Grupo AJEC nos ha enviado el adelanto del primer capítulo de una novela escrita por Alejandro Guardiola que quedó finalista en el tercer Premio Minotauro de novela
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Meliot se enfrenta a la peor decisión de su vida; debe tomar partido por uno de los dos bandos en litigio y los odia a los dos por igual. Los miembros de la Vieja Raza están a punto de batirse en una lucha fraticida: la tiránica y poderosa aristocracia, en el gobierno, contra la plebe mediocre que inunda y controla las ciudades. Esta guerra le forzará a entrar en el juego que otros han dispuesto para él, a aliarse con renegados; se verá obligado a reclutar a viejas amistades olvidadas… mientras una extraña enfermedad le impide llevar una vida normal.
Una novela de terror en la que la Sed de Sangre nublará el juicio de Meliot, instándole a elegir entre su Instinto y su Humanidad.
Sombras de una Vieja Raza resultó finalista en la tercera edición del Premio Minotauro.
Ficha Ténica:
Título: Sombras De Una Vieja Raza Autor: Alejandro Guardiola Prólogo: Francisco Javier Illán Vivas Formato: 22x15 Cm Páginas: 250 Precio: 12,50 Euros Isbn: 978-84-96013-66-7 Portada: David Prieto
ANTICIPO EDITORIAL: SOMBRAS DE UNA VIEJA RAZA. ALEJANDRO GUARDIOLA. GRUPO AJEC. COLECCIÓN ALBEMUTH, 25.
PRELUDIOS DE UNA VIEJA RAZA
...el cual consumía anualmente la vida de una hermosa joven, prolongando de este modo su existencia durante los meses siguientes, se le helaba la sangre…
El Vampiro, John William Polidori.
El ruido de los cascos de los caballos golpeaba los adoquines de las escasas vías empedradas de la ciudad. El carruaje avanzaba con pesadez por las estrechas calles y callejones, cargado hasta los topes. El cochero refrenó un poco el tiro, pues debido a la niebla, apenas conseguía distinguir los bordes del camino. Uno de los caballos relinchó y, de sus ollares, brotó una fina nubecilla de vaho. El conjunto formado por el tiro de animales y el coche, traqueteó aún un poco más sobre el rudimentario pavimento, hasta que, finalmente el conductor dijo un so a voz en cuello y tiró de las riendas. El carruaje se detuvo por completo ante una puerta de la que salía algo de luz. ¡Parada y fonda! gritó y dio un golpe en el techo del coche, mientras, con la otra mano, echaba el freno. Bajó de un salto con una pequeña bolsa de viaje. Se acercó hasta el dueño de la posada e intercambiaron unas cuantas palabras, el cochero extendió un dedo y entró en la casa. La puerta de la diligencia se abrió y salió del interior un caballero alto, ataviado con un largo abrigo y embozado con una enorme bufanda, aunque no iba tocado con ningún sombrero y dejaba al descubierto una gran mata de cabello rubio. Buenas noches, mi señor. Mi hijo Jan os mostrará vuestra habitación hizo ademán de que tuviera la amabilidad de acompañar al muchacho y, a la vez, le ofreció entrar en su casa. ¿Deseáis que mi esposa os prepare un tentempié mientras os ponéis cómodo? No, gracias una voz grave, seca, serena, a la vez que templada, salió de debajo de la bufanda. Las curvas del camino me han dejado sin apetito. Preferiría una copa de licor, si es posible. Como gustéis. ¡Tom! Toma el equipaje del caballero y súbelo a su cuarto otro zagal de la misma edad del anterior salió de la casa con un delantal. ¡Oh! No molestéis al joven, mi querido anfitrión, ya que tan sólo viajo con lo puesto enmarcó con un gesto de infinita modestia, enseñando sus ropas austeras. El forastero siguió al mozo que le guiaba con un candil de aceite, por unas escaleras que necesitaban una urgente reparación. En la sala común, el posadero se afanaba en llevarle, con una mano, un plato de comida caliente al cochero, a la vez que, con la otra, hacia malabarismos con un par de vasos y una botella de vino tinto. El lugar estaba iluminado con una docena de velas de sebo y una lámpara de aceite. ¡Excelente comida, mi señor! exclamó el cochero, después de dar buena cuenta de la cena y satisfecho por las viandas que le habían ofrecido. Mostradle mis felicitaciones a vuestra esposa, maravillosa cocinera, como siempre. ¡Oh! Haré suyos estos halagos, maese cochero. Le confesaré que mi Miriam estaba preocupada por no poder brindar una cena en condiciones para la última posta del día. Bueno, ahora disfrutemos de ese vino tinto vuestro y soltemos nuestras lenguas. El polvo del camino ha resecado la mía. