Todo
el mundo pasaba por el marco de su ventana. El paisaje marcaba los trazos gruesos
del perfil de las iglesias, los campanarios, los brazos tuberculosos de los árboles.
Era Sarkomand, la ciudad de los altos muros, donde yacía y languidecía
su fuelle de suspiros y nostalgias por el planeta minúsculo de la niñez.
Sentía
inútil la existencia de las estrellas, cuando no hay ojos que puedan seguir
su rumbo errante. Toda la vida es un espectáculo de un escenario vacío.
El hombre pequeño de Sarkomand se ha vuelto redondo y esponjoso, sus sueños
son burbujas de jabón irrompible, que llenan todo el marco de la ventana. En
un silencio de oídos zumbantes, en un bullir de la sangre dentro de las
venas palpitantes, se abren los pulsos y las sienes. Ruedan canciones moriscas
garganta abajo y se caen a sus pies como perros falderos. Se desdibuja la raigambre
racial de sus comisuras y arrastra las palabras vestidas de belleza y pena negra. El
viento pasa de largo, porque el mar no quiere morir tierra adentro. La voz apenas
vibra sarracena entre los dedos largos y deshilachados de las nubes de azucena.
Huelen sus sueños desde la raíz del pelo, atrapados entre las crueldades
del hormigón y las vigas de un cosmos artificial, donde no hay luna, ni
hierba, ni las cigarras de mil veranos diferentes. |