Una Historia del Terruño
 
 
© Dogon
 
 
 

Llegar a Bacarboca no es fácil. Ir de Zacaraz a Cuello-de-Botella, sí. Desde allí se toma el sinuoso camino de ripio que está a mano izquierda, hacia el sol poniente. Se toma, decía, ese sendero - y no "camino" - serpenteante, como premonitorio del destino al que conduce, entre el verdor indescriptible de los campos linderos a ambas veras, y, luego de recorrer ese inmutable paisaje por unos tres kilómetros, finalmente se alcanza Boca-del-Ratón, una pedregosa e impenetrable mole de pórfido, negro como una noche sin luna, pero brillante, como un diamante incrustado en un carbón, en donde uno se debe apear del caballo o abandonar el vehículo - si no se tiene auto, en Zacaraz se pueden alquilar mulas o caballos -.

De aquí en más - lo que significan otros buenos tres kilómetros - hay que andar a pie la senda ondulante que asciende hacia la cima de Boca-del-Ratón, y que, a unos doscientos metros antes de alcanzarla, vira y bordea esa nunca hollada cumbre, para descender suavemente por la ladera oeste, a lo largo de unos seiscientos metros, por una huella polvorienta, la cual, como una cicatriz a una mejilla, corta a una vasta planicie, que no es sino el anfiteatro natural de una elevación de mármol vareteado. Su superficie exhibe el pulimento climático de incontables eones; esto, por supuesto, sería lo de menos - al menos, lo menos sorprendente -, si no fuera porque en ese afloramiento de roca tan venerablemente antigua existen cuatro entradas a un mundo subterráneo de inacabables e increíbles galerías y grutas, cavernas y fosas, repletas de maravillas deslumbrantes que ocultan inconcebibles historias.

Fue en este sitio tan portentoso que se cultivó el espíritu de un hombre llamado Pastolio. No se trataba de nadie en especial. Nació en Andalucía, esa ciudad mozárabe tan cultivada, y, luego de dieciséis años de campesinado forzado - era hijo de un labriego, medio bruto, medio loco -, se largó al campo a vagabundear por donde le viniera la real gana, hasta que, un soleado y veraniego día del Año del Señor 1588, a los sesenta y un años de edad, vino a recalar en ese lugar veramente fenomenal, al cual los (escasos) habitantes cercanos ya denominaban "La Marmolada" y que, al decir de sus inconexos o premeditadamente vagos mitos locales, existió desde el Origen del Mundo, sino antes, pues, según los más ancianos lugareños, databa desde antes de que existiera el mismísimo Tiempo. Con esto, en realidad, querían decir que "La Marmolada" debe haber sido el sitio sagrado de alguna banda o tribu prehistórica, y que el curso de los siglos alimentó la fértil imaginación popular, con más razón en lugar tan poco poblado y abandonado de la mano de Dios.

Nunca mejor dicho esto último, porque allí, cerca del anfiteatro, hay cuatro monolitos de sección cuadrangular y gran altura - unos veinticinco metros -, y de una confección megalítica incomparable. Según le contaron a su llegada a Pastolio, eran conocidos como "Los Dedos del Diablo" y nadie quería ni siquiera acercarse a ellos, ni, obviamente, a "La Marmolada" misma. Se decía que cada acceso a los laberintos subterráneos era otra tanta puerta de entrada al Infierno. Curiosamente, como notó oportunamente Pastolio, sus informantes se referían a ese endemoniado mundo ctónico con el nombre de "Adés", muy similar al griego Hades, bien conocido por él gracias a las tardes dominicales con los frailes de un convento de Andalucía, en el que buscó refugio después de huir de su padre y que era regenteado por esos algo heréticos monjes de la Familia Charitatis, una suerte de cofradía católica heterodoxa dedicada a la preservación del conocimiento oculto.

