© DOGON [*]
H. P. LOVECRAFT Y OTROS
Horror en el Museo y otras colaboraciones
Biblioteca Universal Caralt; Serie: Novela, vol. 121
Barcelona: 2ª ed., 1980INTRODUCCIÓN
Howards Phillips Lovecraft nació el 20 de agosto de 1890 en el 194 (hoy 454) de Angell Street, en Providence, capital del estado de Rhode Island, Nueva Inglaterra. Era hijo de Winfield Scott Lovecraft, negociante, putero y sifilítico, y de Sarah Susan Phillips, mujer prognata como los reyes de la casa de Habsburgo, pero a diferencia de éstos proclive al sufragismo. En una fotografía de 1891, el niño H. P. L., vestido y peinado como una niña, aparece entre una madre de pelo recofido y mirada de institutriz histérica y un padre de ojos claros y mueca burlona que dos años más tarde sería recluido en un frenocomio. El 13 de marzo de 1919, Susan Phillips, que tocaba el piano, odiaba a su hijo y sabía francés, siguió los pasos de su marido. Tras una estancia de dos años en Boston, en 1893, H. P. L. y su madre se instalan en la casa de los Phillips de Providence, donde había nacido el futuro autor de relatos fantásticos. Allí conoció una biblioteca de apenas 2.000 volúmenes, fue poco al colegio, estudió idiomas por su cuenta, se autoeducó con la desigual fortuna que todos conocemos y se hizo adulto con el desigual resultado que tampoco ignoramos. Escribió relatos, infinitos artículos y cartas y bastantes poemas cuyo arte de composición había aprendido de un manual de preceptiva de finales del siglo XVIII. Se ganó mal la vida, se casó, se divorció e hizo numerosas amistades en el mundo del escandaloso y trivial periodismo estadounidense; aparte estas precariedades, sufrió diversas dolencias: depresiones nerviosas, baile de San Vito, poiquilotermia, gastritis, hipocondría, racismo, presunción literaria y "carcinoma intestinal y nefritis crónica" que lo llevaron a la tumbael 15 de marzo de 1937. Su mayor virtud había sido el humor negro. Hasta aquí el dramatismo.
Pasamos ahora a la insensatez. Y no en balde, pues años más tarde la figura literaria de Lovecraft se convertiría en bastión de no poca mediocridad. En EE.UU. sería llevado en hombros por el negocio editorial, principalmente por uno de los sicofantes que más cerca estuvo de la gallina de los huevos de oro: August Derleth, poetastro, ladrón de manuscritos y explotador de falsas colaboraciones con el maestro. En Europa no le cupo mejor suerte: lejos de ser considerado un autor más de relatos de miedo (de los más decentes del siglo XX), folicularios de todas las latitudes se lanzaron a la frugal empresa de reinvindicar lo "maldito", lo "heterodoxo", lo "prohibido", dando con ello más cuenta de la propia bobaliconería que de los presuntos aspectos virtuosos del autor que nos ocupa. Actitud intrascendente y estúpidamente francesa, los unos desempolvan a un Artaud con mensajes desgarrados y caries dental, los otros a un Raymond Roussel que no interesa a nadie, mientras los de allá retornan brujos y se llenan los bolsillos de duros a cambio de importunar a la gente. Si despejamos la moda del exotismo de cartón piedra y la locura - caldo de cultivo de letraheridos que cometen solecismos -, los autores se nos quedan desnudos con sus obras; y esto es lo único que importa: Artaud y sus congéneres como autores relacionados con la extravagancia y en su mayor parte aburridos y Lovecraft como autor de relatos entretenidos unas veces, anodinos y repetidos otras, pero generalmente sabrosos aunque sólo sea por las barbaridades que cuenta.
