EL BLASFEMO ESPANTO DE PROVIDENCE
SUEÑO EN R'LYEH © Jorge R. Ogdon (a) Dogon
© DOGON [*]
A más de cuatro semanas de ocurridos aquellos estremecedores sucesos, que tantas especulaciones y tinta inútil hicieron correr en los periódicos, es tiempo de que alguien abra la Caja de Pandora y diga las cosas como realmente fueron. Porque ni Matthew ni yo estábamos locos, y si él halló entonces su trágico final, ahora el mío no está muy lejano. Alguien debe contar la verdad, y yo soy el único y último testigo del blasfemo espanto de Providence.Todo comenzó cuando Matthew vino una tarde a mi casa para invitarme a pasar con él unos días de ocio recorriendo Nueva Inglaterra, una zona rica en pequeños poblados olvidados y añejos, plagados de historia, curiosidades e interesantes resabios de la arquitectura de antaño. Conocía mi espíritu aventurero e inquieto, pero, sobre todo, mi afición a la pintura paisajista y costumbrista, así que no le fue muy difícil convencerme en acompañarlo. Y ni falta que le hacía, pues estaba planeando tomarme una temporada fuera de Baltimore para descansar de las fatigas provocadas por mis dos ultimas exhibiciones artísticas en la ciudad, gracias a las cuales había engrosado parcialmente mis alicaídos bolsillos. Por lo tanto, acepté de buen grado su ofrecimiento y nos abocamos a resolver los detalles y minucias de nuestra travesía, con la ejecutividad que solía caracterizarnos. Convinimos en partir a la mañana siguiente, una vez que tuviéramos todo lo necesario, y durante la cena aprovechamos para enfrascarnos sobre un mapa de la región, a fin de definir nuestra ruta y fijar nuestros objetivos.
Al alba, cuando apenas clareaba el cielo, marchamos a la estación de ómnibus y aguardamos hasta que partiera el nuestro, que puso en marcha su motor exactamente a las 07:00 a.m., para conducirnos a través de toda clase de rutas y caminos hacia nuestro primer destino. El trajín fue tranquilo, conversamos animadamente de mil cuestiones sin importancia, jugamos unas partidas de naipes y ajedrez, consumimos un par de tentempiés consistentes en café negro y sándwiches, y cabeceamos algunas intermitentes siestas, hasta que, al fin, el bus recaló en la terminal de Providence.
Como primera medida buscamos hospedaje, terminando por elegir una pensión económica, pero limpia y decente. El dueño era un hombretón bajo y rechoncho, coronado por una incipiente calvicie que denunciaba sus años, y bastante parco de palabras, quien, luego de registrarnos en el libro de pasajeros, tomó nuestros pocos bártulos y nos condujo a la habitación en silencio. Tomamos un solo cuarto por ahorrar cuanto pudiéramos, pues queríamos que el viaje durara lo más posible. El mismo estaba en el piso superior, y resultó ser cálido y confortable, por lo que se ganó nuestra inmediata aprobación, en especial, por su única y llamativa ventana que daba a la calle y dejaba ver, a unos doscientos metros, sobre una ondulada y baja colina, la fachada de una iglesia, en apariencia del siglo XVIII - según estimó mi ojo experto -, ubicada en forma oblicua al ventanal, hacia la izquierda, por unos veinticinco metros. Al instante, tanto Matthew como yo nos sentimos atraídos por la visión del vetusto edificio.
Por cierto, no se asemejaba a ninguna otra iglesia que conociera, aunque me resultara evidente que había sido erigida en 1700 y pico. Preguntado acerca de ello, el propietario del lugar corroboró mis sospechas: había sido edificada en la colina que coronaba por un tal Julian Jaspers en 1723, un autodenominado "sacerdote" que había venido desde la mal afamada Salem, en compañía de otro fulano extraño llamado Joseph Curwen, luego dueño de Olney Court, una mansión construida al pie de Olney Street, y que había dejado tras de sí un cúmulo de historias increíbles, muchas de las cuales aún corrían de boca en boca entre la gente, aunque pareciera que Julian Jaspers no le fue a la zaga, como vendría a enterarme más tarde.