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Aquí tenéis señor. Servíos para vos también, querido posadero, no me gusta beber solo. El dueño sirvió dos vasos de un vino espeso, especiado y rojo como la sangre. Ahora, en confianza, viejo amigo se acercó un poco hacia el posadero, como para hacerle una revelación al oído y bajó la voz. ¿No os parece cuanto menos extraño, un viajero que marcha tan lejos sin equipaje? Sí, es cierto. Él mismo me dijo que no traía sino lo puesto siguió en un tono que era apenas un susurro. ¡Desconfiad! Aquí, entre nosotros, un hombre que no porta un sombrero no puede ser grano limpio. ¡No señor! ¡Con semejante clima! Ya lo decía mi difunto padre tomó un largo sorbo de vino, decía... Harold, hijo mío, guárdate de... se interrumpió al ver que su pasajero bajaba por las escaleras. Libre ya de la enorme bufanda y el pesado abrigo, sus facciones se antojaban duras y angulosas pero, a la vez, perfectas y bellas. Tenía, además, unos grandes ojos claros, en los cuales no habían reparado antes. ¡Oh! Sigan ustedes con su conversación, como si yo no estuviera... dijo éste. Bueno... no era nada importante replicó el dueño, buscando la complicidad del cochero. Iré a ver si vuestra bebida está lista y se levantó tropezando, torpe, hacia la cocina. Cierto, cierto. Sólo hablábamos de nimiedades, el precio del grano y de esos malditos judíos que parecen quedarse con todo nuestro dinero... Eso es porque vuestras mercedes aceptan préstamos a un interés desmesurado, de lo que hacen gran beneficio los judíos, no lo niego... pero sin duda con honradez hablaba como un caballero versado en las leyes y los negocios, empero su aspecto no parecía mostrar aquello. Vestía una chaqueta gruesa oscura, deslucida y afeada por el tiempo, una camisa de basto lino, pantalones elegantes, pero ya raídos por el uso, y un par de botas de cuero teñido, que parecían más apropiadas para montar a caballo que para viajar por los polvorientos e inciertos caminos. Estaba todavía observándole, cuando volvió el dueño con una copa grande de licor calentado al fuego. Presentadle mis excusas a vuestra esposa por hacerle encender los fogones a semejante hora envolvió la copa caliente con ambas manos, impidiendo que el calor se desperdiciara. No es molestia, mi señor. Miriam está acostumbrada a avivar el fuego en mitad de la noche. Es nuestro oficio dar cobijo y comida a los viajeros, sin importar lo avanzada que sea la hora. ¡Y a fe mía que lo ejercéis excelentemente, mi señor! dijo el forastero. Gracias, caballero. Ése es nuestro empeño. El forastero se llevó a los labios la copa del licor, de un color ambarino oscuro. ¡Reconfortante! Una bebida saca el frío del cuerpo. ¡Hasta de un muerto! bromeó el cochero y bebió también, dejando más vino en su frondoso mostacho que en su boca. Se limpió con el dorso de una mano. Sin embargo, al posadero no le hizo gracia la chanza y se sacudió, víctima de lo que parecía un escalofrío. Contad, mi señor: ¿Qué noticias traéis del otro lado de las montañas? continuó el dueño, como para quitarse un mal presagio de encima. Malas, me temo. Contad, contad animó el cochero. Bueno, si insisten en saberlo hizo una pausa, circunspecto… desde hace algún tiempo, el interior del continente sufre una epidemia que se extiende más rápido que la pólvora. ¿Habláis de la Muerte Negra? inquirió el dueño, temeroso. No, esta epidemia es peor que la Peste dio otro pequeño sorbo. Estoy hablando de muertos que vuelven desde sus tumbas se quedó en calma y estudió el efecto que habían provocado sus palabras en los otros—. Cadáveres que aterrorizan las pequeñas aldeas y se alimentan de la sangre de los vivos. Los asesinados a manos de estos espectros resucitan a los tres días, portando el mismo mal que acabó en vida con ellos no se escuchaba la respiración de sus interlocutores, que permanecían con la boca abierta, incapaces de reaccionar. Después de un gran silencio provocado