Camino hacia el trabajo. El sonido de mis pasos es el mismo que cada día; la banda sonora que acompaña la secuencia de mi caminar diario. Un paseo matutino por las calles de la ciudad.
Veo cruzar un hombre con un perro. El cánido se detiene, el dueño le secunda. El primero se prepara para defecar junto al banco de un parque. Su proceso es rápido. Igual de rápido se marchan los dos sin recoger nada. Todo queda allí echado, esperando que un pié se pose sobre su lomo, invadiendo las fosas nasales de los transeúntes, atrayendo bandadas de moscas. Nadie se da cuenta. Nadie dice nade.
Una muchacha se me acerca. Su faz es agradable, sus cabellos lisos y bien peinados. A penas parece tener doce o trece años. Viste el uniforme de algún colegio privado. De pronto, saca algo del bolsillo de su jersey. Es un pitillo. Llevándoselo a los labios sin que tiemble su pulso me mira con unos ojos duros al tiempo que me pide fuego. Serena, segura, sabe lo que reclama. No es el primero que se fuma, ni el último. No puedo satisfacerla y se marcha. Nadie se da cuenta. Nadie dice nada.
Un coche está aparcado en el lado derecho de la calzada. Un sujeto en su interior alivia su sed con una pequeña botella de agua. Casi puedo oír el refrescar de su garganta pese a encontrarme a algunos metros. Cuando termina el contenido del envase lo lanza por la ventanilla dejándolo caer en mitad de la calle. Arranca su coche tranquilamente, sin prisas, sin preocupaciones. Parece tener todo el tiempo del mundo, pero no así para tirar esa botella donde debe. Nadie se da cuenta. Nadie dice nada.
Faltan pocas calles para llegar a mi destino. Una señora mayor camina con leve cojera por el otro lado de la calle. Su aspecto es de anuncio de televisión, pues parece la típica ancianita que todos dibujaríamos, que todos imaginaríamos. Casi como un rayo su paseo balanceante se ve interrumpido por un sujeto que, a lomos de una bicicleta, la franquea mientras arrebata su bolso con un tirón fuerte y raudo. La señora casi se cae, produce un gritito agudo y tarda en asimilar lo que acaba de ocurrir. Miro al chico, miro a la anciana. Él va a demasiada velocidad para alcanzarlo. Observo cómo la señora me mira fijamente. Todavía no me he acercado a ella, y estoy tan lejos como muchas otras personas allí, pero me mira a mí. Sólo a mí. Quizás es porque aprecia que yo soy el único que parece haberse alertado por aquello. Nadie se da cuenta. Nadie dice nada.
Al fin llego a mi lugar de trabajo. Es una pequeña tienda, un comercio abierto las 24 horas. Al cruzar la puerta del local veo que la única clientela son dos señoras dentro hablando con claridad mientras hacen sus compra. Cuando me observan bajan el volumen de voz, me miran detenidamente, asombradas. Llevo el pelo largo y dos piercings en la ceja. Visto una camiseta de Evil Dead y una gruesa cadena que pende a un lado de mis pantalones rajados. Las dos se dan cuenta. Las dos murmuran algo.
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Grey Buderlander
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Manu Strawdog, 20 de Marzo de 2005
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