Cuando nuestro anfitrión mencionó el nombre de Joseph Curwen, noté que Matthew enmarcaba las cejas y un brillo fugaz asomaba en su mirada, aunque en ese momento no me atreví a interrumpir la conversación y aguardé a que el hotelero nos dejara a solas. Entonces, me volví hacia mi amigo y le pregunté el por qué de su expresión al escuchar el nombre de marras:
- ¿Por qué pusiste esa cara al oir el nombre de Joseph Curwen?
- Pues , porque conozco de lo más bien su historia. Es increíble, como dijo el hombre. ¿Quieres que te la cuente?
- ¿En serio? Bueno, sí Me agradaría saber algo más acerca suyo. Parece una figura muy curiosa, ¿no?
- Ya lo creo, Edward, ya lo creo. Hay quien ha dicho que "era un individuo sorprendente, enigmático, oscuramente horrible". Tal como dijo el señor, vino a Providence desde Salem, la ciudad de los hechiceros y las brujas, como bien sabes, y, precisamente, lo hizo para escapar de la persecución desatada en su contra, ya que tenía fama de darse a extraños experimentos alquímicos y otros de naturaleza más rara todavía. Llegó aquí con la apariencia de un hombre joven, de unos treinta y algo, más o menos, y así se conservó hasta el día de su desaparición, en 1771. Lo primero que hizo al llegar a Providence fue comprar los terrenos en Olney Street, sobre los que construyó una casa, que luego cambió por otra mucho más grande, que mandó alzar en 1761 en el mismo sitio y que aun existe, por si quieres verla luego. A continuación, estableció una firma de transportes marítimos, para lo que armó un embarcadero aledaño a Mile-End Cove. Para afianzar los lazos comunitarios contribuyó a la reconstrucción del Puente Grande en 1713 y a la erección de la iglesia Congregacionista en 1723, que, justamente, es la que vemos enfrente de nosotros. Es verdad que sus relaciones sociales no se caracterizaban por su fluidez ni un excesivo interés por su parte, pero no rehuía el trato con sus vecinos ni con la élite de la ciudad. Los que le conocían comentaban que era de buena cuna, que había viajado mucho cuando joven, incluso a Oriente, y que había vivido en Inglaterra por un tiempo. En fin, la cuestión es que pronto comenzaron a murmurarse rumores inquietantes sobre él, que se originaban en habladurías nacidas entre los marineros que trabajaban en su empresa, en su mayoría negros procedentes de la Martinica, La Habana y Port Royale. Era evidente que sus dependientes le odiaban y temían, todo a la vez. Dicen los chismes que era frecuente que desaparecieran miembros de su tripulación en forma misteriosa y sospechosa. Para 1760, Curwen era asociado a prácticas oscuras, y se decía que tenía un pacto con las potencias infernales. Un par de años antes, en 1758, desaparecieron unos soldados de dos regimientos reales apostados en Providence, que iban camino hacia Nueva Francia. Como Curwen fue visto hablando con algunos de ellos en la circunstancia de su desaparición, el hecho se asoció con las desapariciones de marineros y con él mismo. Hasta 1766, sus negocios fueron viento en popa, creciendo a la par que la compra de gran número de negros y mano de obra barata... y el odio y temor generalizado de sus conciudadanos. Conciente de ello, Curwen decidió casarse con una dama de cierta posición: Eliza Tillinghast, con quien contrajo nupcias en la iglesia Baptista en marzo de 1763.Debe haber sido lo azorada de mi mirada al escucharle relatar, con tan minuciosos detalles, la vida de ese tal Curwen, lo que le indujo a suspender su narración y decirme:
- ¡Oh, pero claro! Te preguntarás cómo sé tanto sobre él Tampoco quiero atosigarte con innúmeros y sustanciales detalles de su vida Puedes leerlo en este libro
A la vez, revolviendo en su maleta, extrajo un pequeño librejo y me lo tendió. Lo tomé sin quitar mi vista de la suya, y me di cuenta de que hablaba en serio. Miré el librito: su autor, para mí, era un total desconocido llamado H.P. Lovecraft; el delgado volumen llevaba el título de "El caso de Charles Dexter Ward". Me percaté entonces que Matthew seguía hablando en voz alta:
- Te he dicho algunas cosas casi de memoria, porque, mira que casualidad, lo venía leyendo en el bus Claro, tú dormías a pata suelta Pero, hay algo que me llama la atención Es lo que dijo el hotelero acerca del sacerdote ese, Julian Jaspers. Lovecraft no da el nombre del párroco de la iglesia Congregacionista. ¿Era amigo de Curwen, o tan sólo otra de sus víctimas iniciales, o, aún más, un mero beneficiario indirecto de las ansias de Curwen por entrar en el circuito social de Providence, cuando era casi un recién llegado junto con su triste fama?
