Ellas eran las mejores amigas del mundo, y no les importaba demostrarlo allá donde fueran. Iban a pasear juntas, se sentaban juntas en la escuela, comían juntas y salían al cine juntas. En definitiva: todo lo hacían juntas. Y lo hacían así porque una era parte de la otra. Porque eran las mejores amigas, las mejores amigas del mundo. Sin embargo, ambas eran muy diferentes. Cada una tenía sus propios pensamientos, ideas y sueños: Una era callada, pequeña y tímida, de mejillas sonrojadas y voz fina, mientras que la otra, alta y extrovertida, era charlatana y alegre y cuando hablaba le gustaba que todo el mundo la oyese.
Además, la pequeña parlanchina poseía un don muy especial: una gran imaginación, una inventiva extraordinaria y maravillosa. A menudo le solían decir que de mayor se dedicase a escribir cuentos, libros y fábulas, ya que sus historias llenaban el corazón y tocaban el alma de aquellos que tenían la suerte de escucharlas. Pero ella se negaba siempre. Nunca escribió ninguno de sus cuentos. Ni relató sus fábulas a la gente. Ni expuso sus historias de princesas y dragones: todas sus historias eran para su mejor amiga, la chiquita de la voz fina, que cada día la escuchaba con admiración los cuentos que le contaba su amiga, que admiraba los mundos de sueños que le relataba su compañera, que reía y lloraba ante el repertorio de historias fabulosas que su mejor amiga le había regalado. Que le había dado solo a ella. Porque era su mejor amiga. Las mejores amigas del mundo.
Sin embargo, y pese a que adoraba todos y cada uno de los relatos que su inseparable compañera le contaba, la niña de mejillas sonrosadas tenía una fábula predilecta. Un cuento que le gustaba oír más que cualquier otro. Una historia que siempre pedía volver a escuchar.
- ¡Oh, por favor, por favor! –decía la pequeña de fina voz a la orilla del río- por favor, ¡cuéntame hoy la historia de la Rana y el Sapo! - Pero, ¿otra vez? ¡si ya la has oído muchas veces! - ¡Es que me gusta mucho! Por favor, cuéntamela hoy una vez más. - Bueno, está bien… pero luego te cuento otra nueva, ¿vale?
Y así pasó el tiempo, y las mejores amigas seguían saliendo juntas, sentándose juntas y haciendo cosas juntas. Y siempre, cada día, la pequeña extrovertida le contaba sus cuentos a la niña callada, y siempre, entre las fábulas nuevas, la chiquilla repetía para su amiga la tan querida historia de la Rana y el Sapo.
Pero el tiempo pasó tal vez demasiado deprisa. Y las niñas se hicieron adolescentes. Y las adolescentes, jóvenes. Y la vida de ambas acabó por separarse: ya nunca se volvió a ver a dos niñas jugando juntas, paseando de la mano, riendo en clase o contando cuentos a la orilla del río. Los tiempos pasan, la vida cambia y la gente madura, y las dos mejores amigas acabaron por ser dos desconocidas, viviendo en ciudades diferentes, y paseando, comiendo y jugando con personas distintas. Pero la pequeña charlatana cumplió su promesa: sus cuentos, fábulas e historias continuaron siendo un regalo exclusivo de su inseparable amiga de la infancia, y nunca más volvió a salir un nuevo relato de sus labios, que la pequeña de rosas mejillas no podía escucharlos.
Sin embargo, al sentir que no podía compartir sus cuentos con nadie, al notar que se acumulaban en su interior como trastos vacíos e inútiles, sintió una pena irreparable al ver que sus queridas ideas caían en desuso, muertas y desgastadas en su interior, faltas de luz y oídos que las escuchasen. Y entonces, un buen día, dejó de inventar. Dejó de crear mundos de sueños, historias y relatos. Se acabaron los castillos encantados, las princesas secuestradas, los príncipes galanes, los fieros dragones, las naves fantásticas y las mansiones embrujadas. Todo murió allí, en su interior. Porque ya nadie escucharía sus cuentos. Porque ya nadie oiría nunca sus relatos. Porque sus ideas eran para su amiga, y al no estar ella, eran inservibles. Y las cosas inservibles se tiran. Se tiran y se olvidan.
Y así pasaron los años, y ambas continuaron sus vidas como adultas. Tal vez se casaron, tal vez tuviesen hijos, lo cierto es que poco importa. Ambas ahora poseían vidas separadas, y cada una la vivía excluyendo a la otra.
Entonces, por una de esas casualidades que ocurren en un mundo tan pequeño, un día las dos antiguas amigas se encontraron por la calle. Por una calle cualquiera. Lo cierto es que poco importa. El hecho es que ambas, pese a estar años sin verse, se reconocieron al instante. El vínculo que las unía saltó de su rincón enmohecido y les hizo recordar los momentos en la escuela, los juegos, el crepitar del aquel río. Y las dos se sonrieron. Se sonrieron con sinceridad: se alegraban de verse, pese que ya no eran las mejores amigas del mundo.