Pero parece que el sentido común es esa piedra filosofal que nuestros contemporáneos encuentran pocas veces. Ningún joven vestido de negro, por muy Julián Sorel que sea, se atreve a entremeterse en los planes bélicos de Napoleón; ningún profeta de contraculturas que prefiere las inscripciones de retrete que a Shakespeare y que afirma que la cultura ha muerto (y que tanto monta Blancanieves como Fedra) abandona sus memeces apocalípticas (que son las que le dan de comer) para ponerse a picar piedra y equilibrar los valores de esa cultura maltrecha. La llamada crisis de la cultura contemporánea no adolece de falta de objetivos sino de exceso de charlatanes. Cuando un estudiante de letras habla de letras, la prudencia aconseja taparse los oídos. Cuando un Jaques Bergier, entre tantos otros, nos dice sibilinamente en cuatro páginas (1) que Colón descubrió América, ¿qué nos queda sino postrarnos y cantarle hosannas? El artículo en cuestión es un fárrago de inexactitudes y petulancias: que H. P. L. "sabía un número incalculable de idiomas" (casi cinco y mal), que "el psicoanálisis hallaría una gran dificultad en explicar construcciones tan coherentes como su novela La sombra más allá del Tiempo" (como si el psicoanálisis se hubiera inventado para explicar novelas), que "manejaba un inglés excelente" (cuando los mismos norteamericanos afirman que se trataba de un inglés anticuado, pedante y reiterativo), etc. A lo largo de tan escaso número de páginas, Bergier se esfuerza por hacernos creer que H. P. L. posee algo que durante decenios ha escapado a la mirada habitual: algo que no está al alcance del lector normal (una forma de insulto tan desconsiderada como otra cualquiera); sin embargo, afortunadamente, las grandes catástrofes de nuestro siglo, los avances técnicos, las maravillas de la aspirina, la leche en polvo y los viajes espaciales "quizás hayan hecho falta para comprender a Lovecraft"; tras frases tan contundentes, pasa a revelar el secreto del sumo sacerdote: la creación de "un mito que expresa la grandeza y el espanto del Cosmos", lo que no es moco de pavo, si lo miramos bien. Sólo que Lucrecio ya lo había dicho dos mil años antes y, por cierto, sin ocultar el secreto entre cuentos que no descuellan precisamente por su calidad literaria.
¿Quién da más? En dos autores norteamericanos leo que un español, José Luis García, incluye a Lovecraft entre los diez autores más grandes de todos los tiempos, dato que, vaya por Dios, consideramos una de las diez majaderías más notables de todos los tiempos (incluyendo el nazismo, las motocicletas, la televisión y la ideología yanqui). Ignoramos quién pueda ser la eminencia, pero escritores con más prestigio que perder no han parado mientes en caer en los mismos ripios de la literatura fantástica. Todos hemos tenido alguna que otra vez nuestra afición por las novelas policíacas (que las hay excelentes), los cuentos de miedo (que los hay inmejorables) y los tebeos (que son detestables); pero para reivindicar los subgéneros - que en el noventa y nueve por cien de los casos se trata de subgéneros y lo demás son historias - no hace falta conspirar con ningún elemento misterioso contenido en las esquinas inaprehensibles del universo, ni establecer relaciones mágicas entre claves deslizadas por superdotados, cuyo entendimiento, si no está a la altura del hombre de la calle, no lo está tampoco al nivel de la mínima decencia intelectual; basta sencillamente con exponer sus virtudes, si las hay; porque para comerse un solomillo a la pimienta no hace falta sacar a relucir alquimistas, nigromantes ni otros pobres diablos, víctimas, según parece, de esta civilización cruel que insiste alevosamente en cobrar dividendos de Dante y Goethe: nos sobra con saber que está en perfectas condiciones de consumo, cosa que no le resta la menor dignidad. Que sepamos, no sirve para otra cosa; y además nos gusta.
Descontando fragmentos juveniles, cartas y artículos, la prosa de Lovecraft se reduce a 48 relatos propios y un buen puñado de colaboraciones; salvo el relato titulado El que acecha en el umbral, las presuntas colaboraciones con August Derleth son falsas. Las colaboraciones escapan seguramente a todo cómputo posible, pero, salvo excepciones que el mismo lector irá viendo en los dos volúmenes que de ellas preparamos, llevan la huella indiscutible del maestro.