a propósito por el narrador, el posadero fue el primero que consiguió articular palabra: ¿Y qué remedio existe contra estos demonios? Ninguno que yo sepa. Salvo tener la suerte de no encontrarse en su camino y no ser mordidos por ellos aseveró el viajero. ¿Es posible que esos aparecidos consigan llegar hasta estas tierras? continuó el dueño. Arribarán a estos valles en poco tiempo la afirmación produjo un miedo cerval en sus interlocutores. El horror más primigenio flotaba ahora libre por la atmósfera del cuarto, que pareció espesarse en aquel momento. Las llamas de las velas titilaron. No comprendo cómo podéis permanecer tan tranquilo a sabiendas de que ese mal se extenderá hasta nuestra villa, ¿maese...? Van Erin, escritor de comedias se inclinó e hizo una reverencia, para servirle a Dios y a usted. Tanto gusto el cochero miraba ahora a su pasajero con cautela. Para cuando la epidemia infeste este lugar, yo ya me encontraré muy lejos de aquí. Pero... y las familias que cultivan los campos... sus negocios... ¿Qué será de ellos? ¿Qué será de nosotros? se lamentó el posadero. Lo mejor que pueden hacer es vender sus pertenencias y emigrar a otras tierras. Lo mismo os digo a vos señaló con el dedo al dueño, que se apartó asustado, el índice del huésped parecía cargado de energía. No puedo deshacerme ahora de todo esto, que tanto tiempo y esfuerzo me ha costado construir. No, no, tiene que haber otro modo sacudió su oronda cabeza de izquierda a derecha, despejando aquella idea de su mente. Como queráis. Sois libre de elegir entre perder todo cuanto habéis obtenido en vuestra vida o, definitivamente, perder ésta volvió a señalar al posadero e hizo su aviso extensivo al cochero. Hecho esto, terminó su bebida de un trago, se levantó y se dirigió a su cuarto. ¡Buenas noches! No digáis que no os he avisado su voz se escuchó retumbar en toda la casa. Ambos miraban con ojos desorbitados hacia la escalera por la que había desaparecido el forastero. Cruzaron sus miradas y se persignaron al unísono, haciendo el signo contra el mal de ojo, tocaron con el índice y el pulgar la mesa a la que estaban sentados. ¡Pájaro de mal agüero ese tipo! Sí señor. Como mi difunto padre decía... ¡Chissst! Podría oíros. Tiene el porte de un demonio y seguro que también muchos de sus poderes. ¡Menuda noche! Por supuesto, ninguno de ellos logró pegar ojo en toda ella.
Era temprano, aunque todavía no había amanecido. El extraño caminó a grandes zancadas, subió el par de peldaños del carruaje y se acomodó en su interior. El posadero observaba con preocupación la partida de la diligencia. Contaba con no volver a ver a ese hombre por su posada, le ponía los pelos de punta. El cochero arreglaba las riendas y ponía en marcha el tiro de animales. Sería la última vez que le vieran. El dueño miró como el coche de caballos se esforzaba, con una tranquila parsimonia, en subir la cuesta del camino de la iglesia. Cuando ya iba a marcharse a arreglar sus asuntos, oyó una voz entre sus oídos: Recuérdelo: Venda sus posesiones y lleve a su familia lejos de aquí. Se dio la vuelta presa del pánico. Sin embargo, sabía de sobra que allí no había nadie. Tenía que darse prisa. ¡Tom! ¡Tom, chico! ¡Ven aquí! se oyó el ruido de alguien bajando los escalones de cuatro en cuatro. ¿Sí, padre? el muchacho apareció con dos hermosos cercos rojos en sus mejillas. Llégate hasta donde Jonas, el molinero, y dile que le vendo la posada y la licencia de la compañía de diligencias por cincuenta coronas. El chico corrió camino arriba sin rechistar, en dirección al molino. Buen chico, sí señor. No muy listo, pero obediente y trabajador como ninguno dijo el padre, orgulloso de su hijo. Entró en el establecimiento y llamó varias veces a su otro hijo y a su mujer.
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RECUERDOS
Demosian se retorció y el paso de los muchos años que en realidad tenía en su haber se sucedió en un instante. La piel joven se arrugó y los músculos se consumieron. Los azules ojos del emperador y dios de los demianos miraron por última vez el horrendo rostro de su asesino y se hundieron en sus órbitas. Y Demosian descansó para siempre.
