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El Vídeo de Jesús

Advance Dreamers


Publicamos los cinco primeros capítulos de una novela de intriga en la línea de “El Código DaVinci” que se ha convertido en todo un fenómeno por toda Europa y que en España será editada por Bibliópolis

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El Vídeo de Jesús
Andreas Eschbach
Título original: Das Jesus Video
Traducción: Henrike Fesefeldt y José María Faraldo
Cubierta de Alejandro Terán
Bibliópolis, 2007
ISBN: 978-84-96173-56-9
PVP: 19,95 €

1


Desde que sabía que iba a ser famoso, les estaba esperando. Le asombraba que vinieran tan pronto, pero no le sorprendía.
Primero sólo se vio, allá a lo lejos, una nube de polvo. La percibió con el rabillo del ojo, levantó la vista y se preguntó si la ansiedad y la tensión de sus nervios le estarían engañando. Era muy probable. Los vehículos que iban por la pista pedregosa que se extendía aproximadamente un kilómetro al sudoeste del campamento solían levantar nubes de polvo como aquélla. Seguro que esta vez también se trataba de otro camión más que se dirigía al pueblo cercano. Lo más probable era que no significara nada. Por lo menos no aquello que él esperaba.Añadir Anotación
Devolvió su atención a los pocos centímetros cuadrados de terreno sobre los que estaba trabajando con un pincel de cerdas desde hacía una hora. Hacía calor. Era junio, y las temperaturas alcanzaban y superaban los veintiocho grados ya desde las primeras horas de la mañana. A partir de ese momento todos evitaban mirar el termómetro. No había llovido desde hacía semanas, lo que era bueno para el trabajo, pero a causa de ello la capa superior de la tierra se había convertido en un polvo asqueroso y fino que se alzaba al más mínimo soplo de viento, un polvo que respiraban, comían, llevaban consigo hacia sus tiendas y camas de campaña y que no iban a poder quitarse de encima hasta el final de los trabajos de excavación. Combinado con el sudor, formaba una capa fina y sucia, imposible de combatir con las duchas de goteo, tan parcas en agua, que utilizaban en el campamento.Añadir Anotación
Sí, tenía que reconocer que estaba expectante. Que algo en su interior ardía de impaciencia. Que sólo trabajaba para distraerse. Poco antes, al retirar con sus propias manos la tierra de un sector que parecía prometedor, había encontrado una moneda, un shekel que databa de la Guerra Judía, una valiosa moneda acuñada en plata que mostraba una flor con tres cálices y que tenía en los bordes una leyenda escrita en el antiguo alfabeto hebreo. La había limpiado con su pincel para poder fotografiarla y anotarla en su libro de excavación. Normalmente, un hallazgo de este tipo le hubiera causado gran entusiasmo. Los judíos sólo habían acuñado monedas de plata de alto valor durante un período muy corto de los tiempos de la ocupación romana, concretamente en la época de la sublevación que empezó en el año 66 y fue sofocada en el año 70 por las tropas de Roma. Fue entonces cuando había sido destruido el Gran Templo, y había comenzado el éxodo de los judíos. La moneda era otro hallazgo que permitiría datar las tumbas que estaban descubriendo.Añadir Anotación
Pero sus pensamientos se hallaban en otro lugar. En el hallazgo del día anterior. No lo había encontrado él mismo —lo había descubierto uno de los ayudantes de la excavación, un joven estudiante estadounidense—, pero él era el único que se había dado cuenta de su significado. Sólo de pensar en ello, le entraban escalofríos. Nunca antes los arqueólogos habían hallado un descubrimiento tan explosivo, un artefacto que literalmente iba a hacer temblar los cimientos de la civilización.Añadir Anotación
La nube de polvo se estaba acercando, había dejado atrás el desvío y, en vez de seguir adelante hacia el pueblo, tomaba el camino hacia el campamento. Charles Wilford-Smith dejó el pincel en el libro de excavación abierto, entre cuyas páginas crujía la arena, y se levantó.
El paisaje que le rodeaba le seguía causando irritación. Tierras yermas, desiertas, se extendían en ondas escasas, faltas de vegetación a excepción de unos pocos tallos secos que crecían a la sombra de las rocas más grandes. Por lo menos eso concedía una pátina verde a la llanura, antes de que se tornase en el gris de un horizonte de colinas cuya altura original había sido nivelada por un viento que soplaba desde hacía innumerables milenios y que todavía seguía soplando. A pesar de ello, no se tenía sensación de espacio. Antes al contrario, uno se sentía como debajo de una lupa. Como si uno pudiese sentir en sus propias carnes cómo la historia de por lo menos tres grandes culturas se entrelazaba en esas tierras. Cada piedra y cada matorral seco y achaparrado parecía estar impregnado de los recuerdos de dramas sangrientos y persecuciones despiadadas; los ecos lejanos de las voces de los profetas bíblicos parecían resonar aún en las montañas y el fervor de innumerables oraciones parecía penetrar en el cuerpo como la radiación.Añadir Anotación
Se quitó lentamente el sombrero de ala ancha que siempre se ponía para el trabajo. Sin quererlo, con el tiempo se había convertido en algo así como su marca de fábrica, y los años habían dejado su huella sobre él. Sacó un pañuelo que en algún momento había sido blanco y se secó la frente y la parte superior de la cabeza, donde su cabello, cano desde hacía años, se encontraba en retirada.Añadir Anotación
—Shimon —dijo a media voz.
La cabeza de un hombre de unos cincuenta años emergió del agujero en la tierra que había a su lado, un rostro de luna llena, el pelo oscuro y rizado y una barba poblada. Abría y cerraba los ojos con aspecto ausente. Hasta ese momento aquellos ojos habían estado fijos en el pasado, en un tiempo que distaba unos dos mil años, y sólo con mucha dificultad se volvían a acomodar al presente.Añadir Anotación
—¿Qué hay?
Señaló hacia la nube de polvo que se acercaba.
—Tenemos visitas.
Ya se podía reconocer el vehículo, una oscura y alargada limusina que sin duda no había sido construida para aquellas pistas de tierra. El sol lanzaba destellos en las molduras cromadas que rodeaban los cristales oscurecidos cada vez que el coche atravesaba uno de los innumerables baches y se tambaleaba como un guardacostas en mar gruesa.Añadir Anotación
—¿Visitas? —Shimon se levantó lentamente y miró hacia el coche—. ¿Quién puede ser?
—Visitas importantes.
—¿Alguien del gobierno?
—Más importantes, supongo. —Se volvió a poner el sombrero y se metió el pañuelo en el bolsillo—. Nuestros patrocinadores.
—¡Ya! —Shimon Bar-Lev le miró a la cara. Colaboraban desde hacía casi veinte años—. Área 14, ¿no es cierto? Es lo que quieren ver. ¿Y qué hay de nosotros? ¿Quieres mantener en secreto eternamente lo que tú y ese...? ¿Cómo se llama?
—Foxx —dijo Wilford-Smith con paciencia. La mala memoria de Shimon para los nombres de personas vivas era legendaria—. Stephen Foxx.
—Sí, eso es. Lo que tú y ese Foxx habéis encontrado.
—No, por supuesto que no.
—Pero, ¿el tipo éste de la limusina lo va a saber antes que yo?
—Sí. Créeme, Shimon, una vez que lo sepas, entenderás por qué actúo así.
Shimon gruñó algo ininteligible. Parecía un niño enfurruñado.
Wilford-Smith miraba a su alrededor. Unas imágenes de satélite le habían proporcionado la pista para descubrir aquel asentamiento, que debía de haber estado habitado hacia el cambio de era. A partir de aquellas imágenes habían determinado diecinueve áreas de excavación. Dentro de cada área habían procedido a excavar mediante un sistema de cuadrícula, trazando cuadrados de cinco por cinco metros. La rejilla, que había sido marcada en la superficie, se mantenía en su sitio y formaba entre los cuadrados excavados un corte de perfil de un metro de anchura que permitía al excavador relacionar todos los detalles con un sistema de referencia fijo. Era el método tradicional, cuya eficacia había sido probada en todo el mundo. Y por supuesto, la cuadrícula, las llamadas «pasaderas de gato», servían como vías de acceso a todos los puntos de la excavación, a veces como un sistema de estrechos puentes sobre abismos.Añadir Anotación
Por el momento, de las diecinueve áreas sólo estaban trabajando en las cinco más prometedoras. Es decir, desde ayer, las seis. Había dado la orden de suspender los trabajos en el área 14, y en cambio había puesto a los ayudantes a quitar las capas superiores del área 3. Por encima del lugar del hallazgo habían montado una gran tienda blanca que por las noches era vigilada por un par de individuos jóvenes y hoscos armados con ametralladoras cargadas. Los hombres pertenecían a un servicio de seguridad con sede en Tel Aviv y habían aparecido poco menos de hora y media después de su conversación telefónica con el hombre que, según todos los indicios, se encontraba dentro de la limusina negra.Añadir Anotación
Claro que había rumores. Casi podía oír un zumbido cuando andaba entre los arqueólogos. La mayoría de ellos estaban allí de prácticas, eran jóvenes auxiliares voluntarios que provenían de todo el mundo y que habían llegado hasta ellos gracias a la intervención de la Israel Antiquities Authority en Jerusalén. A cambio de una compensación ridícula y la sensación de participar en una aventura, se avenían a levantarse a diario a primera hora y cargar durante todo el día con cestas de tierra y piedras. Ahora le observaban por el rabillo del ojo y se preguntaban qué era lo que estaba pasando.Añadir Anotación
—Tal vez lo mejor sea que suspendamos todos los trabajos por hoy —se preguntó a media voz—. Que descanse la gente.
Shimon le miró con estupefacción.
—¿Acabar? ¡Pero si ni siquiera son las tres de la tarde!
—Ya lo sé.
—¿De qué va esto? Hay tanto que hacer. Acaban de empezar con el área nueva y ya...
Sintió cómo su voz iba cobrando un tono de impaciencia.
—Shimon, todas estas personas son gente joven, inteligente, llena de energía y rebosante de curiosidad. No importa cómo lo consigas, pero que ninguno de ellos se acerque por la tarde al área 14, all right?
El otro le miró un largo rato y, como siempre, se produjo aquel entendimiento recíproco que ambos percibían como algo mágico.
All right —dijo Shimon. Sonaba como una promesa. Y lo era.
Suspiró y se encaramó desde el fondo de la excavación a la estrecha pasarela del nivel del suelo original. Más allá, donde estaba el área 3, los vio. En su mayoría hombres jóvenes; sólo había entre ellos unas pocas mujeres que además recibían constante cortejo. Observaron primero el coche negro que en aquel momento cruzaba lentamente, casi con indecisión, el aparcamiento, y después le miraron a él. Casi podía sentir sus miradas en la piel, mientras se acercaba con paso tranquilo a la zona vagamente delimitada para aparcar los coches. Por lo menos esperaba tener aspecto de estar tranquilo y no simplemente de debilidad. Desde que había pasado los setenta había empezado a recordar las quejas de su padre, quien durante los últimos diecisiete años de su vida no había dejado ni un día de mantener informada a su familia sobre lo que denominaba la «decadencia progresiva» de su cuerpo.Añadir Anotación
El coche negro se había detenido. Matrícula amarilla, lo que quería decir que se trataba de un coche israelí. ¿De dónde diablos había salido en Israel un coche como aquél? Siempre le asombraba lo que se podía conseguir con dinero.
Era evidente que estaban esperándole en el interior, que lo más probable era que estuviera agradablemente climatizado. Cuando hubo alcanzado el coche, se bajó el chófer, un hombre gigantesco, con los hombros anchos, el pelo cortado al estilo militar, vestido con un uniforme también casi de aspecto militar, con un revólver claramente perceptible en una pistolera que llevaba al hombro. Lo más seguro es que fuera un guardaespaldas profesional que al mismo tiempo ejercía de chófer, dado que la manera de abrir la portezuela parecía torpe y como aprendida de memoria.Añadir Anotación
El hombre que salió del interior de la limusina no sólo era rico y poderoso, sino que también tenía aspecto de serlo. Vestía un traje azul oscuro, de corte impecable, que en aquel entorno habría parecido totalmente fuera de lugar si lo hubiese llevado otra persona. Pero John Kaun, señor absoluto de un consorcio empresarial a escala mundial, estaba acostumbrado a que el mundo se sometiese a sus deseos, y no al revés. De algún modo, aquella regla parecía también válida para paisajes desérticos, excavaciones arqueológicas y temperaturas veraniegas.Añadir Anotación
Se saludaron con la debida cortesía. Sólo se habían encontrado dos veces: la primera, cuando negociaron el apoyo financiero para las excava-ciones, y después una segunda vez, cuando en Nueva York se inauguró una exposición de hallazgos de los tiempos del rey Salomón. Habría sido una exageración decir que sentían simpatía el uno por el otro. Más bien se podía decir que se consideraban mutuamente un mal necesario.Añadir Anotación
—Así que lo ha conseguido —dijo John Kaun, y paseó la mirada por el paisaje.
Era fascinante observarle; daba la impresión de que aquellos ojos tuviesen la capacidad de absorber literalmente la información óptica disponible, de vaciar el entorno con la mirada. Uno se esperaba que las montañas se arqueasen y se dirigieran hacia aquellos ojos o que perdieran el color al ser miradas o algo por el estilo.Añadir Anotación
—Ha encontrado algo que va a ser más que una nota a pie de página en un diccionario de arqueología.
—Eso parece —dijo Charles Wilford-Smith.
—Heinrich Schliemann halló Troya. John Carter la tumba de Tutanka-mon. Y Charles Wilford-Smith...
Por primera vez la máscara del poderoso dejó entrever emociones humanas.
—Tengo que confesar que apenas puedo resistirlo —explicó—. No he dejado de pensar en ello durante todo el vuelo.
Charles Wilford-Smith señaló a modo de invitación en dirección a la tienda que en su día había sido parte del equipamiento del ejército británico.
—Sea lo que sea lo que se ha podido imaginar —dijo—, la realidad lo supera.