- No lo sé - le contesté, más que nada para darle un cable a tierra y que aterrizara de sus divagaciones.
- ¡Y qué coincidencia! ¡Tener la iglesia en cuestión enfrente de nosotros, a una calle de por medio! - exclamó, con los ojos brillantes y una sonrisa mefistofélica cruzándole el rostro.Miré el texto que tenía entre manos: debía leerlo, pues si Matthew fue atrapado por él de tal forma bueno, tanto entusiasmo no me vendría mal para mis propios propósitos de pintar.
>~<
Esa misma noche, después de cenar en el salón comedor del hostal, decliné la sobremesa y me encerré en el cuarto a leer ávidamente el libro que me prestara Matthew. Si digo que me lo estaba "devorando", no mentiría; o, ¿no sería que él me estaba devorando a mí? El relato era apasionante, y el caso que describía, espeluznante. No era de extrañar que se le considerase una de las mejores producciones del autor, como decía el comentador en la sobrecubierta. Pero, como decía Matthew, era cierto que no mencionaba para nada a Julian Jaspers, el misterioso fundador de la iglesia que se alzaba sobre la ondulante colina que dominaba la vista de la ventana. "Cosa extraña", me dije a mí mismo, y, no sé por qué malhadada razón, me determiné a indagar sobre él.
Quizá haya sido el curioso diseño de la abertura que me permitía verla, porque, en verdad, era de lo más atractivo, a pesar de su raro formato. Por empezar, no era rectangular ni cuadrada, como suelen ser las ventanas comunes, sino oblonga; tampoco tenía un vidrio transparente incoloro, sino que parecía estar hecho en un cristal especial, que me sugirió el brillo y la consistencia de un diamante sangriento, ya que su coloración era ligeramente rojiza o rosada, según lo observara desde un ángulo u otro: la primera, desde cualquier ubicación en la que estuviera en pie dentro de la habitación; la segunda, estando echado sobre la cama. No dudé en que el que la había construido hubo de ser un gran artesano de la vidriería. En cualquiera de los casos, no variaba en nada la visión de la iglesia, excepto por cierta sombra anodina que parecía desplazarse de un lado al otro de su fachada; por cierto, una sombra que impresionaba a la retina del observador con un dejo fugaz y sorpresivo: de a ratos parecía detenerse, por otros, moverse con ligereza, y, aun en otros, desprenderse de la mampostería y flotar independiente del entorno que la rodeaba. "Un juego visual provocado por la cambiante coloración del vidrio", pensé en ese momento.
En ese instante, Matthew ingresó al cuarto. Tenía el rostro algo enrojecido por la bebida y se le veía bastante chispeante. Se quedó parado en el umbral, con la mano apoyada sobre el pomo de la puerta, que había abierto de par en par, y una sonrisa beoda iluminando su rostro juvenil.
- Ah veo que estás enfrascado en el libro - me dijo, mientras cerraba la puerta.
- Sí. Es verdaderamente una buena novela - le dije, casi sin quitar la vista de la ventana.
- Oh, pero no es una novela es una auténtica biografía, amigo mío - me respondió.
- ¿Qué?... Vamos, no me vas a decir que crees eso - le contesté mirándolo a los ojos y en un tono incrédulo.
- Por supuesto que sí. Lo que ocurre es que Lovecraft noveló aquello que tenía que imaginar porque no estaba en ningún documento.
- No te puedo creer. Me estás bromeando, ¿no es cierto?
- Claro que no. No es una novela para nada, sino la verdad. ¿O acaso piensas que el hostelero también la leyó y se estaba haciendo el gracioso?
