Grupo AJEC nos envía un avance de “Donde los ángeles no se atreven”, de Allen Steele, donde se recopilan dos novelas cortas de este autor. Una de ellas galardonada con el Premio Hugo
|
| |
En este libro podemos encontrar dos novelas cortas del autor Allen Steele, ambas galardonadas con, entre otros, el prestigioso premio Hugo de ciencia ficción.
En “Dónde los Ángeles no se atreven” asistimos al viaje de dos crononáutas del siglo XXV, presentes en el vuelo del Hinderburg en 1937. Inadvertidamente desestabilizan el viaje del dirigible, permitiendo que tome tierra exitosamente. Esta alteración hará que su futuro se vea alterado, y queden atrapados en un siglo XX diferente al que conocían.
En “La muerte del Capitán Futuro”, un relato homenaje a la famosa serie de Edmon Hamilton, Rohr Furland toma un empleo en un carguero espacial pilotado por el Capitán Futuro, un personaje inmaduro y ligeramente insano, obsesionado por las novelas pulps de los primeros años del siglo XX. Pero cuando reciben una llamada de socorro de una estación espacial cercana, Furland y la primera oficial de la nave mezclaran el peligro real con el mundo de fantasía del capitán.
“La Muerte del Capitán Futuro” ganó el premio Hugo a Mejor Novela Corta en 1996. “Dónde los Ángeles no se atreven” obtuvo el premio Hugo en 1998 en la misma categoría, resultando ganadora además del premio Locus, y finalista del premio Nebula.
FICHA TÉCNICA:
Título: Dónde los ángeles no se atreven. Autor: Allen Steele Título Original: Where angels fear to tread (1997); The death of the Captain Future (1995) Traductor: Claudia de Bella Portada: Estudio AJEC Precio: 9.90 euros Páginas: 132 Tamaño: 22x15 cm. ISBN: 978-84-96013-67-4
“…DONDE LOS ÁNGELES NO SE ATREVEN” 1
Jueves 15 de enero de 1998, 11:12 p.m.
Cuando el asunto del Lago Center Hill llegó a su fin, después de que las agencias correspondientes archivaran todos los informes y los diversos subcomités mantuvieran audiencias a puertas cerradas; después de asegurarles a todos los que disponían de la autorización pertinente que la situación, aunque no completamente resuelta, al menos ya no era crítica… justo entonces, mirando en retrospectiva el curso de los acontecimientos, Murphy llegó a darse cuenta de que, en realidad, todo había comenzado la noche anterior, en el Bullfinch de la Avenida Pennsylvania. El Bullfinch era un venerable bebedero de Capitol Hill, ubicado, en una dirección, a unas tres manzanas del Edificio Rayburn y, en la otra, a una caminata de distancia de uno de los vecindarios más infestados de delincuencia de Washington. Era el lugar preferido por los auxiliares del Congreso para almorzar y en la hora feliz lo invadían los periodistas, pero al anochecer se transformaba en la guarida post-oficina de los empleados federales de una decena de departamentos y agencias diferentes. Después de doce horas de trabajo, con las camisas manchadas de sudor y las tripas llenas de comida basura, emergían de Comercio y de Agricultura y de Justicia y recorrían el trayecto hasta el Bullfinch para beberse unas cuantas rondas con los muchachos, antes de marchar a los trompicones hasta la estación Capitol South para coger el siguiente Metro a los suburbios de Maryland y Virginia. El jueves era la noche de cerveza de la Oficina de Ciencias Paranormales. Con frecuencia, Murphy esquivaba esas sesiones para hombres, pues prefería pasar las veladas en su casa de Arlington, con su esposa e hijo. Sin embargo, en estos días Donna seguía triste por la muerte de su madre, ocurrida inmediatamente antes de Navidad, y Steve parecía más interesado en las Cartas Mágicas que en su padre, de modo que, cuando Harry Cumisky le golpeó la puerta poco después de las ocho y le preguntó si quería empinarse un par de cervezas aguadas con los chavales, Murphy decidió acompañarle. No se tomaba un recreo desde hacía mucho tiempo; si llegaba a casa una hora tarde y con aliento a Budweiser, que así fuera. De todos modos, Donna no se acurrucaría junto a él en la cama y a Steve no le importaría, con la condición de que el sábado papá le llevara a la tienda de tebeos. Así fue que apagó el ordenador, echó el cerrojo al despacho y emprendió, junto a Harry y Kent Morris, la difícil caminata de cinco manzanas que los separaba del Bullfinch, atravesando la nevisca y el hielo fangoso. Fueron los últimos empleados de la OCP en llegar; ya habían agrupado varias mesas en el salón del fondo y una camarera abrumada de trabajo había aprovisionado al grupo con jarras de cerveza y cuencos de palomitas de maíz. Aunque todos se sorprendieron moderadamente de verle, se