En líneas generales, los relatos de H. P. L. son reducibles a unas cuantas constantes. Su originalidad es escasa, pero la originalidad sólo es virtud para quien desconoce o no sabe seguir las reglas, y tanto cuenta esto en literatura como en ajedrez. Lovecraft tiene siempre presente tres modelos que sigue fielmente para acceder a una concepción autónoma del relato fantástico: Edgar Poe, de quien remeda el tono de crónica y el sarcasmo de muchas situaciones (2); Lord Dunsany, de quien copia geografías que el narrador inventa a medida que relata, como respondiendo a la necesidad de constelar pirotécnicamente lo que no es sino continua inacción; y M. R. James, de quien toma la gradación de las tensiones y la progresiva introducción del elemento misterioso. Los relatos construidos a la manera de Lord Dunsany (en el presente volumen hay muestras de ello) constituyen un cuerpo particular que se opone a los relatos restantes por la forma de concebir el espacio y, por ende, las situaciones: si en los primeros se entrega al lector la facultad de juzgar la capacidad inventiva y deslumbradora del narrador (capacidad que se pone a prueba, por cierto), en los restantes existe de antemano un paisaje conocido, un territorio dado donde sólo falta el pautado de los hechos; aquellos son invariables: solemnidad, nombres altisonantes, sentido del fatum; en éstos, en cambio, radican los mejores aciertos: hay variedad de personajes, se cuentan sucesos, hay cierto humor no siempre respetado (3), y hay dimensión suficiente para la intriga. Pese a los maestros anteriormente citados, la incorporación de ciertos elementos narrativos es genuinamente lovecraftiana; tales, los personajes desequilibrados, la sordidez de las poblaciones rurales y las grotescas catástrofes que dejan muy atrás al Poe más socarrón; asimismo, la economía narradora en todos sus aspectos: interlocutores que se limitan a recoger información, descripciones escuetas, decorado conciso. En este punto, encontramos esas constantes que caracterizan los mejores cuentos de nuestro autor: la acción transcurre invariablemente en sótanos o buhardillas, en casas apartadas, en pueblos infestados de temores; se escuchan lenguas extrañas, aparecen miniaturas, libros que nunca son paladinos, o bien informes, diarios, legajos que contienen la historia que es el argumento principal; por último, aquellos dos elementos que más han preocupado a los pies pensantes que han hinchado el paño hasta lo indecible: las inconmensurables medidas de tiempo y la zarabanda de dioses y demonios aulladores, babosos, dementes, ciclópeos, chorreantes de abominación y lepra, ladridos y blasfemias, cuernos y tentáculos, arrugas y escamas, pelo y zaraguelles. Para Rafael Llopis, que merece todos mis respetos por sus conocimientos al respecto, los llamados "mitos de Cthulhu constituyen una racionalización de contenidos numinosos oníricos en un nivel lógico y científico de pensamiento" (4). Lamentamos disentir en los siguientes puntos: los diosecillos de Lovecraft varían de funciones de un relato para otro, poseen más calificativos que definiciones; en tercer lugar, hay un regodeo tan sospechoso en cuanto concierne a ellos que difícilmente podríamos creer se trata de otra cosa que de una broma; por último, el conjunto carece de finalidad y concierto, limitándose a ser masas amorfas exclusivamente temidas y destructoras; esto por lo que toca al "nivel lógico y científico de pensamiento"; en cuanto a los "contenidos numinosos oníricos" nos permitimos recordar que toda la literatura consiste en "racionalizar contenidos numinoso oníricos" con mayor o menor acierto, mayor o menor claridad: y Lovecraft no es Novalis. Por su parte, el señor Ludolfo Paramio, que no se ha ganado todavía ningún respeto, en un folleto absurdo titulado Mito e Ideología (5) equipara las bufonadas de los dioses lovecraftianos a aquello que teme la burguesía como clase en el poder político. ¡Salve Vladimir Ilich Lovecraft! Por su lado, Eduardo Haro Ibars declara que se trata de un cosmos completo y en tanto que tal lo compara a los que él atribuye a Borges, Joyce y un tal W. Burroughs (6). El finado J. F. Cirlot, siguiendo a Bergier hasta en las mentiras, se embrolla (7) en una suerte de conceptos impertinentes que no tienen más virtud que reunir el máximo de autoridades posibles para incidir en los lugares comunes de la sofística contemporánea respecto de un autor que conoce por una sola fuente, tergiversadora para más inri. Por último, en una reciente antología, puede leerse el título de un prólogo que reza: "La escuela de Lovecraft o la dialéctica de la ambigüedad" (8). De un tiempo a esta parte, señores, la gente parece haber perdido la seriedad.
En puridad, nada de cuanto se afirma puede encontrarse en Lovecraft. Para H. P. L. la condición de lo poético no está más allá de lo misterioso a secas y de ese sentido lascivo que para él parece tener lo secreto y lo horrendo. Lo secreto es siempre el saber, un saber que se remonta a tiempos inmemoriales. Un saber que es inalterable, que se transmite por vía esotérica y que constituye un mal para los hombres. La poética de Lovecraft propone asimismo un pasado sumido en tinieblas y un bienaventurado presente siempre amenazado; un pasado cuyo saber consiste la más de las veces en no ser sino conjunto de elementos cuyos contenidos apenas pasan de ser reiterativos: la peligrosidad de lo arcaico consiste en que se trata de algo arcaico: la peligrosidad del conocimiento radica en que se trata de conocimiento de sí propio. ¿Qué mejor muestra del racionalismo optimista que la revolución científica y al mismo tiempo de la reacción que temiendo la quiebra de los valores pseudoaristocráticos erige la Arcadia de la amenaza y la inestabilidad frente al cosmopolitismo? Para un hombre de conocimientos tan precarios como Lovecraft, ciudadano de un país sin tradición ni identidad, jugar a nigromante de feria es obedecer aquella misma tentación que atenaza al escritorzuelo que sin manejar siquiera mil vocablos afirma que el lenguaje es insuficiente. De ahí que no sea muy rentable verlo de esta manera: para beneficio de Lovecraft, es preferible considerar que su esoterismo no pasa de ser mera literatura; lo contrario sería no sólo traicionar esta posible verdad sino creer también firmemente que salpimentar relatos con detalles desmañados, grotescos, exasperados y una buena ración de caricatura es hacer pensamiento. Y cuando se estudia una obra literaria no se pueden descuidar los aspectos dominantes.