- Bueno, no sé. Si tú lo dices así - mi incredulidad crecía por momentos, pero algo en mi cabeza me decía que esa era la verdad.
- ¿Yo? La historia así lo dice y lo confirma, estimado Edward.
-
- Mira, ¿qué te parece si mañana al levantarnos vamos a Olney Street y lo corroboras por ti mismo, eh?
- Esta bien, llévame allá y me convenceré sin más argumentos.
- Hecho. Y ahora me voy a acostar, si no tienes inconvenientes. El vino estaba demasiado bueno y bebí en exceso, lo confieso.
- Bien. Buenas noches, Matthew. ¿Te molestaría que deje la luz encendida para seguir leyendo?
- Por supuesto que no. No habrá luz que me impida dormir como un bendito. Hasta mañana, Edward, buena lectura - dijo, con una sonrisa final, para caer tumbado sobre su lecho en un completo sopor, que pronto lo sumió en la inconsciencia.Por mi parte, no pude abandonar mi lectura hasta bien entrada la madrugada. Cada tanto, alternaba la misma con miradas extrañadas a la ventana oblonga, su intermitente colorido y la iglesia de Jaspers.
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Al día siguiente, algo amodorrado todavía por la prolongada lectura nocturna, tuve que seguir a Matthew, cuyo empeño en visitar la mansión Curwen superó toda sugerencia de hacerlo más hacia al mediodía, no tanto impelido por el temor nacido de algún vago chisme de fantasmas, sino por la poderosa languidez que me invadía. Todavía en esa duermevela de neblinosos sueños se me presentaban, como flashes enceguecedores, imágenes, impresiones y escenas veladas, resultado de mi lectura intensiva. Matthew lo solucionó todo muy fácilmente, haciéndome beber ingentes cantidades de café negro en el desayuno, durante el cual sólo hice eso y picotear una que otra galleta de agua. Todavía me acosaba lo que había leído y soñado.
- Bien, ahora vamos, ¡vamos a conocer la famosa Mansión Curwen! ¿No estás emocionado? ¿Ya has llegado a la parte en que Lovecraft la describe, eh?
- No, he leído bastante, amigo, pero no he terminado el libro. En realidad, me falta algo más de la mitad.
- Pero, ¡sí que te entusiasmó en verdad! Vaya, sabía que sería así, porque a mí, francamente, me tiene fascinado. Aunque anoche, bueno, ya sabes, estuve entretenido y no lo pude coger para seguir adelante. Además, ¡te lo tenías secuestrado! ¡Ja, ja, ja!
- Je, je,... bueno, es que realmente me enganché. Ha sido una buena recomendación la tuya, Matthew, lo reconozco.
- Entonces, ¿a qué estás esperando? ¡Vamos, muévete de una buena vez, vago! Tenemos que caminar un buen trecho hasta Olney Court.Nos levantamos simultáneamente, determinados a encarar la excursión hasta la mansión Curwen, y salimos de la habitación totalmente animados, charlando acerca de la mejor manera de llegar al lugar por el camino más pintoresco y más corto. Estábamos pasando delante del mostrador del hostelero cuando éste asomó su cara por encima del mismo y nos deseó que tuviéramos "un buen paseo, sea a donde sea que vayan los señores", al que acompañó de una media sonrisa que me impresionó por su torvo rictus. Matthew ni le prestó atención y largó al aire un "hasta luego y gracias", en tanto yo me quedé algo extrañado por su irrupción, que me daba a entender que el sujeto sabía a dónde dirigíamos nuestros pasos. "¿Cómo?", no pude explicármelo por más que pensé en ello por un largo rato.
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Regresamos al albergue hacia el mediodía. Debo confesar que la visita me desilusionó casi por completo; la mansión Curwen fue un fiasco para mis expectativas de encontrarme con un sitio digno de la fama que se le atribuía y que, fuera de las dimensiones descomunales que poseía todavía en estos días, no tenía ningún atractivo, al menos desde el punto de vista artístico: se trataba de un gran caserón georgiano, antiguo y decadente, de altas paredes descascaradas por el paso de los años y el abandono natural al que había sido condenada por los providencianos. Según pudimos enterarnos, ni siquiera el vago llamado Crazy Jack, famoso por andar rondando cuanto lugar fuera propicio para ello, se había animado a ocuparla en este tiempo; no al menos desde los tiempos en que había desaparecido el tan mentado Curwen. Pero, como el susodicho me interesaba poco, todo esto me importaba un bledo: yo seguía obsesionado con Julian Jaspers.