2


La primera campaña de excavaciones había sido planeada para un período de cinco meses que habría de empezar en el mes de mayo. La dirección estaba en manos de quien esto escribe, mientras que el Dr. SHIMON BAR-LEV era el responsable de la documentación. El capataz era RAFI BANYAMANI. A causa de la extensión del campo de excavación se llegó a emplear temporalmente hasta ciento diecinueve voluntarios como auxiliares de excavación.Añadir Anotación

Prof. Charles Wilford-Smith,
Informe sobre las excavaciones de Bet Hamesh


El teléfono sonó poco antes de la cena.
Lydia Eisenhardt salió de la cocina cuando se puso a sonar por segunda vez. Se limpió las manos en su delantal antes de coger el teléfono. Era uno de esos aparatos con el antiguo marcador en forma de disco y un auricular pesado y macizo, que estaba instalado en la pared de un oscuro pasillo. Esto les obligaba a telefonear entre los abrigos colgados en el guardarropa y el armario para zapatos, repleto con las botas de agua de colores de los niños. Lo habían heredado del antiguo propietario de la casa y habían decidido quedárselo.Añadir Anotación
—¿Diga?
Al otro lado de la línea, una voz cristalina hablaba en un alemán fluido con marcado acento norteamericano.
—Al habla el despacho de John Kaun. Soy Susan Miller. ¿Podría ponerme con el señor Peter Eisenhardt?
—Un momento, ahora le aviso. Seguramente está usted llamando desde el extranjero.
—Sí, desde Nueva York.
Lydia se miró impresionada en el espejo del guardarropa. Su marido recibía muchas llamadas, pero eso era algo nuevo.
—Enseguida.
Dejó el auricular sobre la mesa, se dirigió deprisa a la escalera del primer piso y subió rápidamente unos escalones.
—¿Peter?
—Sí —se pudo escuchar desde detrás de la puerta del estudio.
—Tienes una llamada. —Y, con más énfasis—: ¡Nueva York!

Hay palabras que parece que son mágicas. Dos de ellas eran Nueva York. Para un escritor, Nueva York es lo que para los actores Hollywood: el centro del mundo, el Olimpo artístico, el lugar deseado, admirado, temido, despreciado, en el cual, y sólo en el cual, una carrera puede llegar a culminar.
¿Nueva York? Eso sólo podía significar Doubleday. O Random House. O Simon&Schuster. O Alfred Knopf. O Time Warner... Eso sólo podía significar que finalmente había funcionado la venta de los derechos de sus libros en Estados Unidos que tanto había deseado...
Ahora tenía que mantener la calma. Peter Eisenhardt miró la gran hoja de papel de envolver colgada delante de él en la pared detrás de su escritorio. Estaba cubierta con flechas gruesas y delgadas, símbolos extraños, nombres, notas garabateadas caóticamente, papelitos pegados y fotos de revistas. El borrador de la nueva novela en la que estaba trabajando. A veces no podía dejar de pensar que por lo menos el borrador, de tres metros por uno y medio, era una obra de arte. Pero ahora sólo tenía en su mente: ¡Nueva York!Añadir Anotación
—¡Voy!
Le faltaba el aliento cuando llegó al teléfono, y no tenía ni idea si eso era bueno o malo. Lydia se había quedado escuchando con atención de pie junto a la puerta a la cocina, de la que salía un olor a vinagre, albahaca y pepinos frescos.
—Peter Eisenhardt —dijo mientras se miraba en el espejo. Todavía conservaba su figura delgada, a pesar de pasarse la mayor parte del día sentado, y sólo su pelo estaba empezando a clarear de modo preocupante. ¿Qué aspecto tendría en la contracubierta de un libro de bolsillo americano?
—Buenos días, señor Eisenhardt —escuchó una voz americana que dominaba el alemán de forma asombrosa—. Mi nombre es Susan Miller, soy la secretaria de John Kaun. ¿Le suena este nombre?
¿Kaun? ¿John Kaun? Se quedó sorprendido. Tuvo la esperanza de que no se tratase de alguien a quien fuera imperdonable no conocer.
—Para serle sincero, no. ¿Debería sonarme?
—El señor Kaun es el presidente del consejo de dirección de Kaun Enterprises, un holding al que pertenecen entre otras la compañía de televisión NEW, News and Entertainment Worldwide...
—¿La competencia de la CNN? —Al punto se maldijo a sí mismo por haber dicho aquello.
—Hmm, sí. Estamos trabajando para convertirnos en el número uno.
Qué tonto era.
—Qué bien —dijo Eisenhardt, desmayado.
—Entre las empresas que pertenecen a Kaun Enterprises está la editorial alemana que publica sus novelas —siguió la voz.
—Ah —dijo Eisenhardt. No lo sabía. Sorprendente.
—El señor Kaun desea que usted sepa que está muy orgulloso de publicar sus obras. Quiere saber si sería posible contratarle por unos días.
—¿Contratarme? —repitió Peter Eisenhardt—. ¿Quiere decir para algún acto público? ¿Un viaje para presentar mis libros? —Eso sería prácticamente lo mismo que la venta de los derechos. Algo así le apetecía muchísimo: viajar a Estados Unidos, ser por unos días el huésped solicitado en las propiedades de un multimillonario, centro de una noche literaria en uno de esos exclusivos y míticos clubes de Nueva York, rodeado de los miembros de la vieja aristocracia financiera, orgullosos de entender todavía algo de alemán...Añadir Anotación
—En realidad no se trataría de un viaje para presentar sus libros —le corrigió con delicadeza la voz al otro lado de la línea—. El señor Kaun le quiere contratar como experto en temas de ciencia-ficción. Su fantasía como autor.
—¿Mi fantasía como autor? ¿Y para qué le hace falta?
—No lo sé. Me han autorizado para ofrecerle unos honorarios de dos mil dólares al día, además de los gastos, por supuesto.
Peter Eisenhardt miró a su mujer con los ojos entreabiertos.
—¿Dos mil dólares al día? —¿Cuál sería el cambio actual del dólar?—. ¿Y en cuántos días había pensado el señor Kaun?
—Sería por lo menos una semana, es posible que más. Y tendría que venir usted mañana mismo.
—¿Mañana?
—Sí. Eso es una condición.
Al oírlo, Lydia había tragado saliva, pero ahora levantó los pulgares de las dos manos en señal de asentimiento. El dinero les vendría muy bien en aquel momento. Estaban esperando un anticipo que no llegaba nunca, y una de las revistas para las que Eisenhardt escribía de vez en cuando por meras razones alimenticias había rechazado un artículo en el que había invertido un montón de tiempo.Añadir Anotación
—Pero, ¿usted no sabe qué se supone que tengo que hacer para que me paguen dos mil dólares al día? —Desconfiando, Peter Eisenhardt intentó otra vez averiguarlo.
—Lo siento, no lo sé. Pero el contrato que se me encargó enviarle por fax en caso de que usted acepte es nuestro contrato estándar de asesoramiento. Así que supongo que quiere que usted le asesore en algún asunto.
Peter Eisenhardt respiró hondo y dirigió una mirada a su mujer, que asintió, animándole. Y ciertamente percibía que tenía ganas de aventuras. ¿Y por qué no? Salir otra vez a ver mundo, dejar atrás a la mujer y a los niños por un tiempo...
—Pues bien —dijo.
Okay —dijo la mujer, y parecía aliviada. Era de suponer, pensó Eisenhardt molesto, que ya había hablado con una larga lista de autores que no tenían tiempo o ganas porque podían ganar más dinero escribiendo que con el sueldo que le acababan de ofrecer como asesor.
—Voy a ordenar que le depositen un billete en el aeropuerto de Francfort —continuó la voz, ahora de manera rutinaria—. Sólo le hace falta su pasaporte. Tiene que estar allí mañana, como muy tarde a las ocho y media. Directamente en el mostrador de El Al. Es importante que sea puntual.
—¿El Al?
—Es por los controles de seguridad. El avión sale a las diez, y si no se presenta antes de las ocho y media en el mostrador, no podrá embarcar.
Eisenhardt seguía asombrado.
—¿Acaba usted de decir El Al?
—¡Oh! —dijo. Ahora parecía estar avergonzada de verdad—. I´m very sorry. Se me olvidó decirle que el señor Kaun está ahora mismo en Israel. Quiere que vaya usted a Israel.