Urnas de Jade: Profecías, David Prieto.
La Sed... ¡Maldita sea! La Sed... La segunda vez aquella semana. ¿Qué era lo que le estaba pasando? El ansia de alimentarse era cada vez mayor e iría empeorando a medida que transcurrieran las horas. Se removió inquieto, todavía soñando, si es que era capaz de hacerlo. Los ojos, en un balanceo frenético bajo los párpados, de un lado a otro. La cabeza, coronada por dorados rizos, meneándose, dispersando las ondas de pelo a ambos costados del rostro. Las manos, terminadas en unos dedos largos, esbeltos, que permanecían encogidos como agarrotados. El resto del cuerpo, fuerte y perfecto, crispado y en tensión, a punto de incorporarse por su propia voluntad. Abrió los ojos... Se despertó. Se sentía peor que nunca. Aún era pronto para lo que tenía por costumbre. Comenzaba la puesta de sol. Entonces, recordó que estaba a salvo y en su casa, que era como se había acostumbrado a llamar a la construcción que le daba cobijo desde el siglo anterior. Su casa, ¡qué sentimiento más humano el de la posesión y el apego a una masa de ladrillos y cal! Sin embargo, era aquello lo que sentía por la estúpida mansión que había comprado, en uno de los pocos lujos que se había permitido. Aunque el parque que la rodeaba parecía una selva, no contrataría a un jardinero, demasiadas preguntas y miradas indiscretas. Se revolvió y se desperezó en el lecho bostezando e incorporándose. ¡La maldita sensación de nuevo! Doble dosis, Meliot. Eso fue lo que le había recomendado. ¡Dicho y hecho! Fue andando descalzo hasta la cámara frigorífica. Cogió el tirador y la abrió. Una vaharada de frío le alcanzó en la cara, entró y cogió las dos bolsas transparentes. Cerró de un golpe y subió del sótano al primer piso, dónde guardaba lo que le hacía falta. Los peldaños de madera crujían bajo su peso, debía hacerlos reparar, pero, ¿dónde dormiría él mientras los arreglaban? Unas obras representaban problemas. Extraños en su casa, husmeando y hurgando entre sus posesiones y encontrando cosas que no deberían encontrar. No. Prefería su casa según estaba: oscura, polvorienta y avejentada. Sin quererlo, había creado cierto halo a su alrededor que la mantenía apartada de los curiosos y de los vendedores de enciclopedias. Rompió el precinto y desenroscó un tapón. Repitió la operación y conectó las bocas de ambas bolsas a sendos tubos de plástico. Estos llegaban hasta una máquina de forma cúbica y de más de un metro de alto, repleta de teclas y pantallas de cristal líquido, pulsó una de ellas y se escuchó un sonido, varias luces se encendieron y las pantallas se iluminaron. Tomó del artefacto otros dos tubos rematados en finas agujas. Otra noche más. Como cada día, comenzaba el ritual. Con un rápido movimiento se clavó uno de los extremos de los tubos en la cara interior de su brazo izquierdo, destrozando la costra negra de sangre coagulada, dura como la roca. Hizo lo mismo en su brazo derecho, aullando de dolor. Se dejó caer en el sillón que había, en su sala de torturas, pues así se refería a ella. Un zumbido y el contenido de las bolsas comenzó a vaciarse y a introducirse en el interior del aparato. Desde uno de los catéteres comenzó a manar una sustancia viscosa, oscura, casi negra y grumosa. Apenas había recorrido el primer tercio del tubo, cuando un líquido rojo transparente entraba ya en el otro orificio hacia el organismo de Meliot. La sangre artificial conseguía sumirle en un pequeño letargo, pero se serenaba en poco rato. Si continuaba creciendo así... ¿qué haría? ¿Aumentar la dosis cada vez que fuera a peor? ¿Rendirse al poder de la Sed? Si había logrado vencerla durante tanto tiempo, ¿por qué le ocurría ahora? Cuanto más precavido era, cuanto más se cuidaba, resultaba qué era cuando se volvía contra él. ¡Pobre Meliot!, bebiendo sangre de animales durante siglos, con tal de no probar la de los humanos. El brebaje de Loveman no había fallado antes, por lo que supuso que el problema estaría en su organismo. Su amigo no paraba de trabajar, un día de estos