Lo que realmente me impactó de la mansión Curwen fue la biblioteca. Todavía me viene a la memoria el momento en que ingresamos en ese recinto del decaído y ajado edificio como si fuera hoy mismo. Recuerdo que Matthew había subido las escaleras desconchadas y con una barandilla enclenque, y que al rato me llamó para que hiciera lo propio, pues me había quedado contemplando una de las estancias en la planta baja. Casi me mato al subir apresurado ante la premura que hizo que pusiera en hacerlo:
- ¡Vamos, haragán! ¡Date prisa, tienes que ver esto! - me acuerdo que me gritó con voz estridente y divertida.
Cuando llegué al rellano superior, se asomó desde el cuarto y me espetó solapadamente:
- ¡Guau, esto es fantástico, Edward! ¡Ven, ven, apúrate!
Al arrimarme al sitio, me encontré en una habitación rectangular de vastas dimensiones y altas paredes recubiertas con madera oscura y, en las partes visibles, pintada de un color verde pálido que me produjo una impresión indescriptible, aunque luego me di cuenta que había sido de asco. Los muros estaban recubiertos también por numerosos anaqueles en un estado ruinoso y reinaba una suciedad espantosa, que me hizo comentar:
- ¿Y para ver esto me llamaste, Matthew?
- No. Mira aquí, Edward. Esta es la chimenea sobre la que colgaba el retrato de Sir Joseph Curwen, ¿recuerdas el relato de Lovecraft?
- Sí, bastante. Tienes razón, Matthew. Todavía se ve que debió ser bastante grande. Mira, se ve la sombra oscurecida del marco.
- ¡Esto es grandioso, Edward! ¿Te das cuenta que Lovecraft escribió en verdad su biografía y no una mera novela, como comúnmente se dice por ahí, eh?
- Mmm Puede ser, puede ser
- "Puede ser, puede ser" ¡Déjate de dudarlo, Edward! ¡Es la pura verdad!
- Está bien, Matthew no es para ponerse así.
- Parece mentira que todavía no lo creas, Edward.Volviendo abruptamente su cabeza hacia otro lado, y sin siquiera mirarme por segunda vez, Matthew salió del cuarto y me dejó a solas, parado allí; yo estaba retenido como si me hubieran clavado al piso, contemplando el mugroso lugar donde había colgado el retrato de Curwen; sentí una opresión terrible sobre el pecho y casi caigo desmayado entre medio de un gran vahído, que me invadió completamente. Es lo último que recuerdo de mi visita a la mansión Curwen; eso, y el tremendo olor a moho, a fungosidad, que inundaba la habitación, como si del espacio que ocupara el ominoso cuadro ausente aún se desprendiera un halo maligno y pervertido.
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Luego de tomado un ligero refrigerio, decidimos visitar la iglesia al otro lado de la calle. Al salir, no nos cruzamos con el hostelero, como había pasado antes, pero la sensación de que algo raro pasaba con él no me abandonó por ello. Se lo comenté a Matthew, quien, minimizando mis palabras, se limitó a un comentario banal sobre su extendida calvicie y su edad probable. Según él, debía ser contemporáneo de Curwen y Jaspers, a lo que concluyó con una sonora carcajada.
Cruzamos la calle y nos adentramos en el terreno que ocupaba la antigua construcción; pronto noté el estado de abandono general en que se encontraba, recordándome la visita de la mañana a la mansión Curwen: altos pastizales, mustios y amarillentos, quebrados cada tanto por alguna que otra afloración de vegetación acumulada al tuntún por el tiempo, restos de vaya uno a saber qué tipo de recintos misteriosos y destino incierto, dudosas ruinas de vallas de hierro forjado retorcidas por los añares, y otro tipo de cosas del mismo tenor nos condujeron por una desvaída y casi borrada senda hasta la entrada del edificio. Me ocupé de tenerlo a la vista todo el trayecto que nos condujo a él, intentando ver lo que veía por la oblonga ventana del hotel, pero no pude distinguir nada en especial, que no fuera el cúmulo de moscas y otros insectos que volaba por encima de depósitos de basura y heces, cuyo aroma hubiera bastado para mantener a cualquiera a buena distancia, excepto a dos obstinados visitantes como nosotros. Se lo destaqué a Matthew:
- ¿Has visto la mugre que reina en este sitio? No se ve así desde el hotel, ¿no te parece?
