LA TUMBA
Traducción de Jon Wakeman, Obras Completas 1, Andrómeda,
Buenos Aires, 1991.
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Al narrar las vicisitudes que han llevado a mi encierro en este hospicio para enfermos mentales, advierto que mi presente situación planteará una duda legítima sobre la veracidad de mi relato. Es realmente lamentable que la mayor parte de la gente tenga serias limitaciones en su comprensión del mundo de la mente, lo que les impide analizar con paciencia e inteligencia los fenómenos aislados, que solo experimenta y vive esa minoría de seres psicológicamente sensibles y, de hecho, distantes de las vivencias usuales y cotidianas. Los hombres de recursos intelectuales más ricos saben muy bien que no existe diferencia alguna entre lo real y lo irreal, que todas las cosas se nos presentan en su aspecto según los delicados medios físicos y mentales que nos permiten adquirir conciencia de ellas; sin embargo, el ramplón materialismo de la mayoría considera locura a los destellos de percepción que horadan el velo habitual que rodea al craso empirismo.
Mi nombre es Jervas Dudley y desde chico he sido un soñador y un visionario. Con medios económicos que me sustrajeron a las necesidades de una vida dedicada al comercio, y por temperamento inadecuado para los estudios formales y los entretenimientos sociales de la gente que me rodea, he habitado siempre en reinos alejados del mundo perceptible. Mi juventud transcurrió en la lectura de libros antiguos y escasamente conocidos, y vagabundeando por los campos y cañadones de la zona donde se levantaba mi hogar ancestral. Sé que lo que leí en aquellos libros y lo que vi en aquellos campos y cañadones no era lo mismo que otros muchachos leían y veían en los mismos sitios. Pero debo evitar referirme a estas diferencias, ya que detenerme detalladamente en ellas no haría más que alimentar los crueles comentarios sobre mi sensatez que muchas veces oigo musitar a quienes me rodean. Será suficiente con que narre los hechos sin intentar analizarlos.
Dije que habitaba al margen del mundo perceptible, pero no dije que vivía solo. No existe ser humano que pueda hacerlo, puesto que al no tener la amistad de los demás humanos, inexorablemente se sumerge en el círculo de los seres que ya no están vivos. Cerca de mi casa se extiende una peculiar hondonada poblada por una tortuosa vegetación; en sus semioscuras entrañas solía pasar la mayor parte del tiempo, leyendo, divagando, soñando. En sus laderas tapizadas de musgo aprendí los primeros pasos y en torno a sus arbustos caprichosamente retorcidos urdí mis primeras fantasías. Supe conocer a la perfección a cada una de las dríadas protectoras de aquellos árboles, a las que observaba danzar ferozmente bajo la luz de la luna.... pero todas estas cosas prefiero obviarlas ahora. Voy a dirigir mi atención únicamente al aislado sepulcro de los Hyde, escondido en lo más sombrío de la maraña boscosa. El último de los Hyde encontró lugar en su postrera morada unas cuantas décadas antes de que yo llegara a este mundo.
La cripta a la que hago referencia es de inveterado granito, pálido y desgastado por el agua y la bruma de los tiempos. Levantada en la pendiente de la colina, la edificación sólo puede verse en la misma entrada. La puerta de acceso está construida en base a un macizo bloque de piedra suspendido a unos viejos y desgastados goznes de hierro; ésta se abre mediante unas enormes cadenas poleas de manera siniestra, según una horrenda costumbre usada ya hace más de un siglo y medio.
El caserón donde en otros tiempos vivieron los Hyde, y cuyos restos descansan allí, coronó muchos años antes la pendiente que aloja el sepulcro, pero largo tiempo atrás cayó en manos de las llamas causadas por un rayo. Los pobladores de la región de vez en cuando murmuran sobre la tormenta nocturna que devastó salvajemente a la sombría mansión, refiriéndose a lo que ellos denominan "ira divina", de manera que en años posteriores intensificó vagamente la fuerte atracción que siempre había sentido por el enigmático sepulcro.