iba a agotarse como no bajara el ritmo. Debería obtener el reconocimiento de la comunidad científica mundial por su síntesis de sangre ideada a medida de su amigo no-humano. Pero no era posible descubrir algo tan fascinante sin poner en peligro a mucha gente. Incluido el propio Loveman. Suerte que contaba con los fondos ilimitados de la fundación Hailer. Sí, el señor Hailer donaba una buena parte de su inmensa fortuna al beneficio de la investigación médica del aplicado Loveman. Digamos que nuestro protagonista se escondía bajo varios alias en nuestro siglo, uno de ellos, del que más orgulloso estaba, era el de un viejo millonario filántropo, siempre resfriado y cubierto por todo tipo de ropas. El juego en el que se había visto involucrado, debido a su condición, era muy emocionante. En un momento de su dilatada existencia había experimentado placer con el hecho de trabajar como actor, algo natural en él por otra parte. Un oficio interesante... Con la llegada del cinematógrafo había considerado en serio recuperar su antiguo empleo, por mera diversión y entretenimiento, se aburría tanto... pero los guionistas no hacían papeles adecuados para su nivel. Tampoco quería exponerse en demasía, lo dejó a tiempo. No era conveniente ser muy conocido para sus propósitos. Excepto una sanguijuela entre los de su raza. Apenas contaba con un siglo de existencia y había conseguido triunfar en las pantallas en blanco y negro de los cinemas. Le corrompió la fama y se tornó descuidado. La vanidad era el peor de los pecados entre los vástagos de la vieja raza. Fue repudiado y destruido, pues suponía un serio problema para la Jerarquía y era envidiado por los urbanitas. Todo consistía en saber retirarse después de haber rodado un par de películas... desde luego, sin descuidar la propia seguridad. El billete verde lograba tentar hasta a los inmortales. La codicia los arrastraba a su fin. Muchos de sus hermanos pretendían dominar a los mortales a través del poder del dinero. Gran error, pues era un invento de la raza humana. Como depredadores, estaban en la cima de la cadena alimenticia. Los dones recibidos por su raza sólo deberían servir para la supervivencia. No entendían que, exterminando al ser inferior en la pirámide, la cadena se rompía. Meliot siempre había sido consciente de su superioridad como ser. Su única pretensión era cambiar la bestia asesina que llevaba en su interior por algo más noble, más sensato y más dócil. Si existía una posibilidad que le ayudara a evitar más muertes, la tomaría sin pensarlo dos veces. La debilidad persistía. Y era consciente de que, cuando menos lo esperara, se lanzaría a las calles de cacería. Estaba obsesionado y no era capaz de pensar en otra cosa. Todo cuanto pasaba por su mente terminaba relacionándolo con la sangre. ¿Quién era él después de todo? Un ser descastado por los suyos por no aceptar las rígidas normas de una sociedad invisible a la vista de los humanos, oculta, inamovible y olvidada. Por eso su supervivencia tenía mucho más valor. Envidiado por sus congéneres, debido a su posición, por su independencia, por su libertad, por haber sabido relacionarse en cada época con la raza hermana.
Loveman, esta noche es muy agudo. No lo soporto más... tomé la dosis doble hace una hora y ya lo estoy comenzando a sentir de nuevo. Voy hacia allí... llegaré en treinta minutos. Acelera... un buen coche... de lo mejor que el dinero mortal podía conseguir. Potente, veloz, funcional, pero nada ostentoso. Su disfraz debía ser perfecto, no quería a ningún funcionario metiendo las narices por ahí, preguntándose cómo un viejo, que donaba la mayor parte de su dinero a una fundación médica, podía permitirse una gran mansión y un deportivo de lujo. En los viejos tiempos había conocido a otros como él que fueron descubiertos y exterminados por pequeños errores de ese estilo. No iba a caer en un error tan burdo. Dos calles más, entonces el automóvil negro gira hacia la derecha en la segunda... ¡Cómo para encontrar aparcamiento a aquellas horas!