- Bah Se ve exactamente como lo que es: una ruina del pasado - me contestó distraídamente.Sin embargo, y pude comprobarlo al regresar a nuestra habitación de alquiler, el edificio lucía como nuevo, blanco y reluciente, con su tejado negro y su alto campanario, si se observaba a través de la ventana oblonga. Fue eso lo que me decidió a pintarlo, para consignar semejante reliquia tan bien conservada en un cuadro. Pero no quiero adelantarme en mi relato.
En efecto, transcurrieron los días y mi fijación se hizo tan firme que difícilmente abandonaba el cuarto para comer, y ni qué hablar de salir de él; me lo pasaba pegado al lienzo, los óleos y la ventana oblonga. Matthew no dejaba de acicatearme a cada rato con que dejara por un momento mi febril labor, y saliera con él a caminar por la ciudad, a cenar o aunque más no fuera a tomar el fresco aire del atardecer junto con él, pero yo era inflexible: "Hasta que no termine mi cuadro, no me moveré de aquí, querido amigo". Pasaban los soles y las lunas, y yo estaba cada vez más obsesivo, meta a los pinceles sin asco, hasta que una noche el cansancio pudo más que mi enloquecida tenacidad, y caí en mi cama presa de un total embotamiento que rápidamente me hizo caer en un sueño profundo y sin sueños; sólo negrura.
Me despertó, de pronto, el seco crujido de la madera quebrada. Salté en mi cama como un resorte, aún confundido por la somnolencia, con un "¡¿eh?!" inaudible y ronco. Alcancé a volverme hacia la puerta del cuarto, sólo para ver cómo entraban cuatro fornidos guardianes del orden, embutidos en sus uniformes azules y con sus gorros policiales encasquetados sobre sus bien cortadas cabelleras, quienes se arrojaron sobre mí, al grito de: "¡Aquí está! ¡Agárrenlo, no lo dejen escapar!". Azorado, atiné a entreabir mis ojos y ver a cuatro hombres uniformados tomándome de brazos y piernas, en un puño de hierro tan férreo que me resultó imposible moverme. Pude ver, detrás de ellos, a un personaje que me resultó totalmente desconocido, que vociferaba "¡Sí, es él! ¡El muy insano! ¡Mirádlo, agarrádlo, llévenselo a la mazmorra más profunda!", que por un momento pensé era el jefe de esta gavilla de alucinados, pero luego me enteré que era ¡el posadero de nuestro alojamiento! Pero, ¿dónde estaba el sujeto que nos atendió primero? Nadie lo conocía, y ese fue otro motivo para tildarme de demente y por el cual me encerraron en este loquero. Mas lo peor fue cuando vi mi cuadro Era una verdadera chef d'oeuvre, un logro artístico sin par, la cumbre de mi producción, ¡había logrado darle el toque que le faltó durante días! ¡El tinte rojizo que bañaba enteramente la escena desde la ventana oblonga! Pero, ¿cuándo, cómo? No recordaba haberlo hecho por más que me devanara los sesos tratando de recordar el momento de tamaño logro; cuando eché una ojeada al suelo, y, entonces, le vi echado cuan largo era, totalmente desvestido, completamente despellejado, una masa de carne, tendones, músculos y sangre, mucha sangre ¡Allí estaba quien fuera mi amigo Matthew! ¡Y mis pinceles sanguinolentos todavía se encontraban clavados en su cadáver! Grité, sí, grité como un desaforado, mientras los agentes de la Ley me sacaban de la habitación a la rastra y sin ninguna consideración, a la voz de "¡Vamos, maldito loco!". Ni mis lágrimas sirvieron de nada.