Algo indudable hay en Lovecraft: su conocimiento de la psicología lectora, su habilidad para captar la atención del lector con recursos que lamentablemente se repiten sin cesar y que de no haber contado con la consulta de compañía tan nefasta como los miembros del que estuvo rodeado tal vez hubieran perdido a la larga el adocenamiento en que caen. Cuando se lo propone, Lovecraft sabe contar una historia, sabe sugerir con vagas alusiones lo que el degustador de relatos de miedo pide: suspensión y sorpresa. Es una rara virtud, ciertamente, y aquel que busca filosofías donde no hay sino delectación en los lugares comunes del miedo no evidencia sino su propia miseria.
El presente volumen, junto con el otro del que es complemento, ofrece al lector una nutrida cantidad de las colaboraciones que a lo largo de su vida realizó Lovecraft con los aficionados más dispares. Colaboraciones que no se limitan al reparto de tareas sino, en la mayoría de los casos, a un dejar sentir la mano plenamente, inundándolas de su detectable artesanía. Unas se limitan a ser simples apuntes, otras verdaderos relatos clásicos. Cuentos como La llave de plata (9), Encerrado con los faraones (10), En los muros de Eryx (11) y El que acecha en el umbral (12), han sido ya publicados en España y, aún tratándose de colaboraciones, no se ofrecen aquí por consideración al lector.
A continuación ofrecemos una lista de los aficionados que en un momento u otro de sus ambiciones recurrieron al maestro y que constituyen los coautores seleccionados para este primer volumen. En nota introductoria del siguiente volumen explicaremos la iniciación de Lovecraft en este trabajo colaborador y daremos nota biográfica de los autores que en él aparecerán:
Elizabeth Neville Berkeley. Es pseudónimo de la poetisa Winifred Virginia Jackson, de quien, según Sprague de Camp (13), Lovecraft pudo haberse prendado. De la endecasilábica amistad surgida entre ambos brotaron cuentos como El caos reptante y La pradera verde, que aparecieron con los pseudónimos de Lewis Theobald, Jr., y Elizabeth Neville Berkeley. Lovecraft afirmaba que la poetisa no tenía talento para la prosa y se limitaba a suministrarle temas que él vertía luego en el papel.
Sonia Haft Green. Esposa de H. P. L. de 1924 a 1929. Había nacido en Ucrania, de padres judíos; según Lin Carter se definía "rusa blanca de la época de los zares" (14). Cuando conoció a H. P. L. era presidente de la United Amateur Press Association. A los quince años había sido la amante de un individuo de apellido Green, y tuvo un par de hijos de los cuales uno murió y el otro, una niña, se fugó con un mecanógrafo cuando su madre casó con Lovecraft. Escribió con el que sería su marido dos relatos: Las cuatro en punto y El monstruo invisible. Sonia Green murió en California en 1972, después de haberse casado de nuevo con un judío brasileño que creía en los rosacruces.
Hazel Drake Heald (1896-1961). Lovecraft la conoció a través de la mujer de Clifford M. Eddy (véase más abajo); escribió con Lovecraft El horror en el museo, Fuera del tiempo, El horror del cementerio y otros dos cuentos que aparecerán en el siguiente volumen: Winged Death y Man of Stone. La amistad entre ambos se rompió una noche en que Hazel invitó a cenar a Lovecraft en su casa; decoró el comedor con velas y al parecer se lanzó al ataque. Por si no se ha dicho, Lovecraft no conoció más mujer que Sonia y aun así el divorcio parece que se debió a la ineptitud sexual de aquél. En esto era una ruinica, fíjese usted.