¡Estás como un toro, Meliot! Todos los parámetros son los habituales en ti. Tu fluido corporal está un poco más viscoso y oscuro que de costumbre, pero eso es normal a estas alturas del ciclo, ¿cuánto te queda? la voz que hablaba parecía profesional, segura de sí misma y a un tiempo serena y amable. Apenas tres días doc... respondió, un poco cansado. ¿Cómo te encuentras ahora? el doctor buscaba algún signo externo que pudiera revelarle la causa del malestar de su amigo. Cansado, nervioso, tengo sueños que no puedo recordar... y la maldita Sed... se pasó la mano por la frente y se limpió el sudor con el dorso. Lo de los sueños parece interesante, pero, como sabes, no tengo experiencia en ese campo. Bueno, y hoy me desperté cuando el sol todavía no se había ocultado del todo. Así que antes de tiempo... mmm... tengo que pensar sobre ello. Antes de tiempo... De esa forma le dejó, concentrado en sus pensamientos, ensimismado en su laboratorio, pues estaba acostumbrado a que se esfumara sin despedirse de él. A fin de cuentas, se suponía que nunca se sabía cuándo llegaba ni cuándo se marchaba.
A partir del instante que había probado la Savia Negra y se convirtió, era la primera vez que se sentía vulnerable. Impotencia, aquella era la palabra, le estaba creando una gran inseguridad por la que antes no se habría preocupado. Aquello que le sucedía iba más allá de la vastedad de la sabiduría que había ido acumulando durante siglos. Miedo. Sí, sentía miedo, mucho miedo, un miedo atroz a lo desconocido, a la incertidumbre. Estaba muerto de pánico sólo de pensar que volvería a convertirse en una bestia asesina. No era un carnicero...ni nunca lo había sido. Cuando era necesario, se hacía, sin más. Un trabajo o una obligación que te encargaban y no te gustaba, pero eras consciente que tenías que hacer. Una rutina, no un festín de carne y sangre, como era visto por sus hermanos. ¡Insensatos! No comprendían que, aunque superiores en fuerza y poder, los Hijos de Adán seguían siendo más inteligentes que ellos. El ansia de conocimiento de los humanos nunca podría ser superado ni con todo el poder y la magia de un Antiguo. Aquel era uno de sus mayores defectos: subestimar a la raza humana. Eso había traído de cabeza a los Hijos de Caín. ¡Pobres ignorantes! Los veían como un mero plato de comida y eran mucho más que eso. Enemigos, sin los que el eterno desafío no sería posible. Esto hacía el interminable juego de la depredación excitante. Sin la raza humana, su existencia no sería viable. Estaban unidos para siempre en una macabra relación simbiótica. Desaparecerían sin ellos. Si los Señores de la Noche no estuvieran sobre la superficie de la Tierra, probablemente terminarían matándose entre sí, porque no tendrían contra qué luchar. El Diablo, el Anticristo, los no-muertos... Desde que Caín mató a Abel, había sido así y así sería la eternidad que un hijo de la vieja raza fuera capaz de soportar. Caín, el hijo de Adán y envidioso de su hermano Abel. Caín, el primer fratricida de la humanidad, el primer asesino, el primero en matar por la Sangre, el primero en sentir la Sed y el primero en transmitir la Savia Negra. Caín el Padre de la vieja raza. Y sobre todo la Sed... La Sed, la Maldita Sed... LA SED... TENGO SED... ME MUERO DE SED... SED...
Oye, Loveman, ayer casi caigo... así que o te das prisa en encontrar una solución o tu amigo se va a comer a media ciudad. Adiós. CLIC. Depositó el auricular sobre su base y se marchó.
¿Qué fue eso?... un grito... es una mujer... es la zona de caza de los urbanos. Cada vez más cercano... es en ese callejón... En el que tres neonatos urbanitas estaban intentando terminar su noche de cacería con una pieza apetitosa. El dominante le percibió enseguida y se volvió hacia él con una sonrisa entre divertida y cínica. ¡No eres de los nuestros! ¡Mirad chicos es un repudiado! ¡Largo de aquí, converso! ¡Esta es nuestra zona de caza! dijo el otro. Sí, ¡eso! No te metas en nuestros asuntos. ¡Vuelve al nido del que viniste! apostilló el que había hablado en primer lugar. Sin duda alguna, locuaces y deslenguados, les tendría que lavar la boca con jabón. Primero, no respeto vuestras leyes, me importa un bledo si éste es vuestro territorio o no extendió el índice. Segundo, pasaré por alto los insultos otro dedo siguió al anterior. Tercero, vuestros asuntos son los míos, si a mí me da la gana otro dedo más. Y cuarto, y más importante, dejad en paz a la señorita si no queréis haceros daño un último dedo se unió al resto. Se notaba que llevaban toda la noche dándose un festín de sangre, tres o cuatro víctimas cada uno, los ojos inyectados y todos los estigmas bien visibles, ¡qué inconscientes! Se agruparon dispuestos a atacar a Meliot. Uno de ellos estaba ya lanzándose hacia él. Arqueó el brazo derecho hacia la izquierda con la vista fija en ellos. Los otros también iniciaban el ataque. El líder llegó a su altura, pero, en aquel instante, los tres salieron despedidos a gran velocidad contra un muro cercano, ocasionando un crujido, de los huesos al romperse. Gruñeron, conscientes ahora de su inferioridad. Se lamieron las heridas y se esfumaron. Disculpe, señorita, ¿se encuentra bien? entre la tapadera de un cubo de basura y un spray irritante contra agresores, se parapetaba una muchacha pelirroja de unos veinticinco años, esbelta y muy bella. Sí, sí... me encuentro perfectamente respondió, un tanto nerviosa. Muchas gra-gracias, señor... En cuanto levantó la cabeza le miró. ¡Oh Dios mío! ¡Sus ojos, son sus ojos! ¡Sus ojos son los que...! No le dio tiempo a decir nada más. Acababa de caer desmayada ante el poder de la misteriosa mirada de Meliot. No la habían mordido, mejor para ella. La cogió con cuidado, tomándola en brazos.