Únicamente un hombre había perdido la vida en el siniestro. Cuando fue sepultado entre las sombras y silencios de aquel sitio, la urna que alojaba sus restos fue traída de una distante comarca en la que se refugió la familia huyendo de las llamas que asediaron a la mansión.
Nadie había quedado para dejar delante del gran por tal de piedra un ramo de flores, y eran pocos aquellos que osaban enfrentarse a las abatidas sombras que parecían ejercer enigmáticas y lentas danzas en torno a las rocas castigadas por el agua.
Jamás borraré de mi mente la tarde en que por vez primera descubrí la casi escondida morada de la muerte. Esto tuvo lugar en el curso del verano, cuando la naturaleza con su mágico poder de transformación cambia el plateado color de la región en una animada y pareja masa verde; cuando los aromas delicadamente indescifrables de la tierra y la vegetación intoxican los sentidos. Dentro de estas circunstancias, la mente cambia su visión; el espacio y el tiempo se transforman en elementos triviales e irreales, mientras que los ecos de un olvidado pasado prehistórico aún persisten sobre la conciencia fascinada.
Durante todo el día me había entretenido en deambular por la mística vegetación del bosque, pensando en cosas que no puedo revelar y charlando con seres cuyo nombre debo evitar. A pesar de mis escasos diez años, había vivido y oído muchas maravillas que el resto de la gente desconocía. Puedo decir que en cierto sentido yo era extraordinariamente viejo. Cuando, luego de abrirme paso entre unos arbustos de flores rojas, descubrí inesperadamente la entrada de la cripta, en realidad ignoraba de qué se trataba. Los sombríos bloques de piedra, la puerta tan significativamente entreabierta y las figuras fúnebres encima del arco no suscitaron en mí idea alguna ligada a lo lúgubre o a lo terrible. Sobre tumbas y mausoleos conocía e imaginaba mucho, pero en virtud de mi particular temperamento me habían mantenido al margen de todo contacto personal con cementerios y camposantos. Por lo tanto, la extraña casa de piedra del bosque sólo tenía para mí interés en cuanto permitía que echara a volar la especulación. Su interior, frío y húmedo, tal como lo pude atisbar a través de la puerta entreabierta, no me producía idea alguna de muerte o descomposición. No obstante, en aquel momento de curiosidad surgió el desatinado ímpetu que me ha encadenado a este infierno., Animado por una voz que debía provenir de la misma alma del bosque, decidí entrar a la cripta pese a las sólidas cadenas que me cerraban el paso. Las últimas luces del día me descubrieron removiendo algo las cadenas oxidadas para así abrir un poco más la pesada puerta de piedra. Intenté escurrir mi delgado cuerpo por el espacio que había conseguido hacer, pero no lo logré. La simple curiosidad inicial se había transformado ahora en frenesí. Sin embargo fue inútil. Ya de noche emprendí el regreso a casa jurando a todos los dioses del bosque que algún día me abriría paso, costase lo que costase, hacia las sombrías y heladas profundidades que parecían llamarme. El doctor de barba gris que me visita todos los días en mi pieza le confió una vez a un visitante ocasional que aquella decisión fue la que desencadenó una lamentable monomanía. Pero al respecto, prefiero dejar que sean los lectores quienes se hagan su propio juicio una vez que se hayan enterado de todos los detalles.
