Salem
fosal, cavernosa necrópolis de sinuosidad huronada,
pasadizos recónditos
hacia las entrañas del humus
en el tiránico imperio de las madrigueras
larvarias
de la muerte. Grandes, grandes, grandes
como felinos domésticos
de fauces aguerridas
en formación de combate. Muerte a la muerte
en
su redoble fúnebre, furtivo y lúgubre
En la mente del viejo Masson
la obsesión por bandera
y la pica apuntando al exterminio ratánico
como botín
de los festines subterráneos. Féretros perforados,
cadáveres
volatizados por el lóbrego fanagal
de discurrir misterioso. Apenas
restos mutilados
de tanta desbandada de fiambres inertes.
El impúdico
afán lucrativo de los postizos áureos
y el fino olfato del zacateca
para los lúdicos ajuares
de sus huéspedes, le empujan hacia
los adentros
del rebullir inquieto bajo la capa de tierra fangosa.
¡Vacío!
¡Otro sarcófago vacío! Como por abducción
hacia
el recóndito abrazo exterminador de lo ignoto.
II
Estibadoras
de difuntos en su recorrido negro y celérico
hacia las entrañas
mismas del cavernoso misterio. Chillidos
extremos, rechinar de dientes y hedor
bubónico de carroña
amarga como la defenestración de un
suspirado anhelo.
Linterna en ristre y reptando tras la luz fanal de sombras
cadavéricas,
el viejo Masson va dejando tras de sí túneles
sin retorno, cegados
por la tierra de la ambición y el miedo.
Aire mórbido, salobre
como el sudor amargo del esfuerzo
sin fruto, irrespirable, asfixiante hasta
decir me rindo. Mas
la vuelta es ciega como la noche subterránea de
pasadizos
serpenteados por los chillidos rátidos, donde sólo
brillan
los ojillos malignos que mordisquean sus extremidades.
Disparos.
Disparos atronadores. Descerrajamiento auricular.
Aire venenoso. Insuficiencia
respiratoria y de nuevo
el mordiqueo rechinante y pustulento de los múridos,
quienes
en instrucción militar de estrategia preeminente
se afanan como camareras
en disponer el banquete de su señor.
III
¡Cuanto
horror aún por acontecer en su frenética escapatoria
hacia lo
imposible! Ojos de voracidad insaciable le asechan,
al tiempo que casi sucumbe.
Cuando en un esfuerzo ímprobo
cree adivinar la superficie y hace por
trepar de la trena,
se topa con la tapa del ataúd que le acoge y un
alud de impotencia
le desarma: hundido en la espesura somnolenta de lo inevitable,
cerró
los ojos en rendición agónica y se dispuso a dormir
la pesadilla
eterna, mientras le estallaban los oídos de agonía
y el pecho,
ya flácido, se insuflaba de eternidad sepultada.