Los primeros rayos de sol de la mañana chocaron contra mis párpados cerrados. Llevaba ya demasiadas horas dormido y tanta luz provocó mi repentino despertar. Abrí lentamente los ojos notando cómo las legañas se resistían a despegarse. Mi primera mirada fue hacia la ventana. El cielo estaba despejado y brillaba en lo alto del horizonte un sol magnífico. Era sin duda una de esas mañanas en las que es difícil levantarse con mala cara. Aún así, recuerdo que no me sentía agraciado precisamente, la sensación de malestar era reinante en mí. Una mezcla de penuria y decaimiento.
Inmediatamente comencé a intentar recordar cuál podría ser la razón de dicha zozobra de mi espíritu. Recorrí cada uno de los momentos del día anterior, de toda la semana que llevaba caminada, de todos los hechos que me hubieran resultado chocantes o sorprendentes últimamente. Pero no encontré nada. Absolutamente nada.
Fue en ese momento cuando achaqué mi estado de ánimo a un posible sueño que hubiese tenido esa noche. Quizás alguna pesadilla, o quizás hubiese soñado algo que no me gustase que se produjera en el mundo real. De nuevo intenté recordar. Pero de nuevo no hubo nada. Aquello me intranquilizaba a la vez que no soportaba la idea de perder mucho tiempo pensándolo. Si simplemente estaba bajo de ánimo y no había ninguna razón aparente, es probable que esta sensación fuera desapareciendo a lo largo del día.
Comencé mi jornada de descanso como cada fin de semana en el que despertaba ansioso por ponerme a leer mis libros de botánica. Esa labor era únicamente altruismo, pero encontraba agradable la sensación de cultivar mi alma con el conocimiento de plantas exóticas, o habituales en cualquier jardín, o árboles enormes que parecían desafiar las leyes de la naturaleza. Como complemento de mis estudios aficionados solía buscar a mi tío, pozo inmenso de sabiduría sobre el reino vegetal, venido ya a menos debido a su avanzada edad, en la que sus ojos se iban cerrando de manera progresiva, pero que mientras siguieran lo suficientemente abiertos como para escribir las notas acerca de las características de las hierbas que podía encontrar en el campo en una tarde de domingo, seguirían dejándole escribir y ayudar a que fluyeran los folios en los que plasmar sus nuevos datos e ideas.
Tras unas horas de lectura apasionada y observación de decenas de fotos acerca de plantas que era posible encontrar más allá de los montes Atlas, cerré los libros para encaminarme decididamente a buscar a mi tío a su casa, llevarle dos obras sobre los abetos de Canadá y tal vez aprender algo más sobre aquellos inmensos árboles.
Al punto de cerrar los libros, me volví a percatar de que mi estado de ánimo seguía muy confuso. Seguía muy triste. Esta vez incluso comparaba mi tristeza a la que se siente en un funeral o en una misa de difuntos. Esa misma sensación, en la que el alma se tira en el suelo y se niega firmemente a levantarse para continuar. No comprendía por qué podría sentirme así. Es posible que cupiese la posibilidad de un estado de depresión, pero jamás había tenido ni siquiera esa dolencia psicológica. Lo único de lo que estaba seguro es que algo en aquellos libros me habían hecho recordarme a mí mismo que por alguna razón era un mal día, que había algo que podría salir mal.
Realmente me estaba preocupando cuando decidí nuevamente irme a visitar a mi tío. Le consideraba hombre sabio en muchos sentidos, así que hablaría con él de mi estado de ánimo. Pero ahora me preocupaba qué tendrían que ver las plantas con todo aquello. De repente me vinieron a la cabeza unas palabras que mi tío me dijo en cierta ocasión y que nunca he llegado realmente a comprender: “El esfuerzo desmesurado en cualquier ámbito puede provocar que aparezcan los fantasmas de la mente. Es en ese momento cuando nos encontramos en el bosque de la confusión en el que todos los árboles tienen ojos y bocas horribles, y sus ramas se convierten en fornidos brazos que quieren atraparnos y llevarnos a su mundo de locura.”