Los meses siguientes al descubrimiento se consumieron en inútiles intentos de abrir un poco más la puerta de la cripta y en pacientes y secretos estudios para determinar la naturaleza y la historia de aquella construcción. Los habitualmente aguzados oídos del niño que era por entonces me permitieron enterarme de muchas cosas, aunque mi no menos proverbial reserva me inclinó a no hablar con nadie de mi descubrimiento ni de mi decisión. Quizá corresponda señalar que no me sorprendieron ni asustaron en absoluto los datos que fui conociendo sobre la naturaleza de la cripta. Mis particulares ideas acerca de la vida y la muerte me habían llevado a asociar de un modo indeterminado la fría arcilla con el cuerpo palpitante. Por eso albergaba la sensación de que la siniestra y vasta familia que había morado en la mansión incendiada de algún modo se hallaba aún dentro de la estructura de piedra que me había propuesto investigar. Los relatos, siempre a media voz, que había escuchado sobre los extraños ritos que se solían practicar en la mansión no hicieron más que acrecentar mi interés por la cripta, frente a cuya puerta me sentaba durante largas horas. Una vez introduje una vela encendida a través del espacio expedito, pero no pude ver nada más que el comienzo de un tramo de peldaños húmedos que se perdían en las profundidades. El olor del lugar me producía, al mismo tiempo, repulsión y fascinación. Me quedaba la sensación de que en un pasado muy remoto, vencedor de cualquier recuerdo, ya había percibido aquel extraño aroma, más allá incluso del tiempo en que comencé a poseer mi actual cuerpo.
Al cabo de un año de mi descubrimiento sepulcral, me encontré con una apolillada traducción de las Vidas de Plutarco en el desván lleno de libros que había en mi casa. Al leer la vida de Teseo, me impresionó mucho aquel fragmento donde habla de la gran piedra debajo de la que el joven héroe encontraría las claves de su destino si conseguía la fuerza necesaria para levantar el monumental peso. La leyenda me sirvió para mitigar mi afanosa impaciencia por entrar en la cripta, puesto que me permitió entender que mi momento aún no había llegado. Me convencí de que con el correr del tiempo lograría la fuerza y la habilidad necesarias como para abrir con facilidad la imponente puerta. Y, hasta ese entonces, lo más razonable era resignarme a lo que parecía ser el designio del destino. En consecuencia, mis visitas a la cripta se tornaron menos prolongadas, por lo que dedicaba la mayor parte de mi tiempo a otras actividades consideradas igualmente raras. Algunas noches solía levantarme silenciosamente y escabullirme a cementerios cuya frecuentación mis padres me habían prohibido. No puedo revelar lo que allí hacía, puesto que ahora vacilo acerca de la realidad de ciertas cosas; pero sí puedo referir que al día siguiente a aquellas incursiones nocturnas, causaba el asombro de quienes me escuchaban con mi conocimiento de cuestiones casi olvidadas durante muchas generaciones. Después de una de aquellas experiencias nocturnas impresioné mucho a mis conocidos con una extraña fantasía sobre el entierro del rico y famoso squire Brewster, que había fallecido en 1711, cuya lápida grabada con un cráneo y dos tibias cruzadas comenzaba a desintegrarse lentamente. Presa de un rapto de fantasía infantil sostuve no solo que el propietario de la funeraria, Goodman Simpson, había sustraído los zapatos con hebillas de plata pertenecientes al difunto sino también su vestido de raso, todo ello poco antes del entierro. No solo eso: también afirmé que el squire, animado por todo el impulso de la vida, había dado dos vueltas sobre sí mismo en el interior del ataúd soterrado al día siguiente al de su entierro oficial.
No obstante, la idea de ingresar a aquella tumba no se apartaba de mi mente. Me estimuló el inesperado descubrimiento genealógico de que mis propios antepasados por rama materna habían estado emparentados lejanamente con la que se suponía extinguida familia de los Hyde. Según esos casuales hallazgos, yo venía a ser el último de aquella línea antigua y misteriosa. Comencé a creer que la tumba era mía y a pensar con desenfreno en el momento en que pudiera franquear aquella puerta de piedra y a recorrer aquellos resbaladizos peldaños que se hundían en la oscuridad. Desarrollé el hábito de escuchar atentamente, con la cabeza pegada al semiabierto portal, siempre en mis preferidas horas nocturnas para esa práctica. Allí, extendido sobre el suelo cubierto de musgo, desgrané muchas horas ocupado en pensamientos y sueños ciertamente extraños.
