Cuenta la leyenda que en un pueblecito cántabro de cuyo nombre no quiero ni puedo acordarme, de esos perdidos entre montañas y que en invierno quedan incomunicados, de esos que a menudo son tapados por la niebla y cuyas casas son aún de piedra y madera, sus gentes guardan un antiguo e insólito secreto. Dice también la leyenda que en dicho pueblecito hace ya más de 50 años que algunos de sus habitantes han vivido atemorizados. Estos habitantes son los que recuerdan un hecho que cambió la vida del pueblo para siempre. Un hecho que, bien por injusticia, bien por su crudeza, no ha sido nunca revelado a forasteros o a localidades cercanas, de tal modo que el secreto de momento ha quedado guardado dentro de los límites del pueblo y de la mente de sus más ancianos habitantes.
Este hecho, increíble e incomprensible para todos aquellos que no lo vivieron, cuenta que en las afueras de la localidad, y casi escondido entre una espesa arboleda, hay un edificio que había servido muchos años antes como un psiquiátrico. Allí enviaron a muchísimos hombres y mujeres que habían perdido la razón, a muchos que cometieron atroces asesinatos o que se les consideraba peligrosos a lo largo y ancho del territorio español.
Cuando pasó el tiempo y tanto el personal del psiquiátrico como los enfermos fueron reubicados en otros centros más cercanos a las grandes urbes, llegó el punto en el que el psiquiátrico se vació oficialmente. Pero, como en casi todas las versiones oficiales, hubo parte de la verdad que se ocultó, ya que en el pueblo empezó a circular el rumor de que a ciertos enfermos problemáticos, los servicios de salud o las administraciones pertinentes decidieron que salía más rentable hacer con ellos un ejercicio de “olvido”. Estos rumores se fundamentaban en testimonios de celadores del psiquiátrico a los que amigos o conocidos del pueblo les habían oído quejarse de la atrocidad que se estaba cometiendo al dejar allí a muchos enfermos atados con correas a sus camas, gritando, abandonándoles sin alimento ni agua, y sellando e insonorizando sus habitaciones para que nadie pudiera saber nunca más de ellos.
La atrocidad no se llegó a producir totalmente, ya que la idea fue demoler aquel edificio totalmente con los inquilinos que habían “olvidado” dentro. Por una razón o por otra el edificio no llegó a demolerse, así que allí quedó el psiquiátrico olvidado por todos, con sus inquilinos dentro y abandonados a una muerte segura y horrible.
Pero lo que no se podía esperar nadie fue lo que ocurrió después. Pocas semanas tras el abandono del edificio, muchos habitantes del pueblo empezaron a oír feroces gritos por las noches que provenían de la espesa arboleda, gritos que pronto pudieron identificar como procedentes del edificio del psiquiátrico. Los habitantes entraron en un silencioso pánico general, ya que nadie quería hablar de ello, y preferían callar ante lo que parecía un hecho imposible. ¡Aquellos locos ya deberían estar muertos, llevaban más de un mes sin alimento ni líquido, encerrados, atados!
La situación se empezó a complicar aún más ya que, unido a los terribles gritos nocturnos, a los lúgubres alaridos provenientes del antiguo psiquiátrico, los habitantes del pequeño pueblo notaron cómo cada noche desaparecían animales de sus granjas y corrales: gallinas, cerdos, vacas… Cada mañana faltaban más animales y aparecían trozos de algunos de ellos por el pueblo. Rastros de sangre salían desde las cercas del ganado y prácticamente no había nadie que no se hubiera percatado de que dichos rastros conducían camino del antiguo psiquiátrico a través de la espesura de la arboleda. Hubo quien, además, advirtió que había visto por las noches a lo lejos a una mujer vestida de negro, de aspecto fantasmal y armada con una daga, destripar a los animales y llevarse muchos de ellos, para luego perderse en la negrura de la noche camino del siniestro edificio.
Pasaron las semanas, y en vista de las pérdidas de ganado en el pueblo, un día de fin de año los vecinos decidieron poner fin al robo de animales, aunque muchos de ellos se temieran que las desapariciones eran obra de un fantasma. Así que noche tras noche montaron guardia en todos los corrales y cercados, hasta que por fin una noche dieron con algo.
Uno de los vecinos que vigilaba encontró al ladrón con las manos en la masa y llamó al resto de personas que montaban guardia, que rápidamente se unieron a él. Delante de ellos, como si los espectros realmente existieran y fueran algo tan natural como el día o la noche, había una figura tapada con una manta negra, levitando unos centímetros sobre el suelo, con una daga que movía diestramente con una mano mientras decapitaba un pollo sujeto con la otra. La figura pareció percatarse de la gran expectación que estaba provocando sobre los habitantes del pueblo, que, armados con antorchas, guadañas, palos y otras armas espontáneas, no paraban de mirarla.
Con una velocidad sobrenatural, la figura partió “volando” literalmente con el pollo muerto en la mano hacia el edificio, confundiéndose en la negrura de la noche. Todos los vecinos, sin dudarlo, y venciendo el miedo a lo sobrenatural debido a que la masa humana reduce el temor, corrieron raudos hacia el oscuro y viejo edificio para atrapar al ladrón y detener la matanza de sus animales.
Al llegar allí, entraron salvajemente al edificio iluminándolo con sus antorchas. No encontraron nada en el primer piso, sólo viejas camillas y mesas quirúrgicas con telarañas. Pero, al subir al siguiente piso, todos ellos se detuvieron y quedaron petrificados al ver el repugnante espectáculo que tenían ante sus ojos. En la sala que se abría ante sus narices había varias decenas de cuerpos famélicos, encogidos, de largas melenas y que se les notaban todos los huesos. Les miraban en asustadizas posturas, tirados por el suelo, acurrucados en los rincones, mientras cientos de trozos de animales y gran cantidad de sangre estaban esparcidos entre ellos y por sus cuerpos. En el centro, la figura de la dama con la manta negra permanecía de pie, levitando, con el pollo ensangrentado y la daga en las manos.
Todos los vecinos salieron huyendo despavoridos en una torpe carrera. ¿Los enfermos olvidados? ¿Fantasmas? Nadie supo quiénes eran los humanos o tal vez los espectros que allí estaban. A partir de entonces, cada fin de año los vecinos de este pueblo dejan, antes por temor y ahora por tradición, algunas gallinas o cerdos u otros animales en la entrada de la arboleda, y gracias a ello, dicen los viejos del lugar (a los que ahora se les considera que cuentan batallitas inventadas) que los gritos no se han vuelto a escuchar por las noches. Lo que bien es cierto, es que esos animales cada mañana de año nuevo han desaparecido.
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