Y
allí postrado como naufrago que expira su último aliento, presiento
el horror de la tormenta que me espera. Mi caliz amargo baña la tierra
donde fui condenado a fúnebres pasiones, donde mi amante nocturna satisfacia
mi ardor con inútiles ternuras. No volverá a mi regazo, a mis labios
ardientes, al placer con que sediento la devoraba... Vuelvo al llanto y al dolor
creciente, más consuelo ya no espero, bajo esta larva aterradora mi verdugo
observa y siento una mano dura, helada, como si la de un muerto se tratara, palpando
mi cuerpo hasta llegar a mis labios donde un dedo los sella para ahogar mis gemidos
y amordazar mi esperanza. Las yemas
sonrosadas de unos dedos curvilíneos me bordean sinuosamente la piel más
recóndita de mi cuerpo macilento. Es la memoria que reblandece mis ojos
y me pone esponjoso el corazón que creí hace mucho tiempo seco y
muerto en un desierto de placer. Las papilas gustativas de mi lengua son pequeños
cráteres de volcanes apagados, ya no saben a besos. Tengo la boca llena
de tierra absolutamente orgánica, francamente descompuesta y agusanada
por un eterno olvido. Callo. Y ahora,
ahora que puedo verme reflejado en las aguas turbulentas y en las quietas y profundas,
por fin podré saber, saber por qué tantos siglos de soledad a mi
alrededor. Recorro playas de acero y de las de otras, de arenas candentes y dunas
calientes. Voy esparciendo retazos de mi personalidad a cada paso que doy, acercándome
a mi sino, a mí mismo. Y sé, cada vez más |