La noche en la que ocurrió la primera revelación hacía un calor sofocante. Me sentía muy cansado y probablemente debí haberme dormido, puesto que oí las voces en medio de ese estado típico del despertar. No me atrevo a hablar de los acentos y tonos que tenían las voces. Tampoco quiero hablar de sus particularidades, aunque sí, puedo decir que tenían algunas diferencias extrañas en materia de vocabulario, pronunciación y silabeo. En aquel coloquio tan especial parecían coexistir todos los matices idiomáticos de Nueva Inglaterra, desde el dialecto austero de los colonos puritanos hasta la típica retórica de hace unos cincuenta años. Sin embargo, sólo más tarde pude advertir este hecho. En el momento mi atención fue absorbida por otro fenómeno, algo tan fugaz que hoy no podría sostener su existencia bajo juramento. Al despertar, me pareció percibir una luz que era apagada con prisa. dentro del sepulcro. No quiero decir que el fenómeno me asombró o que me asustó, sino que aquella noche experimenté una intensa e irreversible transformación. Al regresar a casa me dirigí raudamente al desván, abrí un destartalado cofre y de él extraje una llave que al día siguiente me permitiría abrir el cerrojo que trababa la cadena que franqueaba la puerta de la cripta.
Cuando caían las primeras sombras de la noche entré por primera vez a la tumba. El corazón parecía querer escapar de mi pecho. Cerré la puerta tras de mí y bajé por los húmedos peldaños alumbrado por la luz de una vela que había tenido la prevención de llevar. El camino me parecía conocido y pese a que la vela chisporroteaba constantemente debido a la impureza de la atmósfera del lugar, me sentía extrañamente como en mi casa en el viciado ambiente de la cripta. A mi alrededor veía numerosas losas de mármol que defendían ataúdes o restos de ataúdes. Algunos estaban cerrados y enteros, pero otros se habían pulverizado, dejando las agarraderas de plata sobre el piso flanqueadas por curiosos montoncitos de polvo
blanquecino. Sobre una placa, igualmente de plata, leí el nombre de sir Geoffrey Hyde, establecido en Sussex en 1640, y fallecido unos años después. En un amplio nicho se veía un ataúd vacío y en muy buen estado, sobre el que se leía un nombre que me produjo simultáneamente una sonrisa y un estremecimiento. Siguiendo un extraño impulso, soplé la vela, apagué la luz y me acosté dentro del ataúd vacío.
Cuando la sucia luz del amanecer comenzaba a aparecer, salí de la cripta y cerré la puerta tras de mí. Había dejado de ser un joven, por más que mi cuerpo sólo había conocido veintiún inviernos. Los campesinos madrugadores con los que me encontré al regresar a casa, me miraron de un modo extraño, quizás asombrados por aquella evidencia de noctambulismo en alguien a quien se sabía sombrío y solitario. No me encontré con mis padres sino después de un reparador y prolongado sueño.
Luego de aquella primera experiencia, no dejé de visitar la tumba ninguna noche, ni de ver, oír y hacer cosas que me está vedado recordar. Mi lenguaje, siempre tan susceptible a la influencia de los nuevos ambientes, fue el primer revelador de los cambios que estaban ocurriendo. Un súbito arcaísmo en mi modo de hablar fue rápidamente advertido por quienes me rodeaban. Luego mi conducta se volvió atrevida y turbulenta, hasta que paulatinamente fue adquiriendo los modos de un hombre de mundo, pese a que toda mi vida la había pasado en lo que podríamos llamar un cierto enclaustramiento. Empecé a hablar con volubilidad, con el encanto de un Chesterfield o la mordacidad de un Rochester. Las guardas de mis libros se cubrieron de epigramas que me surgían con gran facilidad y que parecían los de Gay y Prior. Cierta mañana, durante el desayuno, estuve a punto de producir un gran escándalo al recitar con tono más que notoriamente alcohólico unos versos báquicos que palabra más, palabra menos, decían así:
Venid, amigos, con vuestros vasos de cerveza,
Y brindemos por este momento antes de que huya;
Atiborrad vuestros estómagos con una montaña de carne,
Que solo el beber y el comer nos procurarán alivio:
Llenad los vasos,
Que la vida pronto se irá.