Inmortalidad, poder... pero también sufrimiento, dolor, soledad y SED. La pertenencia a la vieja raza no era un don, era una forma de vida nada convencional que no había elegido, fue obligado a aceptarla. Sobrevivir, esquivando a los hijos bastardos de Van Helsing, que trataban de condecorarle con una bonita y afilada estaca, no era más que una de sus menores preocupaciones. No sabían que los antiguos rituales no podían dañarle. En otras épocas habían sido eficientes porque tenían fe en lo que hacían, pero hora nadie tenía fe. Nadie creía en la vieja raza.
¿Y dice que no recuerda nada? Así es, doctor. Sólo recuerda que salió de trabajar, era tarde y estaba oscuro. Mmm, vamos a ver... ingresó con pérdida de conciencia, con excoriaciones y hematomas, ninguna fractura, ningún daño interno... presenta un cuadro de sueño inducido, sin embargo, los análisis no muestran la presencia de fármacos o drogas en su cuerpo. En fin... ¡Qué curioso! Madeleine, mantenla veinticuatro horas más en observación y si mañana se encuentra con fuerzas le daremos el alta. Como usted diga, doctor. ¿Madeleine? ¿Sí, doctor? ¿Quién la trajo hasta aquí? Los celadores dicen que fue un hombre alto y corpulento de unos treinta años, bien vestido... ¿Y su nombre? Ése es el problema. Cuando volvieron de buscar el formulario de admisión, el hombre ya se había marchado. Qué extraño, ¿no? Ya lo creo, Madeleine, ya lo creo.
Un zumbido le anunció que el programa había terminado. Las bolsas estaban vacías. Se había quedado dormido mientras la máquina ejercía su labor. Se arrancó las agujas y al momento las heridas comenzaron a cicatrizar. Estaba rendido, sin fuerzas apenas para levantarse. Decidió hacer una llamada al doctor Loveman. Algo marchaba mal. 2
RIGOR MORTIS
Los ojos no tenían vida, ni brillo, y parecía que ni pupilas; aparté instintivamente mi atención de su mirada vidriosa y la fijé en sus labios delgados y encogidos. Se abrieron; y en una sonrisa de extraño significado, asomaron lentamente los dientes de la cambiada Berenice.
“Berenice”, Edgar Allan Poe.
Un hombre vestido con una bata blanca, manipulaba un diminuto teléfono móvil. Olía a limpio, a higiene, a desinfectante... camillas cruzadas en los pasillos. Enfermeras, médicos y celadores corriendo de un lado para otro. Puertas abriéndose y cerrándose... ascensores que suben y vuelven a bajar... gente con pijamas de diversos colores: verdes, blancos, azules... Otra puerta más que se abre...