3


Véase: plano de los campos de excavación, cf. gráfico I.3, y el plano de corte topográfico I.4a-s, así como el plano de los restos de edificaciones (fig. I.5).
En total se habían determinado, a partir de las fotos de satélite aludidas en el capítulo I.2, diecinueve áreas de excavación, de las cuales se eligieron las que parecían más prometedoras, es decir, las áreas 14, 9, 2, 7 y 16 (mencionadas en el orden previsto), para la primera campaña de excavación. Como he comentado antes, los trabajos en el área 14 fueron suspendidos antes de tiempo para continuar en el área 3 (vid. capítulo II.1).
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Prof. Charles Wilford-Smith,
Informe sobre las excavaciones de Bet Hamesh


Parecía algo muy importante. Más una invasión que una visita. En el terreno situado junto al área 14, el tractocamión acababa de poner en el suelo la tercera de un total de cinco caravanas alargadas, relucientes y plateadas, y cada hora aumentaba el número de unos ayudantes que llevaban unas ropas tan idénticas que casi parecían un uniforme. Algunos de ellos se ocupaban en levantar una suerte de valla alrededor del lugar donde se encontraban las caravanas. Un poco al margen habían colocado un generador de corriente, una caja oscura y angulosa cuyo zumbido se podía escuchar desde lejos y de la cual salían gruesos cables eléctricos que atravesaban el terreno de las caravanas y acababan en la gran tienda que se había levantado sobre el lugar del hallazgo, en el área 14.Añadir Anotación
—Muchos de ellos llevan armas —dijo Judith, que seguía todo aquel alboroto con el ceño fruncido.
—Hmm —masculló Stephen Foxx mientras masticaba. Los bocadillos que les daban en los descansos cada vez sabían peor. Ya iba siendo hora de hablar con los dos chicos encargados de la cocina. O de pensar en algo para abastecerse uno mismo. Tal vez había una posibilidad en el pueblo ése del que todo el mundo hablaba. Allí debía de haber tiendas, tal vez incluso algo parecido a un supermercado.Añadir Anotación
—Me pregunto de qué va todo esto. Se están instalando. Aquello son caravanas, ¿no es cierto?
Foxx asintió.
—Claro que sí. Quien se hace llevar en un coche como ése no va a pasar la noche en una simple tienda.
—En todo caso, a mí me asombra que alguien así vaya a pernoctar en este campamento.
—A mí también.
Cogió su botella de agua para quitarse el sabor insípido del pan con el agua tibia. Un cambio dudoso.
—Por cierto, lo de esta noche, ¿no será una fiesta familiar religiosa o algo por el estilo?
Judith negó con la cabeza sin quitar la vista de las obras.
—Nada de eso.
—¿Así que no tendré que llevar la kipa ni quitarme los zapatos?
—Como no eres judío, no tendrías que ponerte la kipa en ningún caso.
—¿Qué hay de oraciones?
—Déjalo ya. Simplemente vamos a pasear un poco por Tel Aviv, y después vamos a comer algo. Yehoshuah conoce al propietario, y nos van a dar la mejor mesa, eso es todo. Me pregunto quién será el tipo del traje.
—Se llama John Kaun.
—¿Qué?
Ahora sí que le miró. Y nada mal, para colmo. A Stephen Foxx le gustaba cuando ella le miraba con sus ojos negros y ardientes. Judith Menez era la hermana de Yehoshuah Menez, uno de los asistentes de arqueología en el Museo Rockefeller de Jerusalén al que había conocido vía Internet y que le había proporcionado el puesto de asistente en aquella excavación. Ella tenía una figura esbelta, con excepción de aquellas partes donde la esbeltez habría sido una desventaja, un cabello poblado de rizos negros y largos, una sensacional nariz aguileña y un temperamento admirable, y ya iba siendo hora de conseguir que se metiera en su cama. Sin embargo, hasta ahora ella no parecía ni siquiera haberse dado cuenta de que él andaba todo el tiempo tirándole los tejos. O, en el caso de que se hubiera dado cuenta, sabía disimularlo perfectamente.Añadir Anotación
—John Kaun —repetió Stephen—. El propietario y presidente del consejo de dirección de Kaun Enterprises. Lo más importante que tiene que ver con él es la cadena de televisión NEW, con la que está intentando desde hace años disputarle a la CNN su lugar en el mercado de los medios de comunicación.Añadir Anotación
Ella parecía estar impresionada.
—Huele a mucho dinero.
—Kaun hizo su primer millón cuando tenía veintidós años. Los hay que le llaman Johngis Khan, por sus métodos digamos no siempre del todo limpios. Tiene cuarenta y dos años y es uno de los hombres más ricos de Estados Unidos. —Foxx dudó un momento si sería tácticamente inteligente mencionar ahora que él había hecho su primer millón poco antes de cumplir los diecinueve. Mejor que no. Eso lo haría parecer como si quisiera dárselas de importante. No era que no quisiera hacerlo, pero para hacerlo bien no debía sonar a fanfarronada—. Y es quien financia esta excavación.Añadir Anotación
Sus ojos se abrieron aún más.
—¿De veras? ¿De dónde sacas eso?
—Leo los periódicos que hay que leer.
—Lees los periódicos que hay que leer, claro.
Stephen Cornelius Foxx, de veintidós años, era de Maine, en el noreste de Estados Unidos. Delgado, casi como un alambre, era un poco más bajo que la media, algo que sabía compensar con una postura recta y un porte seguro de sí mismo, y llevaba unas gafas de montura muy fina, de aspecto intelectual. Su hobby era participar en proyectos de investigación científica en todo el mundo. Ya había anillado aves en Islandia, había contado especies de hormigas en Brasil, había participado en estudios comparativos sobre la eficacia de diversos sistemas de riego en los márgenes de la sabana africana, y en Montana había ayudado a desenterrar huesos de saurios. Stephen Foxx era el socio más joven que jamás fuera admitido en la célebre Explorer´s Society de Nueva York, una sociedad que desde siempre apoyaba con dinero y personal excavaciones, expediciones a la selva y otros proyectos de investigación en todo el mundo. Y era un socio de pago, al igual que los otros. Sólo por ello le tomaban en serio, tal como él deseaba.Añadir Anotación
Nunca se había echado atrás ante algo que se había propuesto sólo por no tener la edad que según la opinión general hacía falta para ello. Había comprendido muy pronto cuál era la importancia del dinero en la vida: el dinero era el medio que a uno le permitía llevar la vida que uno deseaba llevar. El que tenía dinero podía hacer lo que le apeteciera; el que no lo tenía, debía hacer lo que los otros querían. Así que era mejor tener dinero.Añadir Anotación
Por ello había empezado muy pronto a usar los ordenadores, pero no por ganas de jugar, como la mayoría de los aficionados, sino porque tenía claro que con ellos le sería más fácil ganar el dinero que le permitiría llevar la vida que le apetecía: por encima de todo, una vida interesante.
A los dieciséis años había conseguido convencer a una empresa de su ciudad natal, dedicada a la venta de repuestos para coches, de que él sería capaz de desarrollar exclusivamente para ellos un sistema informático de administración que funcionaría mejor que el que tenían y que podría usarse en los ordenadores de los que ya disponían. Un año más tarde recibió un cheque por una suma tan alta que incluso su padre, un abogado acostumbrado a firmar y cobrar minutas dolorosamente altas, quedó impresionado.Añadir Anotación
El truco de aquella gigantesca transacción estaba en el hecho de que Stephen Foxx se había limitado a escribir las especificaciones precisas para el sistema, y de la programación de las diversas partes del sistema se habían encargado unos programadores de la India, que eran en su totalidad estudiantes de informática y a los que nunca había llegado a conocer en persona. Toda la operación se había hecho a través de Internet. Había enviado a la India una descripción detallada de un módulo de función, el colaborador en cuestión había desarrollado el programa correspondiente, y había mandado la codificación del programa de vuelta por la misma vía. Stephen sólo tuvo que unir los diversos componentes en un sistema integral e instalarlo, después de una serie de pruebas de funcionamiento, en los ordenadores —por fortuna listos y disponibles— de su cliente.Añadir Anotación
Todo esto había funcionado de maravilla, sobre todo porque la calidad de los programas que había recibido de sus colaboradores de la India superaba todo lo que se solía ver en su entorno habitual. Prácticamente libres de errores. Al final, la parte más complicada de la operación había sido el transferir la parte de los beneficios que correspondía a sus colaboradores desde los bancos americanos a los de la India, un procedimiento que tuvo que repetir cinco veces, porque pudo vender el programa a cinco empresas más. No sólo él, sino también sus colaboradores indios se habían hecho ricos de ese modo, y en aquel momento la mayoría de ellos tenía su propia empresa informática que trabajaba para clientes de todo el mundo. Mientras tanto, encargar programas en la India se había convertido en la regla para muchas empresas occidentales.Añadir Anotación
Stephen no sentía el ansia de aspirar a conseguir miles de millones después de obtener su primer millón. Si bien podía comprender más o menos lo que pasaba por la cabeza de alguien como John Kaun, era incapaz de imaginárselo para sí mismo. De modo que había acabado sus estudios en la high school, había empezado a estudiar Economía Política en una pequeña universidad relativamente desconocida y acogedora, andaba por el mundo en su Porsche de color rojo carmesí e intentaba ligarse a las chicas más atractivas. Su dinero le servía sobre todo para sentirse tranquilo. Lo había invertido de tal manera que las ganancias le permitían financiar la mayor parte de su forma de vida, y por lo que parecía no iba a verse obligado a trabajar durante el resto de su existencia. Para conseguir aquello, pensaba, había valido la pena pasar por aquel año y medio tan estresante.Añadir Anotación
Y por lo menos una vez al año desaparecía y se perdía por el mundo. Desde que tenía memoria había detestado los viajes normales. Ir a alguna parte para ver «los paisajes» o «los monumentos» siempre le había parecido algo carente de sentido. La gente que lo hacía normalmente alardeaba de conocer restaurantes agradables en Sri Lanka o haber montado en camello para dar la vuelta a las pirámides, pero si se les seguía preguntando tenazmente, quedaba claro que en su propia ciudad de origen sólo conocían su bar habitual y ni siquiera sabían por qué razón una gran cantidad de personas del mundo entero, entregadas al mismo tipo de esnobismo, viajaban a aquel lugar, tal vez incluso desde Sri Lanka. No, así no. A Stephen Foxx le interesaba el mundo, pero cuando viajaba a alguna parte, quería hacer algo que tuviera sentido. Y no se podía imaginar nada más adecuado que participar en excavaciones, en campamentos de observaciones zoológicas o expediciones botánicas a la selva tropical. Desde que se había enterado de la existencia de la Explorer´s Society y de la posibilidad de participar como aficionado en este tipo de empresas, había tenido claro lo que quería.Añadir Anotación
Claro que ello casi siempre significaba un trabajo físico duro, condiciones de vida poco confortables y ocupaciones estúpidas. Había que contar miles de larvas, cargar con docenas de cestas llenas de tierra, escombros y piedras, soportar las picaduras de los mosquitos y dormir en tiendas apestosas y húmedas. Pero eso formaba parte de la aventura. No habría cambiado su puesto por el de los científicos, aunque éstos tuvieran ocupaciones más exigentes, debieran desarrollar las teorías, redactar los artículos y dar órdenes a los ayudantes, porque ello habría significado que habría tenido que estudiar una carrera completa de ciencias naturales y habría tenido que ocuparse de lo mismo durante toda su vida. Lo que parecía cualquier cosa excepto algo interesante. En realidad, parecía más bien algo muy aburrido.Añadir Anotación
—¿Crees que quieren hacer una película sobre nuestras excavaciones? —preguntó Judith. Desde lejos, Rafi, que estaba supervisando los trabajos en el área 3, les hizo señas con la mano. El descanso para el almuerzo se había acabado.
—No lo sé —dijo Stephen—. En realidad, no lo creo. No creo que el presidente del consejo de dirección venga para rodar una película.
—Pero tiene que ver con el hallazgo. De lo que tú no quieres hablar.
—Creo que se puede partir de esa base.
—¿Y qué crees que está pasando?
—Creo —dijo Stephen Foxx, quitándose las gafas y pasándose el dorso de la mano por encima de las cejas húmedas del sudor— que ha habido un asesinato.








