Si hubiera imaginado que aquel día iba a ser tan verde me habría puesto las gafas de sol. Era un verde manzana, un verde musgo, un verde... ¿cielo?
No había reparado en eso hasta ahora pero todo, absolutamente todo, era verde, desde lo más alto del cielo hasta lo más profundo del agua. Y aunque sólo existiese ese color tenía tantos matices que resultaba agradable para los cinco sentidos; se podía oler el verde manzana, ver cualquier verde que hubiera, degustar el verde aceituna, tocar (y sentir cosquilleos al hacerlo) el verde hierba y oír el verde ruido. Porque sí, hasta se podía escuchar aquel color, a excepción del verde silencio por supuesto.
Cerré los ojos para volver a ver la oscuridad, pero no hubo manera, la oscuridad misma era verde. Hasta mis pensamientos eran verdes... Empezaba a dolerme la cabeza, llevaba toda la vida acostumbrada a distintos colores y aunque hubiese matices, no era lo mismo, y esa palabra me obsesionaba: verde, verde, verde... Creo que hasta mi corazón hacia ese sonido al latir.
Salí de mi habitación, no soportaba tantos peluches verdes, ni que mis apuntes de biología estuviesen escritos en verde sobre los folios verdes ¿Cómo iba a estudiar eso? ¿Cómo iba a hacer nada con ese dolor de cabeza?
Me dirigí hacia el estudio de mi padre, lo recordaba precioso, todo de muebles de madera antiguos pero, curiosamente, no podía recordar el color de la madera, sólo sabía que al lado del odioso, del estúpido verde, era un color precioso. Esto me enervó aún mas ¡ni siquiera podía recordar los colores que tanto me habían gustado! Sólo podía recordar el verde, el insulso verde, el aburrido verde, el obsesivo verde...
Abrí un cajón del escritorio de mi padre, el cajón prohibido, ese que mis padres siempre me decían que no había que tocar, ese por el que recibí la primera reprimenda de mi madre por sólo mirarlo. Cuando era pequeña averigüé que con un golpe seco y fuerte, se abría... Habían pasado muchos años, y volví a coger lo que no había tocado desde el día del accidente. Saqué el revolver verde de mi padre. A los diez años lo había disparado por error y había hecho mucho daño a mi madre, tanto que nunca pude conocer a mi hermanito.
Ya no recordaba el color de la sangre...
Cogí el revolver, mis manos ya adultas podían sostenerlo sin problema alguno y apreté el gatillo.
Lo último que vi fue sangre... Sangre verde.
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