SEIS DE ENERO
¡Por fin había llegado el gran día! El pequeño Alex se despertó muy excitado, casi eufórico; durante todo el año había estado acumulando infinidad de deseos en su (desafortunadamente para sus padres) prodigiosa memoria. Las dos últimas semanas habían transcurrido para Alex en una atmósfera de creciente ansiedad, odiaba tener que esperar, y no cesaba de contar y recontar los días que faltaban para el cumplimiento de su sueño, marcándolos con su rotulador fosforescente en el torturado calendario de la salita de estar. Haciendo gala de una paciencia sobrehumana, su madre verificaba a cada momento la exactitud de sus precipitados cálculos, pero Alex nunca estaba conforme con aquellas respuestas. –El tiempo se ha dormido –pensaba.
La larga espera terminaría por la noche, cuando los misteriosos Reyes Magos dejaran junto al árbol de navidad sus sueños convertidos en maravillosas realidades. ¡Qué nervioso estaba!
Siempre le habían dicho que debía ser muy bueno y obediente si quería que los Reyes cumpliesen sus deseos, o de lo contrario sólo le traerían carbón. Lo cierto es que Alex nunca había visto carbón, y hasta sentía cierta curiosidad por manipular aquello que tan malo debía ser, ¡pero no hasta el punto de intercambiarlo por sus preciados juguetes! Hizo memoria sobre su comportamiento durante el pasado año, y no recordó haber hecho nada malo (aunque su hermana mayor sí guardaba bastantes evidencias en contra de su inocente benevolencia).
Al atardecer, su padre le invitó a dar un paseo por las concurridas calles de la ciudad (con la esperanza de que la fatiga facilitaría al pequeño conciliar el sueño). Hacía mucho frío y la oscuridad cubría ya el cielo, Alex caminaba de la mano de su padre contemplando el movimiento de la ciudad por el estrecho espacio que quedaba entre la capucha de su abrigo y su repudiada bufanda roja. Le encantaba esta época del año, las calles brillaban con luces de innumerables colores en contraste con el negro vacío de la noche, la atmósfera transmitía una impresión especial, extraña, una esencia oculta que solamente es visible, en determinados momentos, a los ojos que aún conservan la inocencia.
Tras un largo paseo, volvieron a casa. Al entrar, un delicioso aroma salió a recibirles. Su madre estaba en la cocina preparando la cena.
-Podéis sentaros, vamos a cenar pronto –dijo drigiéndole a Alex una cristalina sonrisa.
Esa sonrisa, y la enorme mano de su padre cobijando la suya cuando paseaban, hacían que se sintiese el niño más protegido del mundo, nada podría hacerle daño; nada en absoluto.
Alex fue el primero en terminar con su cena ante la comprensiva mirada de sus padres -¡parece su última noche en la Tierra! –rió su hermana. Poco después, Alex se metió en la cama, -que descanses, cariño- susurró su madre mientras apagaba la luz. Pronto cayó rendido en un sueño intranquilo.
Alex abrió los ojos. Todo estaba a oscuras y en silencio. Aún no había amanecido y sabía que no debía levantarse, pero ¡necesitaba saber si los juguetes habían llegado ya! Tan sigilosamente como pudo, Alex salió de su habitación. Por la puerta entreabierta del salón surgía un pálido haz de luz amarillenta. Dentro, la voz de sus padres era un débil e inconexo murmullo, apenas audible.
Sus gruesos calcetines de lana amortiguaban el sonido de sus pisadas, así que, sin poder resistirse a la curiosidad, se acercó hasta el borde de la puerta para mirar al interior:
Dos enormes gusanos, de un blanco purulento, se encontraban junto al árbol de navidad, erguidos sobre sus hinchadas colas. Sus cuerpos giraron instantáneamente al sentir la mirada del pequeño, mostrando sus rostros deformados, aunque grotescamente reconocibles, a su hijo:
-Nos has desobedecido, cariño –dijeron al unísono con gorgoteante voz gutural -¡NO DEBISTE HACERLO! ¡NO DEBISTE HACERLO! –chillaban mientras se abalanzaron girando en espiral sobre él.
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