—¡Buenos días, doctor Loveman! —Buenos días, Betty... respondió sin muchas ganas. —¿Le traigo café, doctor? —Sí, si no te importa, gracias... La mujer rechoncha salió de detrás del escritorio, colocó las gafas de diseño sobre su nariz con un dedo y se marchó meneando el enorme trasero por el pasillo. Por lo menos le dejaría en paz durante un rato —llegaba a ser muy pesada—, así tendría un poco de tiempo para pensar en Meliot. ¿Por qué no funcionaba el suero? Se preguntó. Y su sangre... los análisis no revelaban nada en particular... ¿sería posible que hubiese pasado por alto un dato relevante? Además, no podía pedir consejo a sus colegas ni comparar sus notas. No en esto, desde luego. ¿A qué fecha estaba? Un instante, ¡sólo quedaban dos días! ¡Oh, por qué sería tan despistado! Apenas cuarenta y ocho horas para que Meliot tuviera que enfrentarse a su desafío mensual, aquello que tanto temía y que luchaba por erradicar. Aquello que tanto odiaba y por lo que había abandonado todos sus privilegios entre los suyos. Asesinar a una víctima para alimentarse de su sangre. El hombre de la bata blanca mostraba en su rostro una mueca de preocupación. Cogió el pequeño teléfono y pulsó unas teclas. —Meliot... oye, Meliot, soy yo. Cuando despiertes ven a verme, pero no al hospital, esta noche ven al laboratorio de la fundación. Cuídate, amigo —CLIC. Tomó una carpeta y suspiró ante la dura jornada de trabajo que le aguardaba.
Unas luces se apagaban a la vez que otras se encendían, éstas más luminosas, más llamativas, más cálidas, más evocadoras, más sugerentes... Tribus desbocadas de automóviles luchaban a brazo partido por su derecho a reafirmarse en un pedazo de asfalto, matando por cada centímetro de terreno ganado a la luz roja. Luz verde. La rugiente marea abalanzándose sobre la ciudad, buscaba el puerto adecuado al que atracar. Miles de sonidos, ahogados y liberados a su suerte a un tiempo, inundaban el espacio rellenado cada hueco incompleto. Nubes de un humo blanco escaparon, por fin, a la dictadura de las cruentas máquinas que las mantenían esclavizadas. Nubes de un humo negro bullían, deseosas, por fin, de contaminar con su espesura y su pesada carga, inundando toda la ciudad con una niebla artificial. Millares de abejas abandonaban sus colmenas, en las que habían estado elaborando jalea real de ocho a cinco. Dejando inválidas y desprotegidas a sus reinas en el interior de las celdillas. Aunque ellas, seguro que tendrían más miel que llevarse a la boca al final de la jornada. Las luces se apoderaron de ti, invitándote a entrar, te sugieren que olvides por un minuto, que dejes allí todo cuanto te cause dolor. Te otorgan una felicidad rápida y sin compromiso, a cambio de unas cuantas monedas. Te hacen real y te dan forma y textura, como el dibujo mal coloreado de un niño. Te sacuden y te revuelven, te estiran y te comprimen, volviéndote de dentro a afuera y de abajo a arriba. ¿Vuelas o flotas? ¿Piensas o tomas prestado? ¿Imaginas o te dejas llevar? ¿Improvisas o cumples punto por punto el guión? ¿Recuerdas? Ilusiones. Deseos inalcanzables, suspiros no contenidos. Emociones imposibles de describir, no de aquella forma. Viajes irreales a mundos inexistentes. Naciones enteras, inabarcables en toda su magnificencia. ¿Era cierto? ¿Era tangible? No. Pero podías protestar.Vuelve de donde viniste, ya que eres un extranjero en cualquier parte. Olvida todo cuanto sabías y aprende de nuevo desde el principio. Termina con lo que estabas haciendo y ponte en camino, muévete. Sueño, tedio y cansancio, son los enemigos de esta marabunta adocenada, en busca de su área de descanso por una jornada más. El día y la noche llegan a un punto en el que se desvanecen, perdiéndose sus formas, borrándose sus límites. Los lugares se difuminan, los sueños comienzan. Un refugio es algo más, es acogedor, es caliente, es algo que sientes tuyo. Son horas de amores y desengaños, de borracheras y crímenes, de pasión y de amargura, de miradas que quieren decir ven conmigo, pero sólo insinúan. Son horas de cielos e infiernos, de ángeles y demonios. De destinos que juegan a perder con cartas marcadas, y ganan, llevándose todo lo que importaba. Para siempre... Es tiempo de siluetas que se recortan entre las sombras, con máscaras horrendas, que juzgan y ejecutan en un mismo movimiento. De esbirros oscuros y sicarios tenebrosos dispuestos a cobrar sus rentas de una vez. Es la hora de la derrota. Vuelve a colocar tus piezas sobre el tablero, gran estratega. Siempre ganan las negras... Jaque.
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