsciente por la mañana. West se había ido. El incinerador contenía cenizas difíciles de identificar. Los detectives me han interrogado, ¿pero que puedo decir?. No relacionarán la tragedia de Sefton con West; ni eso, ni al hombre con la caja, cuya existencia ellos niegan. Les conté lo de la bóveda, y apuntaron hacia el muro de yeso intacto y rieron. Así que no les dije más. Insinúan que soy un loco o un asesino – probablemente estoy loco. Pero podría no estar loco si esas malditas legiones de la tumba no hubiesen sido tan silenciosas.



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