Pensaba fuertemente ahora en esas palabras, tal vez su significado fuera que no hay que dejarse llevar por la pasión excesiva del estudio. O tal vez mi mente fuese cediendo cordura por el ansia de mis estudios sobre botánica. Debía salir de casa rápido, notaba cómo la sensación era cada vez mayor. Ahora sí que era capaz de identificar esa sensación con total claridad como la pena por la muerte de un ser querido.
Salí con rapidez de casa, tenía que hablar con mi tío. Necesitaba respuestas, quería respuestas. Súbitamente al salir de casa me llegó un olor pútrido, algo nauseabundo y corrompido. Ahora mi sensación sí que era un auténtico dolor espiritual. Aquel olor parecía únicamente sentirlo yo. Era difícil mantener una buena cara sin taparse la nariz o notar náuseas. La gente con la que me cruzaba me miraban extrañados y no había nada en ellos que me hiciese ver que también olían aquello. No sé cuánto rato pude estar andando y soportando aquel olor, que se me acumulaba en el estómago, pero al cabo del rato, aunque éste no había desaparecido, es probable que me hubiese acostumbrado a él.
Volví a pensar en el por qué de aquella sensación de pena absoluta, en el olor que misteriosamente sólo yo olía y me vinieron otras palabras que también escuché en cierta ocasión decir a mi tío en relación al comentario que me hizo sobre los árboles que nos abrazan a la locura: “Debemos estar listos para evitar las pequeñas señales que la mente nos va dejando antes de abandonar el reino de la cordura. Esas señales son verdades absolutas, y si las hacemos caso, si comprobamos su veracidad, estamos perdidos.”
Recordando aquello me sentí aún más inquieto. Comencé a apretar el paso para llegar a la casa de mi tío. Sólo estaba a un par de calles. Necesitaba hablar con él y comentarle todo aquello. Conforme iba avanzando notaba cómo mi nariz recibía aún más olor de putrefacción y cómo mi alma se iba apenando más y más. En mi cabeza sólo escuchaba voces de llanto, de agonía, de dolor. Creo que realmente ahí estaba cayendo en un estado de nerviosismo tal, que me era muy difícil conservar la cabeza fría.
Todas las sensaciones se iban acumulando: aquel olor, los pensamientos, las imágenes que me venían a la mente en las que si bien no había nada definido, la única palabra que podría describir aquello era el luto. La pena era reinante en mí. Corrí y corrí para alcanzar la casa de mi tío y hablar con él. Sabía que al doblar la esquina estaba ya su casa. Tenía que hablar con él. Sentía que era una tabla de salvación para mí. Pero también fugazmente sabía que al doblar la esquina mis sensaciones se apagarían de repente. Era la única claridad que veía en mi repentina mezcla de extraños sentimientos.
Y efectivamente, al doblar la esquina desaparecieron todas aquellas sensaciones. Pero lejos de la razón que supuse que me daría calma, el hecho de hablar con mi tío y encontrar respuestas, encontré otra razón mucho más fuerte. Delante de mí estaba la casa de mi tío, y entre ésta y yo, se elevaba el gran árbol que creció y se mantuvo delante de la casa como guardián durante al menos todo el tiempo que cabe en mis recuerdos.
Y entre las ramas deshojadas del árbol, un cadáver. El cadáver de mi tío. Los ojos muy abiertos. La expresión totalmente desencajada, a la vez que se dibujaba una sonrisa. La sonrisa del loco. Ahora estaba claro, había encontrado todas las señales que me iban a llevar a la locura. A él ya se lo había llevado, y el árbol de su bosque particular le había abrazado para alejarle de los últimos retazos de cordura. Fue ése el momento en que comprendí que había hecho caso a las pequeñas señales que la mente me dio para alejarme del mundo de la cordura y que no debía haber hecho caso a esa sensación de pena. Y tampoco a ese olor. El olor de la muerte.
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