Hace un rato nomás ha venido mi celador, a decirme que "alguien" quiere verme, que me aguarda en la Sala de Visitas y que me apresure a atenderle, que "a las visitas no se las deja esperando". Todo ello de muy mal talante y con un vozarrón inhumano. Por mi parte, seguí sentado, mirando cómo dejaba la puerta de la celda abierta luego de retirarse, tan abruptamente como había venido a darme la noticia. ¿Visitas? ¿Yo? ¿Quién querría verme? Hasta mis familiares han renunciado a ese mínimo detalle; no quieren saber nada conmigo ni de mí desde el insólito y tétrico episodio de Providence. Me paré muy intrigado y dirigí mis pasos por los siniestros y blancos corredores de la institución que me alberga, hasta que llegué a la Sala; allí, reposando confortablemente en un sillón de un horrible color verde limón, estaba sentado, esperándome, mi amigo ¡Matthew! ¡Sí, era él, sin duda!
- ¡Matthew! ¿Qué haces aquí? ¡Tú estás muerto, yo te ví! - exclamé, incrédulo.
- ¡Ah, Edward!... Es que me olvidé de darte algo antes de marcharme para siempre de este mundo, amigo Toma, es tuyo A mí, sencillamente, ya no me sirve - me dijo muy tranquilo, esbozando su mefistofélica sonrisa al tiempo que extendía una mano en la que tomaba el volumen "El caso de Charles Dexter Ward".Le miré fijamente por un segundo, para pasar luego mi vista al libro, y, cuando volví a su rostro nuevamente ¡no había nadie! Matthew había desaparecido, y sobre el espantoso sillón estaba aquel indeseable y maldito libro. Me quedé alelado. Pero viendo que había sufrido una alucinación, y conociendo mi estado, decidí tomar el siniestro opúsculo y regresar a mi celda.
Una vez en ella, otro espejismo, producto de mi alocada mente, se me presentó a mis cansados ojos: la ventana no era el cuadrado y enrejado ventanuco de siempre, sino la ventana oblonga desde la que solía ver la iglesia de Jaspers. Me arrojé sobre ella y, mirando hacia fuera, alcancé a ver el níveo y negro edificio de la iglesia, enrojecido por una suerte de velo sanguinolento que se interponía entre ella y mi vista. Grité, grité a más no poder. Vino el celador con dos forzudos enfermeros, y entre los tres me arrancaron, literalmente, de aquella ventana, a cuyos barrotes me aferraba como un sentenciado a muerte se aferra a su vana esperanza de ser perdonado por algún poder superior. Me inyectaron algo, algún tranquilizante, hasta que dejé de revolverme como una fiera para quedar yacente, totalmente exhausto, momento que aprovecharon para golpearme a gusto y dejarme en peor condición que la que ya presentaba. Me dejaron tirado en el frío piso de concreto de la celda cuando terminaron de divertirse. Atontado como estaba, alcancé a exhalar una tonta risilla histérica. Primero Matthew, luego la ventana y, finalmente, la iglesia. ¡Sí, efectivamente debía estar loco de remate!
Después de semejante zamarreo y paliza, no pude menos que quedarme dormido, tirado en el mismo lugar adonde me dejaron tirado, hasta que, cerca de la una de la madrugada, me desperté para ver otra ventana, más extraña todavía que aquella del cuarto del hotel. Una suerte de vitral de múltiples colores, con un diseño inusual y extravagante que me hizo recordar a una catedral gótica. Me erguí de un salto y me paré ante ella, que comenzó a abrirse por sí misma, hasta dejar suficiente espacio como para asomarse a través de la misma y echar un vistazo afuera. ¡Cual no sería mi estupor al comprobar que veía al hotel y su ventana oblonga desde fuera! ¡Desde la mismísima iglesia de Julian Jaspers! Empecé a gritar con fuerza, fuera de mí por completo pero dentro de una pesadilla que se ha vuelto una historia de nunca acabar de nunca acabar
[*] © 2005, Jorge R. Ogdon (a) Dogon. Queda hecho el depósito que marca la Ley No. 11-723 del Registro de la Propiedad Intelectual de la República Argentina. Derechos reservados. Es propiedad. Especial para la Nueva Logia del Tentáculo, Valencia (España)
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