4


A continuación presentamos un análisis extenso de la estratigrafía. Elementos estratigráficos, como estratos y paredes de zanjas, se marcan con números (cifras), los restos de construcciones se expresan con letras y se integran en los lugares correspondientes de la representación estratigráfica. Para la clasificación estratigráfica de los hallazgos de cerámica en cap. III.9, vid. cap. XII.Añadir Anotación
La enumeración y esquematización de la estratigrafía se basa en el método publicado en HARRIS (HARRIS 1979, 81-91, vid. también FRANKEN 1984, 86-90). Para simplificar la representación, se consigna un número para cada acumulación de residuos.


Prof. Charles Wilford-Smith,
Informe sobre las excavaciones de Bet Hamesh


Por razones de seguridad, el mostrador de El Al se encuentra en un pasillo separado y más allá del vestíbulo principal. Peter Eisenhardt había llegado a él casi en el último minuto, y ahora estaba allí, con un sentimiento de irritación, entre personas que hasta el momento sólo había tenido oportunidad de ver en el telediario de la noche. Judíos ortodoxos con sus rizos característicos y vestidos todo de negro esperaban al lado de palestinos de mirada impasible que llevaban el inconfundible pañuelo popularizado por Yassir Arafat. Ambos grupos intentaban con todas sus fuerzas ignorarse mutuamente. Las mujeres, castamente envueltas en largos mantos y con pañuelos en la cabeza, esperaban en la misma fila junto a frailes franciscanos que iban vestidos de forma bastante similar. En medio de todos ellos aguardaban pacientemente hombres y mujeres normales, de todas las edades y condiciones, señoras con edad para ser abuelas y distinguidos señores mayores que cumplían con la expectativa de llevar puesto un sombrero de verano de color blanco, a pesar de que fuera la primera hora de la mañana y de que el cielo sobre Francfort estuviera cubierto. Hombres robustos y pálidos vestidos con trajes desaliñados arrastraban pesadas bolsas de plástico y conversaban en un idioma que a Eisenhardt le sonaba a ruso. Y se avanzaba muy lentamente.Añadir Anotación
—¿Por qué viaja a Israel? —quería saber la encargada del servicio israelí de seguridad, una mujer gigantesca que le miraba de forma tan desconfiada como si sospechase que albergaba intenciones criminales.
—Eh, por razones profesionales. —¿Por qué aquella pregunta le ponía tan nervioso? Sacó el fax de Nueva York del bolsillo—. Tengo un encargo.
Ella leyó el fax detenidamente. Aquello no eran meras formalidades, aquello iba en serio. Nunca le había pasado algo semejante en un mero viaje en avión. Aquella gente preferiría retrasar la salida del vuelo antes que hacer la vista gorda generosamente ante algún que otro punto oscuro, y debían de tener buenas razones para ello. Eisenhardt se vio obligado a pensar en secuestros de aviones en los que hasta aquel momento no había reparado más que de pasada. Sí, de verdad tenían buenas razones.Añadir Anotación
Dios mío, se había metido en una buena. Ella leía el fax por segunda vez, las cuatro páginas del contrato escritas en un inglés repleto de términos jurídicos, al tiempo que tomaba el auricular de su teléfono, marcaba un número sin ni siquiera mirar y hablaba con alguien en un idioma de tonos guturales que debía de ser hebreo. Finalmente le devolvió el contrato y asintió, garabateó una firma en el papel y le dejó paso. «Todo en regla», dijo y concentró su desconfianza en la persona siguiente de la cola, a la que trataría también como a un presunto terrorista hasta que no se hubiera probado lo contrario.Añadir Anotación
¿Por qué viaja a Israel? Una buena pregunta. ¡Él, un escritor de éxito moderado! ¡Como asesor de un gigante de los medios de comunicación forrado de millones! De locos. Muy sospechoso. La auténtica razón, de repente se dio cuenta, era el hecho de haberse retrasado dos meses en los plazos de la hipoteca de la casa. Porque no le pagaba la editorial que, curiosamente, resultaba ser propiedad de la misma persona que le acababa de contratar.Añadir Anotación