Cuando estéis en el ataúd no podréis brindar
por vuestro rey ni por vuestra mujer!
Anacreonte, según dicen, tenía la nariz colora
Pero, ¿qué importa una nariz colorada cuando se es feliz?
Prefiero ser colorado mientras vivo,
Que blanco como un lirio...
Betty, amiga mía,
Ven a besarme.
¡En el infierno no encontraré hija de posadero como ésta!
Fue en esa misma época que comencé a desarrollar mi actual temor al fuego y a las tormentas. Hasta entonces no inspiraban en mí absolutamente nada, pero a partir de esos momentos me inspiraban un horror que no puedo describir, tanto que cuando veía encapotarse el cielo corría a refugiarme en los sitios más recónditos de la casa. Uno de mis escondites preferidos durante el día era la destruida bodega de la mansión incendiada y mi fantasía me permitía reconstruir la estructura tal como había sido en el momento de su inauguración. Una vez provoqué el asombro de un campesino al llevarlo discretamente hasta un sótano que se encontraba debajo de la bodega, de cuya existencia yo estaba al tanto pese a que había permanecido ignorado por muchas generaciones.
Finalmente llegó lo que tanto temía. Francamente alarmados por los modales y cambios advertidos en su hijo único, mis padres se entregaron a un disimulado espionaje de mis movimientos y andanzas, con lo que mi nueva vida corría el riesgo de acabar en desastre. No había comentado con nadie mis visitas a la tumba; con un celo religioso había guardado ese secreto desde el comienzo. Pero ahora estaba obligado a tomar precauciones para escapar al peligro de perseguidores e intrusos. La llave de la cripta permanecía invariablemente colgada a mi cuello y jamás sacaba del sepulcro ninguna de las muchas cosas que encontraba en su interior.
Un amanecer, al retirarme de la, tumba y mientras cerraba la puerta sin demasiada convicción, descubrí entre los arbustos el repulsivo rostro de alguien que espiaba. Esto significaba que estaba cerca del fin, puesto que el motivo de mis escapadas nocturnas acababa de descubrirse. El hombre no intentó acercarse, de manera que me encaminé con rapidez a mi casa para tratar de neutralizar lo que el espía pudiera llegar a decir a mi ya preocupado padre. ¿Acaso había llegado la hora de que el mundo se enterara de mis incursiones allende la maciza puerta de piedra? Por esto, se podrá comprender mi asombro cuando oí al espía informar a mi padre, en un cuchicheo discernible desde mi puesto de observación, que yo había pasado la noche a la intemperie, delante de la cripta. ¿Cómo era posible entender el error de percepción de aquel hombre? No tuve más remedio que convencerme de que alguna fuerza sobrenatural me estaba protegiendo. La idea me produjo tranquilidad, por lo que comencé a desatender las precauciones, ya que confiaba en que nadie podría llegar a ser testigo de mis ingresos a la cripta. Por una semana me entregué al gozo pleno de aquella convivencia que me está vedado revelar. Luego ocurrió eso y me vi confinado a este intolerable antro de tristeza y hastío.
Esa noche no debí haber salido, puesto que el cielo estaba cubierto y una terrible fosforescencia se levantaba del pantano situado más allá del bosque. La voz de los muertos también resonaba de modo distinto. A mi vez, en lugar de sentir la atracción de la cripta, esa noche me encaminé hacia las ruinas de la mansión incendiada. De pronto, ante mis ojos se presentó algo que había esperado desde siempre, aunque de manera no totalmente consciente. La mansión, aniquilada un siglo antes por el fuego, volvía a levantarse en toda su gloria, con todas sus ventanas iluminadas por la luz de las velas. Por el cuidado camino que desembocaba en el gran portal de la mansión desfilaban los lujosos carruajes de la más encumbrada aristocracia bostoniana. También era transitado a pie por los habitantes de las mansiones cercanas. Me uní a estos últimos, pese a que sabía que mi lugar era el de anfitrión antes que el de huésped. En el salón principal se oía música, risas y conversaciones; todas las manos sostenían copas con ricos vinos. Varios rostros me resultaron conocidos, aunque el reconocimiento habría sido mejor si no lo hubiese dificultado el trabajo que en ellos había realizado la muerte y la descomposición. En medio de una muchedumbre increíble e inquieta, yo resultaba el más increíble y el más solitario.