apresuraron a hacerle sitio en la mesa. Murphy sabía que tenía la reputación de ser muy convencional; se aflojó la corbata, regañó a un interno de Yale de ojos desorbitados para que dejara de decirle “señor” y, en cambio, le llamara Zack, y se sirvió la primera de las que, en principio, se prometió que serían sólo dos cervezas. Un par de tragos con la pandilla, unas carcajadas y a casa. Pero eso no iba a ocurrir. Era una noche fría, húmeda, y él estaba en un bar cálido y seco. Las llamas de gas siseaban bajo los falsos troncos de una chimenea cercana y la luz del fuego se reflejaba en la superficie de los cuadros con fotos deportivas colgados en las paredes de madera. La conversación era ligera, abarcando desde la Superbowl de la semana siguiente a las películas en cartelera, pasando por los últimos chismes de Center Hill. La camarera se llamaba Cindy y, aunque llevaba un anillo de compromiso, parecía disfrutar del coqueteo con los chicos de la OCP. Cada vez que el vaso de Murphy estaba por la mitad, Kent o Harry o cualquier otro lo llenaban rápidamente. Después de su segundo viaje al inodoro, Zack se metió en una cabina telefónica y llamó a casa para decirle a Donna que no le esperase. No, no estaba borracho; sólo un poco cansado, nada más. No, no volvería en el coche; lo dejaría en el garaje y cogería un taxi. Sí, querida. No, querida. Yo también te amo. Dulces sueños, buenas noches. Y luego regresó con elegancia a la mesa, donde Orson agasajaba a Cindy con el chiste del senador de Texas, la prostituta y el novillo Longhorn. Antes de que se diera cuenta, era muy tarde y el bar estaba medio vacío. Una a una, las sillas se habían quedado solas, a medida que los chavales terminaban sus bebidas, se abrigaban con sus parkas y sobretodos y marchaban con desgana hacia la noche destemplada. Donde antes había casi una docena, ahora sólo había tres —Kent, Harry y él—, oscilando en el borde de ese incierto precipicio que separa la ebriedad del estupor inarticulado. Hacía mucho que Cindy había dejado de divertirse y ahora sólo estaba disgustada; levantó los vasos vacíos, les llevó una jarra que, según les dijo con firmeza, era la última, y preguntó quién necesitaba un taxi. Murphy se las apañó para decirle que sí, señorita, un taxi era una excelentísima idea, muchas gracias, antes de regresar a la discusión que tenían entre manos. La que, casualmente, trataba sobre los viajes en el tiempo. Tal vez no era tan raro. Aunque el viaje temporal era un tema al que generalmente se referían sólo los libros más obtusos de la física teórica, la gente de la OCP estaba vivamente interesada en lo extravagante; tenía que estarlo, ya que allí radicaba la naturaleza misma de su trabajo. Por lo que a Murphy no le parecía extraño encontrarse debatiendo con Kent y Harry sobre algo así: era tarde, estaban borrachos y no se necesitaba nada más. —Entonces, imaginaos… —Harry eructó contra su puño—. Disculpad, perdón… pos bien, imaginaos que se pudiera viajar en el tiempo. O sea, digamos que se puede pasar al pasao, ya sabéis… —No se puede —dijo Kent llanamente. —Pos claro, claro, lo sé. —Harry sacudió la mano hacia atrás y adelante—. Sé que no se puede hacer, ya lo sé, ¿vale? Pero supongamos… —Que no puedes, te digo. No se puede hacer. He leío los mismos libros que tú, para que sepas, y te digo que es imposible. Nadie puede hacerlo. Nadie tiene la tecnología… —No hablo de ahora, maldita sea. Hablo de algún momento en el futuro. Dentro de un par de cientos, de miles de años, de eso estoy hablaaa… a lo que trato de llegar, entiendes. —Alguno del futuro que vuelve aquí a visitarnos. ¿Eso? —Cuando niño, Murphy había leído mucha ciencia ficción y el viaje temporal era un gran tema de aquellos relatos. Hasta tenía unos cuantos Ace Doubles2 viejos apilados en el altillo, aunque nunca iba a admitirlo frente a estos tíos. La ciencia ficción no gozaba del respeto de la OCP, a menos que se tratase de Expediente-X. —Eso mismo. —Harry asintió vigorosamente—. De eso estoy hablando. Alguno del futuro que viene a visitarnos. —Que no se puede —insistió Kent—. Ni en cien millones de años. —Sí, vale, tal vez no —dijo Murphy—, pero, por el bien de la discusión, de acuerdo. Supongamos que alguno del futuro… —No alguno. —Harry cogió la jarra medio vacía y se sirvió más cerveza, copiosamente—. Un montón de algunos… un montón de gente, volviendo del… ya sabéis, del futuro. —Sí, claro, por supuesto. —Kent miró la jarra con avaricia; apenas Harry la puso sobre la mesa, la levantó y vertió la mayor parte de lo que quedaba en su vaso, dejando medio centímetro en el fondo de la