Ella estaba sentada precisamente en el sitio donde él la quería tener: en el borde de su cama de campaña. Sólo que, mala suerte, ella estaba vestida y él medio desnudo.
Stephen se había duchado. Aunque las duchas apenas se merecían tal nombre: la impresionante alcachofa de la ducha no segregaba más que un débil y goteante chorro. Todo el mundo en el campamento se quejaba constantemente de que las duchas no eran capaces de quitarles de encima el omnipresente polvo. Pero también todos sabían que no tenía sentido quejarse, ya que no iban a cambiar las duchas en el tiempo que quedaba de excavación. A pesar de ello, Stephen conseguía librarse casi completamente del polvo con un sencillo truco que había aprendido de los expertos en riego de África: utilizar una esponja. No se había guardado aquel truco para sí, pero por lo que veía, la mayoría prefería seguir quejándose.Añadir Anotación
—Tú eres la única persona que conozco que se trae una chaqueta a una excavación arqueológica —dijo Judith.
—Tengo otro buen número de cualidades extraordinarias —contestó Stephen mientras se secaba el cabello y le daba forma con un grueso peine. Estaba bien saber que había pasado el día y que tenía por delante una noche agradable. El esfuerzo físico le venía bien, le ponía en forma y le ayudaba a sentirse mejor.Añadir Anotación
Los ayudantes de la excavación vivían en tiendas hasta cierto punto espaciosas, confeccionadas a partir de una lona blanca y pesada que daba la impresión de ser un resto de la campaña africana del ejército británico. Tal vez lo era. En la mayoría de las tiendas dormían dos personas; pero Stephen había encontrado un truco para conseguir una tienda individual, sembrando a los cuatro vientos el rumor de que se pasaba las noches roncando de manera terrible y que además era sonámbulo y tendía a equivocarse de cama cuando volvía. Aquello era algo que ninguno se había atrevido a comprobar. Por ello tenía suficiente espacio como para poner un perchero muy ordenado y un espejo grande, además de la mesa y la silla.Añadir Anotación
—Ya me enteraré en algún momento —repetió ella por lo menos por quinta vez. Todavía estaban hablando de su hallazgo y de que, según parecía, había sido la causa de todo aquel jaleo.
—Te enterarás esta noche —dijo Stephen, y se puso los pantalones. Judith le miraba sin inmutarse. Antes había entrado sin vacilar en la tienda, cuando él estaba de pie en calzoncillos, se había sentado en su cama y había empezado a acribillarlo a preguntas acerca de su hallazgo—. Es una larga historia. Si te la cuento a ti, se la tendré que contar otra vez a Yeho-shuah, y eso ya es demasiado.Añadir Anotación
—Sólo quieres tenerme en tensión.
—Claro. Eso también. ¿Cuándo va a llegar tu hermano?
—Dentro de media hora.
Ella era un tanto brusca. Tal vez porque, a pesar de sus apenas veinte años, ya había cumplido con dos de servicio militar en el ejército israelí. Con un escalofrío, Stephen se había dado cuenta de que aquella criatura tan temperamental y de largas piernas era capaz de dirigir un tanque, que se había visto envuelta en tiroteos con la gente de la intifada y que era capaz de montar una ametralladora en menos de un minuto y con los ojos vendados. Mientras que él no conocía el ejército más que por las películas.Añadir Anotación
—¿No crees que deberíamos ir en mi coche? ¿Y quedar con él en Tel Aviv? —Hizo un ademán con la cabeza en dirección a su teléfono móvil, que estaba sobre la mesa.
—A esta hora ya no le vas a pillar. Ya estará metido de lleno en el tráfico de la hora punta de Jerusalén.
—Vale. —Se arregló la camisa, su camisa preferida, hecha de una mezcla sofisticada de lino, algodón y diversas fibras sintéticas, que le acompañaba en todas sus expediciones. Si se la ponía así le daba un aspecto deportivo, bajo una chaqueta tenía un aire elegante, y en el peor de los casos se podía lavar sólo con agua y jabón sin que dejase de lucir su color blanco. La había comprado en una pequeña y refinada tienda que le había recomendado alguien de la Explorer´s Society, un hombre que se estaba acercando a los ochenta y que no desaprovechaba ocasión alguna para contar cómo en sus años mozos había hecho un viaje en bicicleta alrededor del mundo.Añadir Anotación
Después se puso la chaqueta. Otra pieza que había tenido que buscar durante mucho tiempo. Era ligera, no le hacía sudar en regiones calurosas y le daba calor en las frías, se podía doblar en el equipaje sin arrugarse y se podía combinar con prácticamente todos los colores. Claro que no había sido lo que se dice barata. Pero se había impuesto la norma de no viajar a ninguna parte sin tener la posibilidad de vestirse con gusto, como si fuera un hombre de negocios. Incluso llevaba unas corbatas en su rústico saco de marinero; Judith aún no las había visto, y si lo hubiera hecho seguramente habría bromeado sobre ellas. Pero su experiencia le confirmaba que nada era tan útil para conseguir una apariencia de sentirse seguro de uno mismo como la certeza de estar vestido de forma correcta. Si se tenía que tratar con seres humanos, una corbata podía ser tan decisiva como un revólver en un enfrentamiento con un tigre.Añadir Anotación
Judith se había levantado y se había acercado a la entrada de la tienda. Cuando apartó la lona, un sol muy bajo hizo entrar un rayo de luz ancho y caluroso a lo largo de la tienda, sobre la cama de campaña y el polvoriento suelo de tierra apisonada.
—Creo que viene un taxi.
—Hmm —hizo Stephen mientras acababa de ponerse los zapatos. Naturalmente, era imposible conseguir que quedasen bien limpios en aquel entorno. Además, ya era hora de que recogiera; por el rabillo del ojo vio que debajo de la cama todavía estaba la caja para los hallazgos que había utilizado el día anterior. Era una caja plana, rectangular, hecha de chapa de acero con una tapa plegable de dos hojas, que se utilizaba durante el trabajo en las zonas donde se había encontrado algo para guardar la tierra que se iba apartando y cribarla más tarde con mucho cuidado. A veces, en el lugar de la excavación había hallazgos importantes —dientes sueltos, huesos pequeños, partes de joyas— que pasaban desapercibidos y sólo se encontraban durante el cribado.Añadir Anotación
Pero todo ello bien podía esperar hasta el día siguiente. Cogió la cartera y el teléfono móvil y se aseguró de que llevaba suficiente dinero en el bolsillo.
—Sí que parece que quieren hacer una película —dijo Judith—. Eso es una cámara, ¿no es cierto?
—¿Qué? —Stephen se paró detrás de ella, miró por encima de sus hombros y disfrutó sintiendo el calor de su mejilla, que no se encontraba a más de un centímetro de la suya. Exhalaba un perfume excitante, sin que pudiera decir a qué olía.
—Esa cosa encima del trípode. Delante de la tienda.
Stephen miró fijamente la cosa, que verdaderamente era una de aquellas cámaras que se solían emplear en producciones de cine. Dos de los hombres de Kaun se encargaban de atornillarla sobre un soporte fijo.
—Qué raro —dijo.
—Quieren hacer una película, ya te lo dije.
Lentamente, Stephen negó con la cabeza.
—No me lo puedo imaginar. No me puedo imaginar que Johngis Khan viaje hasta aquí sólo para hacer una película sobre una excavación arqueológica.
Poco a poco comenzaba a dudar de que en verdad estuviera entendiendo lo que sucedía. Cuando miraba hacia el área 14, hacia las cinco caravanas que brillaban con un resplandor rojo intenso al sol de la tarde y a aquellos hombres con sus caras extrañamente uniformes y vestidos con sus monos de Kaun corriendo de un lado para otro, entonces se sentía apartado, empujado hacia el margen de los acontecimientos. Lo que pasaba allí le recordaba a una de esas películas en que alguien descubre algo espectacular —un extraterrestre, un hombre prehistórico— y después llega una invasión de «científicos», como una plaga de langosta, escondiéndolo todo con vallas protectoras y levantando por todas partes sus instrumentos de medida.Añadir Anotación
Otra vez dejó que los acontecimientos desfilasen ante su ojo interno. El día anterior. El hallazgo. Su teoría al respecto. Cuando la recordaba ahora, ya no le parecía tan plausible. Había algo en ello que fallaba. No encajaba con lo que estaba pasando ahora. Tal vez no estaría mal si pudiera volver a repasarlo todo aquella noche con Judith y su hermano.Añadir Anotación

