CUEVA DE LA PILETA [1]
 
 
© 2004 Abdul Alhazred
 
 

Entonces estaba recién licenciado. Lleno de doctrina docente y aún muy apegado a la lingüística como disciplina por la que seguía marcado. Sólo su juventud era comparable con sus ansias de saber. Quería conocer todo, palpar todo, analizar todo. En las muchas horas de conducción, por carreteras y caminos de cabra, no paraba de hablar y preguntar por todo. Su curiosidad era insaciable.

Para él todo representaba una aventura, así que por el camino desde Marbella a Ronda nunca se percató del peligro, sino de la indudable belleza del paisaje. El Tajo, sí, pero de las urbes le atraía más pegar la oreja a los modos de hablar de la gente, que las panorámicas con marchamo turístico contrastado. La meta estaba en lo que había sido otra concentración humana mucho más anterior, así que seguimos con rumbo a Montejaque.

Nos adentramos por un camino impropio para un vehículo a motor, siguiendo las escasas indicaciones y ganando altura por un paisaje cada vez más accidentado. La riqueza forestal resultaba indescriptible, todo ello envuelto en la melodía del viento entre las agujas de los pinos y el follaje del bosque de encinas, más el canto de cientos de aves distintas y el compás del silencio en la perfección de su origen. Aquella magia sólo se veía interrumpida por alguna exclamación suya o algún aviso sobre el peligro de una nueva revuelta. En ese confín, entre los límites de las provincias de Cádiz y Málaga, donde se alternan la desnuda roca caliza con bosques de ensueño, y escoltados al fondo por el valle del río Guadiaro, tras una pequeña planicie, llegamos a nuestro destino: la Cueva de la Pileta.

Como decía anteriormente, el Dr. Armitage, recién licenciado, ya era igual de minucioso. No tomaba notas, pero curiosamente era capaz de reproducir cada una de las vivencias con todo lujo de detalles días más tarde. Sus sentidos grababan absolutamente todo y con esmero en su memoria.

Al fondo de una pequeña explanada, casi sin romper la armonía agreste del paisaje, aparecía la entrada a la cueva, protegida por una verja de hierro. Un pequeño cartel rústico indicaba que efectivamente se trataba de la cueva que buscábamos. Ni señas de vida humana, pero en el silencio de aquella inmensidad, desde el fondo del valle, alguien que nos había oído e incluso observado, nos avisó que esperásemos un poco a que llegase José.

Allá abajo había una choza y un aprisco, desde cuya puerta nos había gritado una voz de mujer. A Henry aún le pareció más fascinante aquella personalización de nuestra visita. Efectivamente, el tal José subía con facilidad la vereda serpenteante loma arriba, como quien hace lo cotidiano. José era pastor de cabras. Lo decía su indumentaria y el olor característico. Se quitó el sombrero de palma y dejó al descubierto la parte de la frente y la cabeza no herida por la intemperie. Tras abrir la cancela, encendió un farol de carburo y nos indicó que le siguiéramos. Nos ofreció si queríamos un refresco o una cerveza, y nos hizo pagar por la bebida y la visita.

El pastor nos contó que era nieto de José Bullón, a quien debía el nombre y la herencia de la cueva, que su abuelo descubriera en 1905. A pesar de que fuera declarada Monumento Nacional en 1924, la titularidad de la misma les pertenecía a los Bullón como legítimos propietarios, y los ingresos de las escasas visitas venían a mitigar la escasez y fatigas de las cabras y los montes. El hombre era bastante parco en palabras y la mayoría de las explicaciones, salvo las antes dichas, se referían a advertencias sobre el cuidado al bajar o subir por sus muchas galerías, o las dimensiones de algunas de las bóvedas.

El gran descubrimiento fue el de contemplar que aquellas cavidades habían sido el hábitat de humanos de épocas muy remotas, quienes había dejado numerosas pinturas rupestres de gran valor.

En una de las naves, como adheridas al techo, encontramos miles de murciélagos, según las explicaciones de José. Henry, por su parte, aseguraba que no eran sino vampiros, auténticos chupadores de sangre humana. Era un lugar tétrico, tenebroso, algo así como la representación mental que me había hecho desde niño de los infiernos, y para colmo descubrimos numerosos restos humanos en la siguiente estancia. ¿Confirmaba el hallazgo la teoría de Armitage? Yo no pude rebatirla. Posteriormente, en diversas salas, volvimos a encontrar restos humanos y siempre agrupados en una especie de repisas de piedra. Henry no hacía más que confirmarme su hipótesis sobre los vampiros.