jarra—. Hagamos de cuenta que así es. ¿Dónde están, entonces? —Ahí tenéis. Ese es el punto. Es lo que algunos físisicos… fífiscos… —Físicos —dijo Murphy—. Lo que soy yo. Yo soy lo que soy y es lo único que s… Harry no le hizo caso. —Si los del futuro pueden retroceder en el tiempo, volver aquí… —apuñaló la mesa con un dedo— ¿entonces dónde están? Es lo que dice uno de esos britán… el tío de la silla de ruedas, ese comosellame… —Hawking. —Eso, Hawking. Pos bien, así dice él… que si el viaje temporal es posible, ¿entonces dónde están los viajeros del tiempo? —Sí, ¿pero acaso no han dicho lo mismo de los extraterrestres? —Kent levantó una ceja; por un instante, casi pareció recuperar la sobriedad—. Ese otro tío… cómo diablos se llamaba… el italiano, Fermi… una vez dijo lo mismo de los extraterrestres. Y mirad lo que hacemos ahora: ¡buscamos extraterrestres! Murphy estaba a punto de añadir que, entre todos los avistamientos de OVNIS y abducciones que había investigado en los diez años que llevaba en la OCP, todavía no había encontrado uno que pudiera comprobarse en términos de evidencia incuestionable. Había entrevistado a decenas de personas que afirmaban haber estado a bordo de naves extraterrestres y había reunido suficientes fotos desenfocadas de objetos con forma de disco para llenar todo un armario de expedientes, pero, después de una década de servicio gubernamental, todavía no había tropezado con un solo extraterrestre ni una sola nave espacial. Pero lo dejó pasar; no era momento ni lugar para cuestionar la misión ni los métodos de la agencia, ni eran estas las personas ante quienes debía expresar sus dudas. —No es lo mismo, hombre. No es lo mismo. —Aunque todavía le quedaba algo de cerveza en el vaso, Harry estiró la mano hacia la jarra, pero Kent se la arrebató primero—. Si hubiese viajeros temporales, se oscultarían… ocultarían. Nadie sabría de su presencia. Lo harían por su propio bien, ¿o no? Kent ladró una carcajada mientras se servía las últimas gotas de la jarra. —Sí, vale. Porque seguro estamos rodeaos de gente del futuro ahora mismo… —Pos… mierda, sí. Podría ser. —Harry se volvió hacia unos sujetos sentados cerca—. ¡Eh, cabrones! ¿Alguno de vosotros es del futuro? Los hombres le miraron echando fuego por los ojos, pero no dijeron nada. Cindy limpiaba mesas y levantaba sillas; les clavó una mirada oscura. Estaba a punto de darles el ultimátum: no parecía muy feliz de que unos borrachos charlatanes acosaran a los últimos clientes que quedaban. —¿Quieres calmarte? —murmuró Kent—. Joder, no quise que esto se convirtiera en un asunto federal… —¡Eh, es un asunto federal, hombre! A esto nos dedicamos, ¿verdad? Yo digo que rompamos todo este sitio por admitir viajeros temporales que no tienen… que no tienen… puta madre, no lo sé… ¿tarjeta de residencia? Harry metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó el estuche símil piel del distintivo con el escudo de la OCP grabado en la tapa y comenzó a empujar la silla hacia atrás. Aquello ya era demasiado para Murphy; cogió a Harry de la muñeca antes de que éste pudiera levantarse. —Anda, vamos… tranquilízate. Harry comenzó a forcejear para soltarse, pero Murphy siguió sujetándole. Por el rabillo del ojo, vio que Cindy le hacía al barman una discreta seña con la mano; estaban a un segundo de que les echaran a la calle. —Cálmate —murmuró—. Sigue así y acabaremos en la cárcel. Harry lo miró intensamente y, por un momento, Murphy se preguntó si le lanzaría un puñetazo. Después Harry sonrió y se dejó caer en la silla. El distintivo se le resbaló de la mano y cayó sobre la mesa. —Coño, tío. Estaba bromeando, nada más. Exponiendo mi argumento, ya sabes. —Sí, claro. —Murphy se relajó y retiró la mano—. Lo sé. Sólo bromeabas. —Vale. Tú sabes y yo sé… que no existe eso del... joder, cómo se dice… —Lo sé, lo sé. Ya te entendimos… Y eso fue todo. Murphy se quedó apenas lo necesario para cerciorarse de que Harry cogiera un taxi y no causara más problemas; luego, se puso la parka y se encaminó a la puerta, deteniéndose en el mostrador, con aire culpable, para introducir un billete de cinco en el vaso de propinas de Cindy. La acera estaba vacía; la noche, glacial y silenciosa. Los pálidos gases de escape del taxi que le aguardaba se demoraban sobre el borde de la acera como fantasmas blanquecinos; subió, le dio las indicaciones al conductor para llegar a su casa de Arlington, se reclinó en el asiento reparado con cinta adhesiva y miró a través de las ventanillas congeladas al pasar junto la cúpula bañada de luz del Capitolio. Viajes en el tiempo. Dios. Qué idea más estúpida.