- ¡Cuánto tiempo! –dijo la parlanchina- ¡hay que ver como has cambiado! - ¿En serio? –respondió la otra con voz fina- ¡pues yo creo que tu sigues igual! Y así, ambas comenzaron de nuevo a hablar. Y hablaron sobre los viejos tiempos, sobre cuando eran las mejores amigas del mundo, sobre cuando todo, absolutamente todo, lo hacían las dos juntas. Y las dos recorrieron la calle, cruzaron el parque y llegaron al puerto, en donde se sentaron en un banquito a charlar alegremente sobre sus vidas. Y entonces la mujer de mejillas sonrosadas dijo a su recién encontrada amiga: - ¡Oye! ¿recuerdas aquel cuento que tanto me solías contar? La otra miró un instante al cielo, intentando recordar. Hacía ya mucho, mucho tiempo que no contaba cuentos, ni creaba historias. Incluso había dejado de leer libros, para evitar así que le surgiesen ideas que después tuviese que almacenar. Ya no sabía imaginar. Pero quizá los cuentos ya inventados pudiesen volver a su memoria. Y más aquel cuento que tantas veces había pronunciado… Tras unos instantes, la mujer esbozó una sonrisa de triunfo. - ¡Sí! ¡ya lo recuerdo! La tímida bajó un poco la mirada. - Oh! ¿podrías contármelo una vez más? Recuerdo que adoraba esa historia… - ¡Claro que sí! –respondió con una carcajada- ¡por los viejos tiempos! La mujer tímida sonrió felíz. - Escucha, creo recordar que decía así:
Había una vez, una charca cristalina, limpia y de aguas frescas. Y en esa charca, habían exactamente tres nenúfares bonitos, brillantes y coloridos, y uno feo, viejo y gastado. En los nenúfares bonitos solían posarse tres ranas, las orgullosas, que los ocupaban altivas y no permitían que ningún otro animal de la charca se posase con ellas por no compartir la comodidad y belleza de sus hojas. Y en el nenúfar viejo y desgastado, solía posarse un pequeño sapo, que, a falta de otro sitio mejor, se queda allí, posado sobre las hojas secas y marchitas de la vieja flor. Sin embargo, una de las tres ranas sintió lástima un día por el pequeño sapo, y, haciendo un gran esfuerzo, saltó de su brillante nenúfar y se acercó al sapito y su desgastado soporte. - Escucha Sapo- dijo la rana- puedes venir conmigo a mi nenúfar. Te dejaré estar en él, pero solo a ti, y solo si tu quieres. El sapo abrió mucho los ojos ante tal propuesta, y respondió entusiasmado. - Oh! ¡claro que iré contigo a tu nenúfar! Y ambos, sapo y rana, saltaron y compartieron nenúfar aquel día.
Al día siguiente, el sapo volvió a su viejo nenúfar, pero la rana, que se lo había pasado muy bien con el sapo, volvió a por él una vez más. - Oye Sapo, ayer te dije que podías venir a mi nenúfar. Vente a partir de ahora allí conmigo si quieres. Y el sapo volvió a aceptar encantado. Pero, al día siguiente, el pequeño sapito volvió a ir primero a su viejo nenúfar, y la rana tuvo que ir a llamarlo de nuevo. Y al día siguiente ocurrió lo mismo. Y al día siguiente. Y al otro, y al otro, y al otro… el sapo siempre iba primero a su flor desgastada, y la rana tenía que ir una y otra vez a llamarle para que fuera con ella. Y un día, la rana se cansó de tener que ir siempre a buscarle, y posándose una vez más sobre las hojas secas del viejo nenúfar, le dijo: - ¡Oye Sapo! ¿no te he dicho que puedes venir a mi nenúfar fresco y bonito? Si quieres venir, ¿Por qué no vas directamente allí cada día? Y el sapo le contestó…
Entonces la mujer parlanchina dejó de hablar de sopetón. Asombrada, permaneció unos segundos en silencio, rebuscando en su memoria, intentando acceder a ese almacén que cerró con llave hace tanto tiempo. Intentando recordar el final de la historia. Su recién encontrada amiga la miró con una sonrisa afable en el rostro. - ¿Qué ocurre? - Yo… no se como terminaba el cuento –dijo con llevándose las manos a la cabeza, llamando a las ideas a gritos, intentando encontrar aquellos cuentos, historias y fábulas que ella había creado…y olvidado hacía ya demasiados años. Se sintió agobiada, nerviosa y triste. Notaba en falta algo que hacía mucho había dejado de extrañar: su propia mente. Sus ideas. Sus historias.
Su compañera le puso una mano en el hombro, tranquilizándola. La mujer levantó la cabeza y la miró con ojos humedecidos. La chica tímida se limitó a sonreír, y con voz dulce recitó:
- Y el sapo le contestó…
“Por que si lo hiciera, no vendrías tu para recordármelo”
| |