Además de restos humanos y numerosas pinturas de cabras, caballos, cérvidos, bóvidos y peces, pudimos observar útiles y toscas herramientas de piedra, así como restos de cerámica que hablan mudamente de la experiencia vital de un grupo humano de tiempos remotos. No quiero referirme al reciclaje de los cadáveres del que me hablaba Henry en días posteriores, pero sí a las referencias bibliográficas que había encontrado, casi todas ellas debidas a Obermaier y Breuil, quienes a principios del siglo XX llevaron a cabo un magnífico estudio científico de la cueva. Henry me contó que los remotos moradores eran cazadores y recolectores. También me dijo que se trata de la cueva con pinturas rupestres más importante de toda Andalucía, y que, posiblemente, las pinturas correspondan al paleolítico superior. Según me contó, las pinturas más remotas están realizadas con los dedos impregnados de arcilla y son de tonalidad marrón; le siguen cronológicamente las pinturas de tonos rojizos, a veces superpuestas a las marrones; mientras que las más recientes son las de color negro que pertenecen al periodo Azilienze.

En todo caso, lo más inquietante de lo mucho que me contó Henry a posteriori y me repitió incansablemente, fue aquellos del no enterramientos de los cadáveres, sino el aprovechamiento nutritivo de los mismos y de las sangrientas orgías de los vampiros. [2]


Glosas Enriquenses


[1] Abdul Alhazred mezcla en esta Colaboración elementos reales y ficticios, así que este artículo para Insólita Iberia, podría considerarse también como un relato breve basado en hechos reales y al lector le tocará decidir dónde acaba la realidad y dónde empieza la ficción literaria. Solamente perfilaré un par de datos: El primero es que la Cueva de la Pileta realmente existe y que esta excursión se produjo hace muchos años, como se puede deducir en el arranque del relato. Lo segundo es que los vampiros también existen, son una especie de murciélagos de gran tamaño que se alimentan succionando sangre a grandes mamíferos. Es posible que en el proceso evolutivo del Reino Animal los parásitos succionadores de sangre: garrapatas, mosquitos y sanguijuelas, pasando por los citados vampiros, llegase hasta los llamados Animales Superiores, la Raza Humana. H.P. Lovecraft se hace eco de todos estos seres vampíricos, incluyendo en sus relatos a las chotacabras (algo así como chupacabras. Es decir, animales que chupan la sangre de las cabras), que son una especie de búhos o lechuzas de costumbres nocturnas, cualidad suficiente para que el folclore le haya asignado ese papel tan perverso. Para Lovecraft las chotacabras (que aparecen, entre otros relatos, en El Horror de Dunwich, simplemente anuncian la muerte de una persona e incluso son capaces de llevarse el alma del fallecido).

Hay que añadir que el Rito de la Sangre es tan antiguo como la humanidad y que, simbólicamente o no, pervive hasta nuestros días en la Liturgia Cristiana, la Medicina de las Transfusiones, en algunas Sectas Satánicas y en las Sangrías del Fisco, la Banca, los Sableadores y las Juergas Flamencas.

[2] A modo de epílogo, quisiera añadir que el Cide Alhazred pasa por alto algunos detalles, que, por muy insustanciales que parezcan, tienen su importancia: Cuando estos hechos tuvieron lugar, la edad de nuestro narrador e informante, Abdul, rondaba una senectud tan incipiente como su calvicie; nada que ver con el mozalbete apolíneo que, hoy en día, encandila a las Vikingas de la Costa con sus romanzas de zarzuela, entonadas con un toque internacional de ópera italiana y opereta austríaca. En mi caso, el proceso ha sido a la inversa, lo cual me hace sospechar que hubo acontecimientos en la Cueva de la Pileta, que se nos ocultan. He rebuscado en los viejos baúles de casa y he encontrado un álbum de páginas con manchas de humedad, los espacios de fotos arrancadas y muchas fotos entre amarillentas y color sepia de aquella época. Encontré una de las fotos que aparece en este relato y me dí cuenta de que había algo diferente, unas manchas rojas y negras que parecían dibujos o caracteres que podrían corresponder a palabras escritas sobre la pared rocosa de la cueva.

En un análisis más detallado, me dí cuenta que las manchas parecían las huellas cruentas de un sacrificio ritual, como de un cuerpo sanguinolento que habría estado apoyado sobre la piedra con los brazos en alto y de los que parecía haber chorreado regueros de sangre. Cogía la foto con ambas manos, cuando de pronto descubrí algo en mis muñecas, algo así como las cicatrices de unas incisiones y, al mismo tiempo, mis ojos quisieron ver sobre la vieja fotografía escrita una letra H.

 
  
 

 
  
   

   
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