Jueves 6 de mayo de 1937, 7:04 p.m.
El leviatán descendió del cielo gris pizarra. Primero fue un ovoide plateado, pero gradualmente, a medida que viraba hacia el noreste, se fue expandiendo en tamaño y forma, adoptando las dimensiones de una enorme semilla de calabaza. Mientras el zumbido de sus cuatro motores diesel llegaba a la muchedumbre reunida en la pradera de Nueva Jersey, los marinos de la Armada, con sus gorros blancos, corrieron hacia un mástil de amarre de hierro, situado en el centro de la pista de aterrizaje. Todos los demás tenían la mirada clavada en el coloso, mientras sus ciento ochenta metros de longitud pasaban sobre sus cabezas a velocidad de crucero; la inmensa sombra fue cubriendo los rostros, al tiempo que comenzaba a virar bruscamente hacia el oeste. Ahora se veían con claridad las esvásticas de los estabilizadores verticales, los anillos Olímpicos del fuselaje, ubicados por encima de las ventanillas de los pasajeros, y —arriba de la góndola de comando, a popa de la nariz roma y escrito con enormes letras góticas— el nombre del gigante. Dentro de la aeronave, los pasajeros estaban de pie junto a las ventanillas partidas de acero delgado, paseándose por la planchada del Puente A, mirando el paisaje, mientras el Hindenburg efectuaba la aproximación final hacia la Estación Aeronaval de Lakehurst. Llegaban trece horas tarde debido a los fuertes vientos frontales sobre el Atlántico y a una demora adicional por una tormenta eléctrica que se había abatido sobre el mar, pero a pocos les importaba; en las últimas horas, habían contemplado desde arriba la aguja del Edificio Empire State, habían obligado a interrumpir súbitamente un juego de los Dodgers al pasar sobre Ebbet’s Field3 y habían visto las olas coronadas de espuma rompiendo contra las costas de Jersey. Los asistentes de vuelo ya habían llevado sus equipajes a las escaleras de la rampa de descenso, a popa de los camarotes, donde ahora se apilaban bajo el busto de bronce del Mariscal von Hindenburg. Había sido un viaje estupendo: tres días a bordo de la aeronave más grande y glamorosa del mundo, un hotel volador donde las mañanas comenzaban con un desayuno en el comedor y las noches terminaban con brandy y cigarros en el salón de fumar. Pero ahora el viaje había terminado y todos querían volver a poner los pies en tierra firme. Para los norteamericanos, era el regreso a casa; en pocos minutos, se reunirían con los familiares y amigos que les esperaban en el aeródromo. Para los sesenta y un miembros de la tripulación, era el séptimo vuelo del Hindenburg a los Estados Unidos, el primero de este año. Para un par de judíos alemanes, era haber escapado del duro régimen que había tomado el control de su país natal. Para tres oficiales de inteligencia de la Luftwaffe que se hacían pasar por turistas, era una parada transitoria en una nación decadente habitada por mestizos. Para los viajeros que figuraban como John y Emma Pannes en la lista de pasajeros, era el comienzo de la cuenta regresiva final. Franc Lu retiró la mano de la barandilla de la planchada y la levantó hasta sus gafas; con aire distraído, como si estuviese acomodándolas, golpeteó suavemente la montura de alambre. En el interior de la lente derecha, apareció una lectura: 19:11:31/-13:41(?) —Trece minutos —murmuró. Lea Oschner no dijo nada, pero se agarró la barandilla un poco más fuerte. A su alrededor, los pasajeros charlaban, reían, señalaban a las atónitas vacas que pastaban a lo lejos, allá abajo. La tenue sombra de la aeronave ahora era más grande y se acercaba; según contaba la historia, el Hindenburg descendería hasta los 120 metros al volver a virar hacia el este, enfilando nuevamente hacia el mástil de amarre. Las cubiertas de pasajeros eran a prueba de sonido para que no se escuchara el ruido de los motores, pero el Capitán Pruss ahora debía de estar ordenando que los apagaran; dentro de un minuto, los pondrían en reversa para