De pronto la mansión se sacudió hasta los cimientos: un rayo la había alcanzado de pleno. Rápidamente rojas llamaradas fueron envolviendo las paredes mientras los invitados, presa del pavor, se diseminaban corriendo en el corazón de la noche. Quedé solo, atado a mi asiento por un creciente terror que hasta ese momento había ignorado. A continuación un segundo terror hizo presa de mi alma. Convertido en cenizas por la acción del fuego, mi pobre cuerpo sería dispersado a los cuatro vientos y nunca podría descansar en la tumba de los Hyde. ¿Acaso no había un ataúd preparado para mí? ¿No me asistía el derecho a descansar por toda la eternidad junto a los descendientes de sir Geoffrey Hyde? Sí. Reclamaría mi derecho a la muerte aunque mi alma debiera vagar durante siglos en pos de otro traje corporal que la representara en aquel ataúd vacío en las entrañas de la cripta. Jervas Hyde no tendría el mismo desdichado destino de Palinurus.
En tanto el fantasma de la casa devorada por las llamas se iba desvaneciendo, me sentí gritando y luchando denodadamente contra dos hombres, uno de los cuales era el espía que me había descubierto en la tumba. La lluvia se había desatado con furia y los relámpagos iluminaban constantemente el sur. Con el rostro contraído por la angustia, mi padre no se separaba de mi lado en tanto yo no dejaba de pedir a los gritos que me enterraran en la tumba y que me trataran con la mayor amabilidad posible.
Al otro día de aquel episodio me confinaron en esta habitación de ventanas enrejadas. No obstante, he estado al tanto de ciertas cosas gracias a un viejo criado, de pocas entendederas, hacia el cual yo había experimentado un profundo afecto desde la más temprana infancia y, que como yo, comparte el gusto por los cementerios. Lo poco que me he atrevido a referir de mis experiencias en el interior de la cripta sólo me ha granjeado sonrisas compasivas. En sus frecuentes visitas, mi padre me dice que en realidad nunca llegué a trasponer la sólida puerta de la cripta y jura que examinó la cadena que sostiene la piedra y que no ha sido tocada por los menos en cincuenta años. También dice que incluso todos los habitantes de la aldea estaban al tanto de mis visitas a la tumba y que solían vigilarme mientras dormía con la cabeza junto a la abertura y los ojos semicerrados fijos en la grieta que permite ver el interior.
No puedo oponer ninguna prueba irrefutable a tales afirmaciones, puesto que la llave del candado se extravió en medio de la lucha que sostuve la noche que he referido. En lo que tiene que ver con las extrañas cosas del pasado que incorporé en el transcurso de las reuniones nocturnas con los muertos, mi padre insiste en atribuirlas a mi incansable e indisciplinada frecuentación de los antiguos libros que había en la casa. Me parece que de no ser por el viejo criado Hiram, en estos momentos me habrían convencido totalmente de mi locura.
Pero el fiel Hiram en ningún momento dejó de creer en cuanto yo decía. Más aún: hizo algo, realizó algo que me obliga a dar conocimiento público por lo menos una parte de mi historia. Hace una semana, Hiram consiguió forzar el candado que aseguraba la cadena del portal siempre entreabierto y bajó provisto de una linterna a las húmedas entrañas de la cripta. En uno de los nichos encontró un viejo ataúd vacío; en su placa de plata leyó un solo nombre: Jervas.
He conseguido arrancar la promesa de que cuando muera seré enterrado en aquel ataúd y en aquella cripta.