me muestran el espectro
de lo que me aguarda en un porvenir, no sé cuanto de próximo o cuanto
de lejano. Y ahora esa extraño ser, ese engendro de no sé que tipo
de naturaleza, pero enteramente impresentable por su revulsiva y húmeda
deformidad y sus abominables formas humanoides. Esa maldita criatura con su digital
putrefacción me señala claramente la hora de mi ya cercana muerte.
¡Sí! ¡Cercana, cada vez más cercana! Cada latido de
mi corazón se convierte en un macabro diapasón que me anuncia irremediablemente
que el principio del solsticio de invierno marcará el final de mi vida,
de mi maldita existencia, de mi nauseabundo sino. Yo
no siento nada; nada, como si no tuviera manos o pies; nada, como si no pudiera
abrir mis ojos o mi boca; nada, como si mis labios no sintieran sed o mis dientes
hambre. No puedo moverme; siento una pared negra junto a mi brazo derecho, siento
una pared negra junto a mi brazo izquierdo y siento la negrura de una pared aplastando
mi nariz. No siento nada; solamente siento la angustiosa ansiedad y desasosiego
de una claustrofobia infinita. Solamente mis oídos parecen funcionar; oigo
un sonido metálico, algo que me pasa silbando debajo de la barbilla, algo
pringoso que me roza las sienes. De pronto, empiezo a sentir; por fin, llega la
sensibilidad suficiente para notar la humedad, para saborear el gusto amargamente
salobre, para sentir la calidez de una lágrima rodando por una de mis mejillas. |