frenar la aeronave y posibilitar la maniobra de atraque. —Cálmate —susurró Franc—. Todavía no sucederá nada. Lea le dedicó una sonrisa forzada, pero le apretó furtivamente el dorso de la mano. Todos los demás la estaban pasando de maravilla; era importante que ella y Franc aparentaran la misma despreocupación. Eran John y Emma Pannes, de Manhasset, Long Island. John Pannes era Gerente de Pasajeros de la empresa Hamburg-American German Lloyd Lines, representante norteamericana de la flota de aeronaves Zeppelin. Emma Pannes, quince años menor que su esposo, era oriunda de Illinois. Había acompañado a John y su trabajo desde Filadelfia hasta Nueva York y ahora estaban regresando de otro viaje de negocios a Alemania. Personas agradables, tranquilas, de mediana edad, que no estarían nerviosas por hallarse a bordo del Hindenburg, pese a que dentro de trece… no, mejor digamos doce minutos a partir de ahora, estaban destinadas a morir. No obstante, John y Emma Pannes no perecerían en el infierno que se avecinaba. De hecho, estaban vivitos y coleando en alguna parte del siglo 24. El grupo de avanzada del CIC los había abducido silenciosamente cuando caminaban del hotel a la ópera, la noche del 2 de mayo de 1937, depositándolos sanos y salvos en el escondite de la organización, una casa ubicada en las afueras de Frankfurt; a estas alturas, la Miranda ya debía de haberles recogido y transportado al 2314 d.C. Franc esperaba que el verdadero John Pannes no se opusiera con demasiada energía a que les secuestrasen; aunque, considerando cuál era la otra alternativa, dudaba que lo hiciera una vez les explicaran los hechos a él y a su esposa. Ahora Franc personificaba al empresario norteamericano de sesenta años y Lea tenía cuarenta y cinco en lugar de veintinueve. Los implantes de nanopiel y vocodor habían alterado sus aspectos tan convincentemente que, dos noches antes, habían podido compartir una mesa del salón con un viejo amigo de los Pannes, Ernst Lehmann, el capitán de dirigible que se encontraba a bordo del Hindenburg para observar al Capitán Pruss en su primer vuelo transatlántico. Habían cenado con Lehmann sin que el capitán notara ninguna diferencia, aunque habían tenido la precaución de mantenerse a distancia durante la mayor parte del viaje, optando por permanecer en el camarote. Cuanta menos interacción tuvieran con los pasajeros y la tripulación, menos oportunidad tendrían de influir inadvertidamente en la historia. Sin embargo, el día anterior habían vivido un momento de riesgo, mientras participaban de una excursión por la aeronave. La excursión era necesaria. Los verdaderos John y Emma habían hecho ese paseo por la nave; por lo tanto, ellos debían respetar el curso de la historia. No obstante, lo más importante era que les daba a los investigadores la oportunidad de cumplir con el objetivo primordial de la misión: presentar un informe de lo atestiguado sobre el último viaje del Hindenburg y documentar los motivos por los que el LZ-129 había sido destruido. Así que, mientras los pasajeros marchaban en fila india por la pasarela de quilla, jadeando al ver las inmensas celdas de hidrógeno contenidas en el interior de los gigantescos anillos de duraluminio, Franc y Lea se detenían de vez en cuando para pegar divots autoadhesivos, no más grandes que los remaches a los que se asemejaban, a las vigas y conductos. Habían diseminado inteligentemente los divots por todas partes de la aeronave; los divots transmitían imágenes y sonidos a las grabadoras ocultas dentro de la cigarrera de Franc y la polvera de Lea, elementos que no habían sido descubiertos por los agentes de la Gestapo que inspeccionaban todo lo que los pasajeros subían al Hindenburg antes de partir de Frankfurt Hof en la mañana del vuelo. Por supuesto, los Nazis estaban buscando bombas, no equipo de vigilancia tan microscópico que podía esconderse en cualquier objeto común y corriente de principios del siglo 20.
|