El pasajero del asiento de al lado le reconoció justo cuando estaban sobre-volando los Alpes.
—Disculpe, pero, ¿no es usted el escritor Peter Eisenhardt? —pronunció aquella frase gloriosa que a todos los escritores no demasiado conocidos les gusta tanto como el nombre de sus hijos.
Sí, admitió Peter Eisenhardt, era él.
—He leído algunos de sus libros —dijo el hombre, y mencionó el título de dos novelas que desgraciadamente habían sido escritas por otros autores—. Me gustaron mucho, de veras.
Eisenhardt sonrió forzadamente.
—Me alegra oírlo.
Se presentó como Uri Liebermann, un periodista que trabajaba en Alemania como corresponsal de varios periódicos israelíes. Vivía en Bonn, pero una vez al mes viajaba a casa para ver a su mujer y sus hijos, que no se habían dejado convencer para acompañarle al extranjero.
—¿Y por qué viaja a Israel? —quiso saber—. ¿Es un viaje para presentar sus libros? ¿O va de vacaciones?
Peter Eisenhardt negó que fuera un viaje para presentar libros, y en lo tocante a las vacaciones, no le habría gustado emprenderlas sin la familia.
—Ah. —El corresponsal sacó sus conclusiones. Era de carácter vivo, parecía tener poco más de cuarenta años e intentaba compensar su calvicie incipiente con un marcado bigote de aire casi prusiano—. Entonces, ¿va usted a hacer investigaciones?
—Más o menos —concedió Eisenhardt.
—¿Eso quiere decir que su próxima novela tal vez se desarrolle en Israel?
—Tal vez.
Como siempre que viajaba, lo primero que había metido en la maleta era un grueso cuaderno de notas. Desde hacía mucho tiempo parecía que una parte de su cerebro se hubiera independizado para buscar constantemente escenarios descomunales, giros idiomáticos desconocidos, personajes y acontecimientos interesantes, y estas observaciones tenía que apuntarlas sobre papel y utilizarlas más tarde en sus novelas. Por ello, no se podía excluir aquella posibilidad.Añadir Anotación
—Magnífico, magnífico —se alegró el periodista, y empezó a rebuscar en su equipaje de mano—. Diga usted, ¿le puedo sacar una foto? Me gustaría publicar una pequeña nota en uno de los periódicos para los que trabajo, algo como que «el conocido autor alemán Peter Eisenhardt se encuentra viajando por Israel»; quiero decir, esto también le interesará a usted.Añadir Anotación
—Muy bien.
Así que Peter Eisenhardt dejó que le sacara una foto, sonrió de la forma más amable que pudo, y después del tercer flash Uri Liebermann quedó contento. Éste le mostró con mucho orgullo su cámara, un modelo muy moderno con una pantalla plana en la parte de atrás, en la que se podía ver la foto que acababa de hacer prácticamente en su tamaño original, antes de que se guardara en un pequeño disco óptico en su interior.Añadir Anotación
—Es totalmente digital —explicó—. ¿Y ve esto, aquí, a este lado? Aquí puedo enchufar un cable y transferir las imágenes directamente a un PC normal. Es fantástico lo que se puede hacer hoy en día, ¿no le parece? Pero mejor aún.
Sacó un aparato plano que se parecía a un teléfono móvil, pero para sorpresa de Eisenhardt lo abrió en sentido longitudinal y sujetó en la mano lo que resultó ser un pequeño ordenador completo, con un teclado minúsculo y una delgada pantalla de cristal líquido.
—Ahora tenemos que encogernos un poco para pasar desapercibidos, porque en los aviones no les gusta nada que uno utilice estos trastos. Pero tengo muchas ganas de enseñárselo. Mire, ahora voy a redactar mi nota, es laborioso pero funciona bastante bien. Desde que tengo este aparato parece que mis dedos cada vez son más delgados, impresionante, ¿no le parece? A ver, pongamos: «Un conocido autor alemán visita Israel». Éste es el titular. Luego un poco de cháchara, supongo que no me van a dar más de diez o doce renglones, pero junto a la imagen...Añadir Anotación
Daba la sensación de que ya estaba calculando sus honorarios con la cabeza. Con mucha concentración redactó un corto texto; Eisenhardt lo miró por encima del hombro, pero el periodista estaba trabajando con un sistema informático en hebreo, así que Eisenhardt no podía descifrar lo que ponía. Parecía que Liebermann conocía de memoria la relación entre las teclas, marcadas con letras latinas, y el alfabeto hebreo, y era fascinante ver cómo las letras avanzaban en las líneas desde la derecha hacia la izquierda, y no al revés, tal como el escritor estaba acostumbrado a verlas.Añadir Anotación
—Así —dijo al final—. Ahora vamos a añadir la imagen... —Sacó un cable de su bolsa, que aparentemente estaba equipada para todo, lo enchufó a la cámara, pulsó una serie de botones y algunas teclas en el pequeño ordenador, esperó un par de segundos y quitó con satisfacción el cable—. Listo. Normalmente podría mandar todo esto desde el móvil directamente al ordenador principal de mi redacción, pero a bordo, claro está, no podemos hacerlo, no vaya a ser que el avión se caiga, o, peor aún, que por equivocación aterricemos en Libia, ¡ja, ja! Pero voy a preguntarle a la azafata si puedo utilizar la instalación telefónica del avión, no suele haber ningún problema. Un momento...Añadir Anotación
Eisenhardt observó perplejo cómo marchaba hacia la parte delantera del avión, en la mano su ordenador y otro cable, y cómo empezó, detrás de la cortina que conducía a la cocina de a bordo, a hablar con una de las azafatas. Después, los dos desaparecieron, y pasó un rato sin que sucediera nada.
Eisenhardt miró por la ventanilla. Dejaron atrás unos jirones de nubes. Lo de ahí abajo, ¿sería la Toscana? ¿O sólo la llanura del Po? Un mosaico marrón y verde de campos, entre ellos una red de carreteras y caminos. Y el mar, con su brillo oscuro.
Uri Liebermann volvió con una sonrisa satisfecha.
—Bien, quién lo iba a decir. Ha funcionado. Si hay suerte, ya se podrá ver en el periódico cuando aterricemos... No, es un poco exagerado. Lo tendrán en la edición de la noche. Cuando vaya a su hotel, mire los periódicos hebreos.
—Está de broma.
—No, en serio. Cierto, normalmente no habría tanta prisa en mandar esta nota. Claro. Pero si pasa algo dramático, si en Bonn un ministro hace manifestaciones negativas sobre Israel, meto sus palabras directamente en este pequeño aparato milagroso, pulso el botón, y si todo va bien, cuatro horas más tarde estará en los quioscos de Israel el periódico con mi artículo.Añadir Anotación
—¿Cuatro horas?
—Cuatro horas. Y estamos hablando de una noticia normal, fíjese bien. Si sucede algo importante de verdad, se puede acelerar todo.
—Inconcebible. —Eisenhardt estaba verdaderamente impresionado.
—Puede comprobarlo.
—Claro que sí. Aunque, para serle sincero, tanto esfuerzo me parece una locura.
Liebermann se rió.
—¡Bienvenido a Israel! Créame, los israelíes están totalmente meshuga, chiflados, si se trata de noticias. Escuchan constantemente la radio, ven todas las noches las noticias de la tele, y además también las de la televisión jordana, egipcia y siria, y leen además la prensa tres veces al día. Y no sólo los judíos, los palestinos hacen igual. Además, debaten todo el rato sobre las malas noticias, se alteran, hay cantidad de gente con ataques al corazón. Es una manía; no se lo puede imaginar. Así es Israel.Añadir Anotación

Así que esto era Israel. A primera vista, el aeropuerto David Ben Gurion se parecía a cualquier otro aeropuerto de algún país mediterráneo: grande, inundado de luz, caluroso y lleno de gente. Pero mirando mejor, Eisenhardt percibió los letreros, en su totalidad trilingües, en hebreo, inglés y árabe, y los soldados, que se veían por todos lados, vigilantes y con una mano sobre la ametralladora que les colgaba del cuello. En algún momento Liebermann desapareció, y Eisenhardt se dejó llevar por el flujo humano, atravesó los enervantes y exhaustivos controles, que convirtieron el contenido de su maleta en un caos total, y finalmente salió al exterior del edificio del aeropuerto, bajo el cielo sin nubes de Tel Aviv. Detrás de unas vallas de protección se acumulaban personas que estudiaban con expectación los rostros que llegaban. De vez en cuando se escuchaban gritos, y poco después, la persona que esperaba y la recién llegada se abrazaban por encima de las vallas, se oía un shalom o un salaam aleikum, risas y lágrimas. Eisenhardt se sintió algo perdido.Añadir Anotación
Entonces descubrió un cartel de cartón que alguien estaba levantando desde detrás de las cabezas de las filas de gente que esperaban, un cartel donde estaba escrito su nombre, aunque faltaba la «d»: sólo ponía Eisenhart. Se dirigió hacia allí. La persona que levantaba el cartel era un hombre viejo y arrugado que llevaba un pantalón rancio y desgastado, al estilo de los que podían haber estado de moda en los años sesenta, combinado con una camiseta de colores indescriptiblemente horribles con marcas de sudor bajo las axilas.Añadir Anotación
Cuando Eisenhardt se identificó, el hombre asintió sin demasiado entusiasmo, masculló su nombre, sin que Eisenhardt lo llegara a entender, y explicó que le habían encargado llevarle ante el señor Kaun. Hablaba un alemán con un acento duro que sonaba como si proviniese de Europa oriental, y de cerca parecía todavía más viejo.Añadir Anotación
Eisenhardt le siguió hacia el taxi a través del aparcamiento del aeropuerto. En el salpicadero había una pegatina con una bandera polaca.
—¿Es usted de Polonia? —preguntó Eisenhardt, mientras atravesaban un paisaje desértico por carreteras anchas y dejaban atrás el aeropuerto.
—Sí, de Cracovia. Pero de eso ya hace mucho.
—Habla usted bien el alemán.
El rostro del conductor permaneció impasible.
—Lo aprendí en el campo de concentración.
Eisenhardt se sintió incómodo y tragó saliva; no se le ocurrió nada que decir. Miró por la ventanilla. Así que esto era Israel.








5


Después de retirar la capa antes mencionada de 2 metros de grosor se llegó a la altura +/- 0.00 m. En este nivel se dividió el campo de excavación en una cuadrícula de 5 por 5 metros con cortes de 1 metro, siguiendo las líneas de la rejilla el eje norte-sur (vid. fig. II.29). En la parte norte, la excavación se llevó a cabo entre F.20 y F.13 (campo GL, fig. II.30; vid. para ello las fotografías en el apéndice H) en un primer paso. En el corte entre F.20 y F.19 apareció un sistema de muros orientado en dirección este-oeste, hechos de piedra tallada, que parecía ser el límite del área del cementerio (w).Añadir Anotación

Prof. Charles Wilford-Smith,
Informe sobre las excavaciones de Bet Hamesh


Stephen y Judith caminaron lentamente por entre las tiendas de los ayudantes de la excavación para acercarse al aparcamiento. Entre tanto, el taxi se había parado delante de las caravanas, justo cuando el pequeño Mitsubishi blanco del hermano de Judith se acercaba traqueteando por la deplorable carretera de gravilla. Yehoshuah les hizo señas con la mano desde detrás del parabrisas.Añadir Anotación
     —Tan puntual que podrías poner el reloj en hora con él —dijo Judith—. Me pregunto cómo lo consigue siempre.
     —Hmm —murmuró Stephen. Dos hombres se bajaron del taxi, un hombre pálido de treinta y tantos años con una barriga incipiente y el pelo que empezaba a clarear, que miró indeciso a su alrededor, como si no estuviese muy seguro de cómo había llegado hasta allí, y el conductor, un hombre viejo y encorvado que se esforzaba por sacar del maletero al mismo tiempo una maleta y una bolsa. El recién llegado parecía ser alguien especial, porque tanto el profesor Wilford-Smith como John Kaun se dejaron ver y se acercaron para saludarle.Añadir Anotación
     Yehoshuah hizo crujir la arena cuando frenó justo enfrente de ellos, saltó del coche y le dio la mano a Stephen pasándola por encima del techo polvoriento. Era un hombre alto y delgado con el pelo oscuro y rizado de los sabras, los judíos nacidos en Israel.
     —Me alegro de volver a verte. ¿Ya te has adaptado al ambiente? Por lo que me han dicho, has hecho un hallazgo espectacular.
     —Sí —respondió Stephen distraído, y señaló al taxi con la cabeza—. Dime, ¿tú sabes quién es ése?
     Yehoshuah miró fijamente en la dirección señalada, de manera tan directa que casi daba vergüenza ajena. No habría valido nada como detective.
     —No, ni idea. ¿Por qué lo preguntas?
     —Su cara me suena de algo. Pero no se me ocurre de dónde.
     Judith le lanzó una mirada inquisitiva, pero no dijo nada.
     —Está bien —dijo Stephen—. Tal vez me acuerde más tarde. Vamos.
     Subieron al coche, Judith en el asiento trasero. Yehoshuah arrancó el coche y puso la radio; un locutor estaba leyendo algo en hebreo, por el tono podía tratarse de noticias. Stephen miró otra vez hacia el hombre recién llegado, que llevaba un traje de un corte que le sentaba extraordinariamente mal y en aquel momento estaba escuchando y asentía, mientras que el profesor Wilford-Smith parecía explicarle algo, utilizando sus gestos moderados, al estilo típico británico. Conocía a ese hombre, ya había visto su rostro una vez, pero, ¿dónde? Normalmente podía confiar en su capacidad para recordar los rostros de las personas, y le molestaba que esta vez pareciera fallarle. Nunca le había visto en persona, porque se habría acordado de ello. Había visto una imagen de ese rostro en alguna parte. No importaba, pensó cuando el coche se puso en marcha. En algún momento caería en ello, si era importante.Añadir Anotación
     