Seguramente, a Pastolio le debe haber parecido menos riesgoso asentarse allí que seguir su periplo vagabundo, pero lo que sí es cierto es que, desde que llegó al sitio de siniestra fama, se decidió a combatir cualquier demoníaca influencia que dominara la comarca. Se instaló en el anfiteatro mismo, donde, al cabo de unos días, erigió una pequeña capilla dedicada a San Trobiano, un oscuro santón calendario a quien ya ni siquiera se mencionaba en el Santoral Oficial de la Santa Sede vaticana. Al comienzo, por supuesto, los rústicos campesinos se convencieron, los unos a los otros, de que el "raro pero corajudo (y falso) predicador" estaba completamente chiflado, obviamente arrebatado por un extravío delirante de santón popular; pero, más tarde, se dieron cuenta que Pastolio no era un embaucador de los tantos que otrora habían pasado por la región, si bien, hay que admitirlo, estos sólo habían sido dos desde que San Pedro fundara la Eklesía de Roma. Porque Pastolio vivía de rodillas, orando ante el diminuto altar de su capilla, o, de a ratos, saltando como un poseso al son de exaltados exorcismos contra el Maligno. Tampoco comía más que la hoja de un arbusto - que crecía detrás de la naos y fue el único que encontró al asentarse -, y un grano de arroz - que sacaba de una bolsa de libra que traía consigo antes de conocer el lugar - por día. Todos los alimentos que los pobladores le habían ido obsequiando por compasión a su locura y pobreza, se los había dado, a su vez, a las aves migratorias y a las alimañas, que poblaban los nublados cielos y el agotado suelo. En fin, que a ojos vista, Pastolio era un genuino "hombre de Dios", quien, aún pareciendo mentira, debe haber terminado por hastiar a Satán, al punto que el Príncipe de las Tinieblas terminó por mudarse a otro confín del Orbe, al grito de "¡Me vengaré de ti!".

De este modo, Pastolio se convirtió en el "santón", el "héroe deificado" de la zona. Porque dicen que, en ese entonces, la prueba irrefutable de que Pastolio había expulsado a Lucifer y sus secuaces de allí era que Bacarboca se había vuelto un vergel, una "tierra de leche y miel", un verdadero "Edén sobre la Tierra": la Mesopotamia asiática, el luengo Nilo o la Amazonía sudamericana, comparadas con Bacarboca, eran raquíticas regiones infértiles. Claro que tanta exuberancia de riquezas naturales no podía ser beneficiosa: todo lo que abunda se abarata y todo lo que se extiende más allá de lo razonable se condena por demencia u obra del Demonio.

En efecto, los habitantes de la otrora deplorable y paupérrima comarca enloquecieron - no sabemos si de alegría o devoción -, pues comenzaron a convocar a los indigentes, los mendigos, los desamparados, los tratados injustamente, los descastados, los marginales, los hambrientos, los pobres, los sedientos, los enfermos, los desesperanzados - y eran tantos -... En fin, todo aquello que ningún gobierno digno de tal nombre pudiera tolerar por mucho tiempo.

Un mañana que prometía un día esplendoroso, todo el ejército del Rey de España cayó sobre Bacarboca como el lobo sobre la presa y asoló la región hasta dejarla como era en un principio: un yermo casi deshabitado. "Dios hizo así a esa tierra tan española y tan mía. No es quien un hombre para hacerla diferente" - dicen que pronunció sentencioso el Santo Defensor de la Cruz de Cristo, algo mosqueado, el día que decretó el futuro interminable de Bacarboca.

El Pontificado exigió a la Corona que rindiera homenaje calendario al recientemente ascendido a "Santo Patrono Mártir de Bacarboca", San Pastolio, porque, si bien su obra se había salido de madre, no obstante el Negro nunca volvió a aparecer - excepto por el ejército regio, aquél día -, al decir de los escasos y dispersos sobrevivientes. "Total, Su Majestad, gentes que ya no existen, ¿cómo podrían atestiguar milagros? Y... Bacarboca está lo bastante lejos y perdida como para molestarnos, ¿no estamos de acuerdo?" - dicen que se expresó el Santo Padre durante sus tratos con el Rey.

Sólo ahora, el turista que se atreve a conocer la historia que le cuentan los pocos descendientes de aquellos desbandados ancestros, y a ver con sus propios ojos lo que quedó de aquel Paraíso de antaño, puede comprender la magnitud del castigo regio sobre la edénica tierra de Bacarboca: condenada a la ausencia absoluta de todo su esplendor celestial y al recuerdo legendario en la mente de degradados sociales; a la realidad de ser un sueño que ningún hombre volverá a soñar.

Insólita Iberia

 
  
 

© 2002, Jorge R. Ogdon. Queda hecho el depósito que marca la Ley N° 11.723 de Registro de la Propiedad Intelectual de la República Argentina. Es propiedad.

 
  
   

   
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