Clifford Martin Eddy, Jr. Lovecraft conocía a la familia Eddy por carta. Cierto día de 1918, la madre de Lovecraft, Susan, se encontró con la madre de C. M. E. en un mitín feminista. Enterada de los trabajos del escritor, instó a su hijo a un encuentro personal con H. P. L. De este encuentro surgieron viajes en común en busca de paisajes inspiradores y cuentos como El zampamuertos, Amor a la muerte y Ciego, sordo y mudo. En 1930 se enfriaron las relaciones por discrepancias en materia de colaboración.
Robert H. Barlow. Es uno de los últimos allegados al círculo de Lovecraft. Homosexual y simpatizante de la revolución bolchevique, trabajó de cerca con H. P. L. y juntos forjaron relatos como Hasta la última gota del océano y bufonadas como The battle that ended the century. Estudió arte, robó cantidad de manuscritos de Lovecraft a la muerte de éste, especuló con ello y marchó a Méjico; allí, junto con Wigberto Jiménez Moreno, sentó bases para la cronología del Méjico Precolombino. Se suicidó en 1951 con una sobredosis de sedantes, al parecer a causa de los chantajes que le hacían sus amantes mejicanos.
William Lumley. El que menos contacto tuvo con el grupo en general. Escribió a Lovecraft contándole que era un viejo marinero que había recorrido infinidad de lugares y aprendido saberes ocultos en libros más temibles que el Necronomicón. Entregó a H. P. L. un borrador que contenía en esquema El diario de Alonso Typer y éste lo reformó. Vendieron el relato por 70 dólares, que Lovecraft entregó totalmente a Lumley. Éste, a cambio, la regaló una versión inglesa de El libro de los muertos. El título original de la obra escrita en colaboración es The diary of Alonzo Typer. La z de Alonzo fue, al parecer, una errata de imprenta que los discípulos no se atrevieron a subsanar temiendo que fuera otro de esos grandes misterios que vienen a sumarse a los abominables secretos del cosmos
ANTONIO PROMETEO MOYA
NOTAS ORIGINALES
(1) En el número 2 de la revista Horizonte, Barcelona, 1969, págs. 125-128.
(2) La referencia a Poe parece siempre inexcusable. Borges, en El libro de arena, afirma que Lovecraft fue siempre un imitador de Poe; Maurice Lévy, en Lovecraft ou du fantastique (U.G.E., París, 1972, págs. 175-7), le confiere una "profundidad que no estaba en Poe"; Louis Vax (L'art et la littérature fantastique, P.U.F., París, 1974, págs. 101 y ss.) lo considera poco más que un epígono.
(3) En las traducciones, se entiende. Véase la de Ed. Acervo, Barcelona, 1966, en el tomo I de Obras Escogidas; a En las montañas de la locura le faltan capítulos; en Arthur Jermyn se han suprimido frases que ponen de relieve cierta broma macabra.
(4) En Rafael Llopis, Historia natural de los cuentos de miedo, Ed. Júcar, Madrid, 1974, pág. 242. En el prólogo de la antología Los Mitos de Cthulhu, Alianza Editorial, Madrid, 1969 y 1970, el señor Llopis sostiene más o menos las mismas posiciones.
(5) Ed. Alberto Corazón, Madrid, 1971, pág. 69. El señor Ludolfo Paramio es sorprendente en este folículo.
(6) En prólogo a H. P. Lovecraft, El sepulcro, Ed. Júcar, Madrid, 1974, pág. 17.
(7) En el número 4 de la revista Horizonte, págs. 145-149.
(8) En H. P. Lovecraft y otros, Los mitos de Cthulhu (sic), 3 vols., Ed. Bruguera, Barcelona, 1977. Se trata del título del prólogo, a cargo de Carlo Frabetti.
(9) Colaboración con Hoffman Price, en H. P. Lovecraft, Viajes al otro mundo, Alianza Editorial, Madrid, 1971.
(10) Colaboración con Harry Houdini, en H. P. Lovecraft, El sepulcro, Ed. Júcar, ed.cit.
(11) Colaboración con Kenneth Sterling, en Antología de relatos de espanto y terror, número 22, Ed. Dronte, Barcelona, 1974.
(12) Colaboración con August Derleth, Nueva Dimensión, número 55, Ed. Dronte, Barcelona, 1974.
(13) L. Sprague de Camp, Lovecraft: a biography, Doubleday, Nueva York, 1975, pág. 123.
(14) Lin Carter, Lovecraft: a look behind the "Cthulhu Mythos", Ballantine, Nueva York, 1972, pág. 40.
© Transcripción 2005, Jorge R. Ogdon (a) Dogon. Especial para la Nueva Logia del Tentáculo.
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