Peter Eisenhardt asentía con la cabeza a todo lo que le estaba explicando aquel profesor con su inglés pausado que inevitablemente le recordaba al típico inglés arrogante de las clases altas británicas. Había expresiones que no entendía bien, su inglés estaba bastante oxidado. Así que aquello era una excavación. Ésa era la razón por la que todo tenía aquel aspecto provisional y desordenado. En un primer momento, Eisenhardt había pensado en un campo de entrenamiento de alguna milicia rebelde, después en la unidad de rodaje de exteriores de una película.Añadir Anotación
     El viaje había sido muy irritante. Iban por la carretera de Tel Aviv a Jerusalén cuando de repente el conductor dio un giro a la entrada de una carretera lateral secundaria, al mismo tiempo que por detrás se les echaba encima un coche deportivo y un convoy de camiones cisterna se acercaba bramando en dirección contraria. Entonces se habían adentrado en una terrible pista de grava que pareció conducirles a través de kilómetros y kilómetros hacia el interior de una tierra de nadie. Y mientras el coche se sacudía y el conductor murmuraba en voz baja palabras polacas que parecían ser maldiciones, en la imaginación de Eisenhardt iban apareciendo las fantasías más salvajes. Imágenes de ladrones y salteadores de caminos, de un complot criminal... Se acordó de repente de que no había podido dejar ninguna dirección en su casa, porque nadie le había podido decir con exactitud a qué lugar le había pedido el famoso John Kaun que viniera. Ya se veía tirado tristemente en la cuneta, asesinado y robado, tal vez con la mano con la que solía escribir cortada, porque en uno de sus libros había escrito algo por lo que alguna fanática comunidad religiosa le acusaba de cometer un sacrilegio malintencionado contra su dios. Y Uri Liebermann vendría corriendo, sacaría su cómoda combinación de teléfono móvil y PC y teclearía su siguiente titular, su siguiente reportaje. El cual, seguramente, saldría ya en la edición de la mañana.Añadir Anotación
     En algún momento, cuando hacía ya mucho tiempo que habían dejado atrás la carretera y a su alrededor sólo se veían montañas planas y sembradas de piedras, se atrevió a volver a respirar y dejar caer los hombros tensos. En realidad, el anciano no tenía aspecto de fanático, si lo pensaba bien. Más bien parecía estar preocupado sobre todo de si su taxi iba a ser capaz de sobrevivir a la carrera por aquella pista llena de baches.Añadir Anotación
     Después habían torcido otra vez y se habían acercado al campamento, cuyas tiendas y vehículos arrojaban sombras alargadas y fantásticas.
     Precisamente cuando el profesor le hablaba de los ayudantes voluntarios de la excavación y de lo importante que era su papel para la arqueología en Israel, dos de ellos, un chico y una chica, se subían a un coche blanco que en algún momento había aparecido detrás de ellos y se había acercado cada vez más, echando leña al fuego de la fantasía del escritor. El hombre joven les miró con curiosidad mientras el coche se iba.Añadir Anotación
     —Claro, a pesar de su curiosidad científica y su compromiso —comentó el arqueólogo canoso—, siguen siendo jóvenes. Supongo que se van a Tel Aviv, a una discoteca.
     Eisenhardt asintió, comprensivo. A pesar de que se estaba acercando a los cuarenta, todavía se le hacía raro referirse a otros como «gente joven», como si él mismo ya no fuera uno de ellos.
     John Kaun se había retirado brevemente después de saludarle para dar sotto voce una serie de instrucciones a un colaborador, y volvió hacia ellos, lanzando por delante su seguridad en sí mismo como si de una ola se tratara. No era un hombre que se pasara el tiempo estando de pie y escuchando, eso era evidente. Fuera quien fuera a quien se dirigía, había que aceptarle como el centro de la conversación, o uno se creaba un enemigo. Un enemigo poderoso, peligroso. La presencia del magnate de los medios de comunicación era más que de seguridad en sí mismo, era agresiva de una forma que dejaba bien claro que este hombre quería conquistar el mundo, o, todavía más, que lo iba a conquistar. De repente, Eisenhardt comprendió con inesperada claridad lo que significaba el término «instinto asesino», que de vez en cuando se le había cruzado en sus lecturas. Este hombre tenía instinto asesino. Incluso los modales amables que demostraba en el trato con Eisenhardt parecían estar perfectamente calculados; señalaban al mismo tiempo de un modo sutil que más le valía mostrar solícitamente el comportamiento requerido, porque Kaun sería capaz de aplastarle con la misma premeditación, si fuera necesario u oportuno para sus fines.Añadir Anotación
     —Espero que disculpe que todavía no haya leído ningún libro suyo —dijo con una sonrisa que no llegaba a aparecer en sus ojos—. Desgraciadamente, no entiendo el alemán. Pero he hecho que me cuenten el contenido de sus novelas. Y parecen muy interesantes.
     Y ante un Eisenhardt estupefacto, el presidente del consejo de dirección se puso a recitar un resumen corto y exacto de cada una de las novelas, mejor de lo que podía haberlo hecho él mismo.
     —De veras, es una pena no haberlas leído —concluyó—. En cuanto hayamos terminado, espero que con éxito, esta aventura, voy a proponer a la editorial sacar una edición en inglés. ¿Qué le parece?
     —Oh. —Eisenhardt aspiró profundamente—. Creo que... eso sería magnífico.
     Vaya, ¡que perspectiva más interesante! En el fondo se daba cuenta de que era posible que el hombre sólo lo hubiera dicho para engatusarlo, para motivarlo, para que rindiera lo mejor posible en lo que fuera que se suponía que tenía que hacer en aquel sitio... pero, ¡por Dios que lo había conseguido!Añadir Anotación
     —Me imagino —siguió Kaun— que desde que le llamó mi secretaria se estará preguntando para qué está usted aquí y qué es lo que quiero de usted.
     Eisenhardt asintió.
     —Sí. Es cierto.
     —No le dejaré mucho más tiempo en tensión. He tenido que hacerlo hasta ahora porque estamos tratando con un asunto que requiere que se guarde el mayor silencio. Es verdad que mi secretaria no sabía de lo que se trataba.
     Una sonrisa de tiburón se dibujó en su boca de labios finos.
     —Entiendo.
     Hacía una eternidad que no había mantenido una conversación en inglés. Gracias a Dios, apenas tenía problemas para entender al americano, y además parecía que por el momento nadie esperaba grandes aportaciones suyas.
     —Lo que necesito, para decirlo con toda claridad, es un escritor de novelas de ciencia-ficción. Una mente de ciencia-ficción, para ser más concreto. Y ya que usted es uno de los mejores en esta materia, nuestra elección era clara. Me alegro de veras que le haya sido posible venir.Añadir Anotación
     Peter Eisenhardt adoptó una sonrisa dolorida que casi se parecía a una mueca. Esto sí que había sido demasiado fuerte, y demostraba que Kaun no tenía ni la más mínima idea de lo que era la ciencia-ficción.
     —Verá, yo soy un hombre de negocios. Un mercader. En el fondo, un contable. Sin querer vanagloriarme, sí creo que se puede decir que no habría llegado a la posición que disfruto ahora sin tener un cierto talento para los negocios. Pero lo cierto es que un hombre de negocios vive de su sentido de la realidad, y un exceso de fantasía puede llegar a ser bastante peligroso: se ven posibilidades donde no existen, se exageran los riesgos más allá de lo que son... En fin, un buen hombre de negocios es un hombre bastante aburrido. Tal como yo, ¿no es cierto? Todo lo contrario que un escritor, sobre todo si escribe ciencia-ficción. Si tuviera un marcado sentido de la realidad, para empezar, no se pondría nunca a escribir, porque las posibilidades de llegar a ser publicado son más pequeñas que las de una bola de nieve de sobrevivir en el infierno. En cambio, en el campo de la fantasía debe ser un gigante, un auténtico artista; debe saber moverse en el imperio de lo imposible, de lo absurdo, de lo paradójico, como en su propia casa; debe ser capaz de seguir consecuentemente hasta la asociación de ideas más absurdas, si es necesario debe ordenar al tiempo y al espacio que rompan todas las reglas, nada le debe parecer imposible.Añadir Anotación
     Observó a Eisenhardt intensamente.
     —Alguien así nos hace falta en este lugar. Porque hace dos días, el profesor Wilford-Smith encontró algo que me provoca nudos en cada una de mis circunvoluciones cerebrales, si me pongo a pensarlo con dete-nimiento.
     
