
«Una noche de otoño de 1878 me acosté con mi amor, pero no desperté con él ni tampoco con Jonas. Cuando amaneció su respiración y su pulso eran tan débiles que creí que había muerto. Presa del pánico, fui corriendo a la casa del doctor James Scott y lo arrastré hasta la nuestra. Tras examinarlo detenidamente, el doctor me dijo que mi marido no tenía síntomas de ninguna enfermedad y sin embargo su vida pendía de un hilo. “Parece como si de repente su cerebro se hubiera detenido”, dijo. Según Scott, todo lo que podíamos hacer era rezar y esperar un milagro. Fue lo que hice durante cuatro días en los que apenas me separé del lecho.
«El milagro se produjo, sentí como si sacara la cabeza para respirar después de haber estado bajo el agua mucho tiempo, pero yo sabía que aquello sólo había sido un aviso. Dios había decidido cerrarme el grifo de la buena suerte que me había permitido vivir con intensidad un buen puñado de años. Me pareció justo, aunque no por ello me iba a quedar de brazos cruzados esperando a que se los llevara.
«El siguiente desvanecimiento no tardó más de un mes en producirse. Al segundo día postrada junto al lecho abandoné los rezos. De una bolsa de cuero que me entregó mi abuelita materna antes abandonar Méjico saqué unas semillas de agave, tiras secas de peyote y algunas hierbas que machaqué y mezclé con aguardiente siguiendo una antigua receta huichole que obligué a Jonas a beber. Al amanecer del día siguiente se levantó para trabajar como si nada hubiera ocurrido. Di gracias a los dioses de mis antepasados sin olvidar que otro Dios menos generoso no tenía su cuenta saldada.
«Había oído hablar de un médico europeo llegado recientemente a Hailville. Decían que era un genio que podía curar la locura. Yo no creía que Jonas estuviera loco, pero confiaba en que aquel hombre pudiera ayudarnos más que el doctor Scott, cuya especialidad eran las amputaciones que había aprendido a hacer con destreza durante la guerra. Se llamaba Nicolas Brauer, y se rumoreaba que fabricaba sus propias medicinas con recetas que había obtenido de los hechiceros de las tribus indias. Tras pasar por su consulta, el chico de los Lethan había dejado de gritar al anochecer.
«Convencí a Jonas de que me dejara acompañarlo en uno de sus viajes a la ciudad, pero no le conté nada acerca de mi verdadero propósito. Le dije que necesitábamos cambiar las cortinas de la casa y que pensaba comprar tela. Aquello no pareció convencerle demasiado, pero no hizo preguntas. Desde que empezaron los desvanecimientos se volvió todavía más hermético, y se refugiaba en el trabajo como un conejo en el fondo de su madriguera. Mi amor siguió durmiendo conmigo algunas noches, pero cada vez que aparecía yo temía despertar junto a un cuerpo inerte.
«El doctor Brauer pasaba consulta en la pensión King George donde vivía solo desde hacía unos meses. Tras preguntar por él en la recepción la dueña me acompañó hasta su habitación. Abrió la puerta un hombre de unos cuarenta años, bien vestido, con barba pulcramente recortada. Me sorprendió encontrar la habitación limpia y ordenada, cosa para mí impensable tratándose de un hombre soltero. El mobiliario se reducía a un escritorio sencillo de madera, dos sillas, un camastro y una estantería repleta de libros y papeles cuidadosamente apilados.
«Me ofreció asiento y me preguntó qué le traía por su consulta. Le expuse el caso de Jonas lo mejor que supe, sin omitir nada. Era la primera vez que lo contaba a alguien. El doctor me escuchó con atención, con el ceño fruncido y sin dejar de tomar notas en un cuaderno. Al terminar mi relato se quedó un buen rato pensando, con los codos apoyados sobre su escritorio y ambas manos unidas únicamente por las yemas de los dedos.
‒ Muy pero que muy interesante, señora Denver ‒dijo al fin. ‒ Me importa un rábano lo interesante que le pueda parecer. ‒ Disculpe, señora, el método científico a veces me hace olvidar que estoy tratando con seres humanos. ‒ Ahórrese las disculpas, doctor. Sólo dígame si puede curar a mi marido.
«Entonces Nicolas Brauer me dijo lo que yo, una indígena ignorante que apenas sabía leer, intuía desde que había decidido ir a verle. Utilizó palabras que no había oído en mi vida para explicarme que el caso de Jonas era extraordinario, que seguramente la dualidad de su personalidad estaba agotando su cerebro, que existían nuevos medicamentos que podrían ayudar a solucionar su problema, pero que no podía garantizarme su curación. Es más, el tratamiento podía dar como resultado la anulación de una de las dos personalidades, aunque también me dijo que existía la posibilidad de que ambas se fundieran en un único Jonas. Di las gracias al doctor, que rehusó cobrarme la consulta, y me despedí de él.
Así concluyó Lucía el relato de un secreto guardado durante toda su vida que me confió tras la muerte de Jonas. Dios apretó sin ahogar durante cuatro años, en los cuales Jonas sufrió al menos cinco recaídas, de las que se recuperó rápidamente gracias a la receta huichole de los indios mejicanos. Vivieron cada uno de aquellos días como si fuera el último.
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