Durante el trayecto Yehoshuah estaba muy alegre, tarareaba canciones de la radio que a Stephen le sonaban como una mezcla ruda de rock americano y melodías orientales, y no dejaba de repetir: «En Jerusalén sólo puedes rezar. ¡Pero en Tel Aviv puedes vivir!».
     Su alegría anticipada era contagiosa. Stephen se recostó gozosamente en el asiento y dejó que las sensaciones impactasen en su mente: el ambiente del paisaje al atardecer, la silueta menguada de la ciudad, su perfil recortado contra la tenue luz de un sol que ya se posaba muy cerca del mar. Al igual que muchísimos coches más, se abrieron camino hacia el centro tocando la bocina, gesticulaban a través de las ventanillas con los cristales bajados, y si era imposible avanzar más, se adentraban en callejuelas transversales o calles estrechas. Stephen miraba a su alrededor, casi se torció el cuello; vio casas de un color marrón sucio, amontonadas sin plan alguno, tal como sólo se pueden construir en países calurosos, con techos planos o terrazas sobre el techo, en las cuales la ropa colgada en cuerdas se movía al viento. Vio símbolos del mundo moderno; placas solares inclinadas se ofrecían al cielo como tumbonas negras que se hubieran abierto de manera equivocada, y por encima de todo un prolífero y salvaje bosque de antenas de televisión, cuyos brazos señalaban en todas direcciones. Vio garajes a medio acabar, repletos de materiales de construcción, mientras que los coches estaban aparcados al lado en una tierra de nadie seca y polvorienta, entre los quebradizos bordes de las aceras, las mutiladas palmeras de dátiles y las vallas de tela metálica del solar contiguo. Desde su aterrizaje en Tel Aviv y desde que Yehoshuah le había llevado al campamento de la excavación, Stephen no había vuelto allí, y por aquel entonces las nuevas impresiones habían sido demasiado avasalla-doras como para grabarse en su memoria.Añadir Anotación
     —Vamos a pasear al bulevar Dizengoff —propuso Yehoshuah—. Y después nos vamos hacia el puerto antiguo; he hecho una reserva en un restaurante de pescado de ensueño. Stephen, ¿te gusta el pescado?
     —Yo como de todo —contestó Stephen—. Lo más importante es que me guste.
     Encontraron un sitio para aparcar al borde de la calle y se pusieron en marcha a pie, y con cada paso parecían adentrarse más en una zona mágica de la sensualidad, en el vibrante campo de fuerza de unas voraces ganas de vivir. Olía a jazmín salvaje y a buganvillas que proliferaban en los solares baldíos que se abrían entre las filas de casas como dientes rotos en una dentadura. Olía a humo de coches y a flores de azahar, apestaba a gasolina y al mismo tiempo al aroma húmedo y salado del mar; el aliento del mar, bochornoso y entumecedor, se arrastraba a través de las calles como promesa de camisetas sudadas y falta de sueño.Añadir Anotación
     Cuanto más se acercaban al centro, más salvaje se volvía la mezcla de diferentes estilos arquitectónicos. Chalets bajos que parecían haber sido trasladados directamente desde Viena o Salzburgo se agazapaban a la sombra de rascacielos ostentosos, que a su vez se encontraban rodeados por edificios de varios pisos al estilo de la Bauhaus, corroídos por la sal. Las calles estaban bordeadas de palmeras y eucaliptos con su olor intenso. Y de gente.Añadir Anotación
     Gente por dondequiera que se dirigiera la mirada. Vestida de manera elegante o moderna y deportiva, paseaba por los bulevares, se sentaba en los cafés de la calle o en los miles de bares, o, simplemente, con latas de cerveza en la mano, en los capós de los coches aparcados, debatía, gesti-culaba, ligaba, leía periódicos o simplemente miraba alrededor. Yehoshuah, Stephen y Judith se dejaban arrastrar, pasaban por escaparates iluminados en los que se exponía moda de confección americana y en los que frenéticos videoclips centelleaban en las pantallas, esquivaban las mesas en las que la gente estaba jugando al backgammon, y Stephen no tuvo más remedio que sonreír sardónicamente cuando descubrió un restaurante de una cadena de comida rápida con el nombre de McDavid’s. Encontraron el camino hacia la playa, caminaron por el paseo marítimo y escucharon el staccato de las raquetas de madera que se utilizaban en un juego de pelota aparentemente muy popular, oyeron el zumbido de las olas y los mensajes incomprensibles, que parecían apremiantes, de los altavoces de los vigilantes de la playa. En un chiringuito tomaron un cappuccino y comieron sandía con queso de oveja salado, y Yehoshuah contó a Judith cómo él y Stephen se habían conocido.Añadir Anotación
     —Al principio no era más que un nombre debajo de un mensaje en un foro. Ni siquiera un nombre, una dirección de correo electrónico. Algo así como stephen@maine.mrt.com.
     —Y tú eras ymenez@rockfelf.edu.il —sonrió Stephen.
     —Nuestro foro trata de arqueología. Yo había escrito algo sobre nuestros trabajos en el Museo Rockefeller, y entonces apareció Stephen y preguntó si era cierto que uno podía participar en las excavaciones como ayudante voluntario. A ver, Stephen, ¿ya te has arrepentido?
     A Stephen le parecía como si Judith estuviera observando con especial atención su reacción ante aquella pregunta. ¿Podría significar algo? Tal vez sólo era una ilusión.
     —¿De qué me debería arrepentir? Fue un giro en mi vida.
     Yehoshuah se inclinó hacia Judith y acaparó su atención, haciendo gestos.
     —Primero sólo era un nombre, algunos signos raros en la pantalla. Tan irreal como un juego de ordenador. Es cierto, estuvimos debatiendo, pero quién sabe, podría haberse tratado de alguno de estos programas superinteligentes en un laboratorio, uno que hace como si fuera un ser humano. Pero después llegó una carta, con un sello americano y sellado en el estado de Maine. Poco a poco empecé a creer que era posible que de verdad existiera como persona. ¡Y un día simplemente me llamó! ¡Qué susto! ¡Este nombre que había salido de mi ordenador habló conmigo, una auténtica voz, un auténtico y tosco inglés americano! ¡Me dijo una fecha, una hora, un número de vuelo! Con toda sinceridad, sólo llegué a creerlo del todo cuando lo vi delante de mí con su saco de marinero.Añadir Anotación
     Stephen sonrió. No habían tenido mucho tiempo para hablar: Yehoshuah le había llevado enseguida al campamento, y al día siguiente, a primera hora de la mañana, ya había empezado.
     —Vosotros, los hombres, con vuestros ordenadores —comentó Judith secamente, y después se giró hacia el hombre de la mesa de al lado, que había desplegado su periódico a todo lo ancho de tal manera que una de las esquinas estaba bailando constantemente delante de su ojo izquierdo, y soltó una serie de frases saltarinas en hebreo que le impulsaron a esfumarse con su periódico y con el rabo entre las piernas.Añadir Anotación
     Después siguieron su camino, de vuelta al bulevar, cuyo ambiente se volvía cada vez más oriental cuánto más avanzaban hacia el sur, aspirando el olor a kebab y nueces tostadas, oyendo unas melodías melancólicas que surgían de transistores pequeños y baratos escondidos en cubiles minúsculos y oscuros. En algún momento, cuando ya había oscurecido, y Stephen, al ver la publicidad luminosa, no tuvo más remedio que pensar en Las Vegas, llegaron al puerto («¿Sabías que Jaffa es el puerto comercial más antiguo del mundo, Stephen? Lo construyó el rey Salomón, ¡de veras!») y al restaurante que Yehoshuah había elegido. Tuvieron que esperar un poco hasta que les hicieron un sitio, quitaron los platos sucios y pusieron de nuevo la mesa, pero por fin pudieron tomar asiento y aceptar la carta como si se tratara de valiosos documentos. El aire estaba muy cargado y, a causa de los otros clientes que estaban sentados muy cerca los unos de los otros, el ruido era ensordecedor.Añadir Anotación
     —Muy popular —comentó Stephen.
     —¿Qué dices?
     —Decía que éste parece ser un sitio muy popular —repitió Stephen en voz alta.
     —Sí —asintió Yehoshuah—, hay que hacer la reserva con cuatro días de antelación.
     Les tomó nota un camarero que, aunque vestía algo parecido a un frac, mostró de forma poco distinguida que estaba muy atareado y que casi no podía esperar a que ellos terminaran de manifestar todos sus deseos para poder seguir afanándose. Una mujer joven, también apresurada, se acercó y les sirvió con movimientos inquietos el aperitivo, tres grandes copas de jerez. Y como Judith no dejaba de acribillarle a preguntas sobre su hallazgo y recordarle que había prometido contarlo aquella noche, Stephen cedió finalmente y empezó a contarlo, aunque la ocasión no le parecía nada adecuada.Añadir Anotación
     —El área 14 era la necrópolis del asentamiento, el cementerio —explicó, dirigiéndose a Yehoshuah, que había estado más de una vez en contacto con el profesor Wilford-Smith, pero que no estaba al tanto de los detalles de la excavación—. Eso ya se sabía por las imágenes de satélite. Así que estaba claro que íbamos a enfrentarnos a una gran cantidad de fosas. Cada uno de los ayudantes tenía que trabajar con una fosa, y la mía era la última de toda una fila, y además estaba situada ya en un cuadrante propio. Me hallaba en cuclillas en el hoyo, oyendo cómo los demás, al otro lado del terraplén, charlaban, se reían y lanzaban carcajadas, y pasaba el pincel por encima de los huesos, que poco a poco iban apareciendo desde debajo de la tierra después de que hubiésemos quitado de en medio las piedras desmoronadas de las cubiertas de las criptas. Fue hace dos días, hacia las once. Cuando el mundo todavía estaba en orden.Añadir Anotación
     Los dos hermanos se habían inclinado hacia delante, al igual que él, y desde lejos debían de estar ofreciendo una imagen bastante extraña, si alguien veía cómo estaban acercando sus cabezas.
     —No le eches tanto suspense —le ordenó Judith.
     —No me hace falta echárselo. Ya lo lleva por sí mismo. Cuando me puse impaciente y quise apartar un poco de tierra que había al lado del fémur de la pierna izquierda con nada más que la mano, para avanzar más deprisa, me encontré con un obstáculo. Dios mío, casi me lo cargo. Un ajuar funerario.Añadir Anotación
     —Oh —dijo Yehoshuah, con aire de experto—. Y, ¿qué era exactamente?
     —Una bolsa plana de un material que me parecía que era lino. Se conservaba bastante bien, cosida por los cuatro costados, y tal vez así de grande. —Hizo un gesto con las manos—. Más o menos del tamaño de un libro de bolsillo.
     —¿Y? —preguntó Judith.
     —Bien —siguió Stephen—, sentía curiosidad por lo que habría dentro. Así que la abrí.
     —¿La abriste?
     —Sí.
     —¿Así, sin más?
     —Así, sin más. Con mi navaja suiza. Por un lado.
     —Increíble —se quejó Yehoshuah, fuera de sí—. Eso es lo peor... Para un arqueólogo, ¡eso es francamente un pecado mortal!
     —¿Qué había dentro? —quiso saber Judith.
     Stephen cogió su copa de jerez, bebió de un trago lo que quedaba dentro, desplazó los labios, primero hacia fuera y luego hacia dentro, miró hacia el techo, y después a uno y a otro.
     —No lo vais a creer nunca —dijo.Añadir Anotación

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Bibliópolis
Web oficial de "El Vídeo Jesús"
DCFan, 20 de Abril de 2007
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