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Britania Conquistada

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Siglo XVI. La Armada Invencible ha conquistado Inglaterra. Isabel reina sobre los ingleses para gloria de España y Roma, pero su salud ha empeorado y le encargan a Shackespeare la escritura de una obra sobre el rey Felipe que perdure siglos

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Portada de la novela

Año de Nuestro Señor de 1597. Han pasado diez años desde que la Grande Armada conquistara Inglaterra.
Con la hereje Elizabeth prisionera en la Torre de Londres, Isabel, hija de Felipe II, y Alberto, reinan sobre los ingleses para mayor gloria de España y Roma.
Pero la salud de su Majestad Católica empeora, y los invasores españoles encargan al dramaturgo local William Shakespeare la composición de una obra sobre el Rey Felipe que perdure en la memoria de los siglos.
Sin embargo, a Shakespeare, bajo sospecha de servir a los rebeldes ingleses, le es asignado un vigilante, el aspirante a escritor, e infalible seductor, el teniente Lope de Vega.

“La caracterización de los personajes es exquisita; el uso de la lengua admirable, y la mezcla de tragedia y comedia de esta novela sencillamente perfecta”
Paul di Filippo

“Turtledove usa su fértil imaginación y amplios conocimientos para no dejar escapar al lector de la historia”
CNN.com

“Turtledove teje un brillante, intrincado y completo retrato de la tradición teatral de una era”
Publishers Weekly

Ficha Técnica:

Título: Britania Conquistada
Autor: Harry Turtledove
Título original: Ruled Britannia
Traducción: Eva Verloop
Portada Alejandro Terán
Páginas: 426
Precio: 16.95
ISBN: 8496013154
Fecha de salida: 15 de junio 2005

BRITANIA CONQUISTADA. CAPÍTULO I

Los dos actores -en realidad, los dos soldados españoles- que representaban a Liseo y a su sirviente, Turín, aparecieron en lo que representaba ser una posada en la ciudad española de Illescas, que se encontraba a unas veinte millas al sur de Madrid. El que hacía de Liseo vaciló, se mordió el labio y parecía confundido. Lope de Vega le siseó la línea en español:Añadir Anotación
—¡Qué lindas posadas!
—¡Qué lindas posadas! —repitió, obedientemente, el soldado, cuyo verdadero nombre era Pablo. Podría haber sido una estatua de madera ligeramente, muy ligeramente, animada, pintada para parecer animada; pero, aún así, de madera.
—¡Frescas! —asintió el tipo que hacía de su sirviente (su verdadero nombre era Francisco). Sabía que, en realidad, tenía que decir “Aire fresco”, para sugerir la existencia de un agujero en el techo imaginario, pero hacerlo hubiera sonado más poco real de lo que Pablo lo había dicho.
Antes de que pudieran empezar a quejarse sobre la probabilidad de la existencia de chinches y piojos, Lope alzó los brazos al aire.
—¡Parad! —gritó— ¡Por Dios y por todos los santos, parad!
—¿Qué ocurre, Teniente? —preguntó el soldado que hacía de Turín—. Me acordaba de mi frase, y Pablo parecía que también fuera a acordarse de su siguiente frase.
—¿Que qué ocurre? ¿Que qué ocurre? —El tono de voz de Lope aumentaba con cada repetición—. Yo os diré lo que ocurre. ¿Cuál es el nombre de mi obra?
—La dama boba —respondió Francisco— ¿Es ese el problema, señor?
—Dios dame fuerzas —murmulló De Vega. Se dio la vuelta hacia los soldados—. Así es. Se supone que la señora Finea debe ser una boba. La intención no es que vosotros dos seáis los bobos. ¡Entonces, ¿por qué os comportáis como si fuerais un par de bobos?! —empezó a rugir nuevamente.
—No lo hacíamos —dijo Pablo ofendido—. Simplemente repetíamos nuestras frases.
—Si las repetís de esa forma, ¿quién queréis que las tome en serio? —preguntó Lope—. No pareceríais más rígidos si estuvieseis embalsamados. Se supone que esto es una comedia, no un espectáculo de luto para… —Empezó a decir “para el Rey Felipe”, pero se detuvo. El Rey de España aún no había fallecido—. Para Julio César —finalizó.Añadir Anotación
—Lo hacemos lo mejor que podemos, señor —dijo Francisco.
Eso podría haber sido verdad. Probablemente, era verdad. Pero no era excusa suficiente, sobre todo en el estado nervioso de Lope en ese momento.
—¡Pero es que no sabéis actuar! —aulló—. Deberíais ir a una obra para ver cómo lo hacen esos ingleses. ¡Eso son actores y no una panda de maniquís de sastre!
—Al diablo con esos malditos ingleses —replicó Pablo—. Vinimos a este miserable país para asegurar que esos indeseables se comportaban, no para ridiculizarnos en obras teatrales. ¡Si no os gusta como lo hacemos, lo dejamos!
—Así es —dijo Francisco.
—¡No podéis hacerlo! —exclamó Lope—. Se supone que en una semana tenéis que empezar a representar la obra.
—¿Y qué? Estoy hasta las narices de esto —dijo Pablo—. Esto no forma parte de mis obligaciones. Si creéis que los malditos ingleses son tan buenos actores, señor Teniente, vaya a buscarlos para que actúen en vuestra obra. Hasta la vista. —Salió con paso firme seguido del soldado que hacía de su sirviente, que, tras ellos, cerró la puerta de un portazo.Añadir Anotación
Lope echaba pestes. Se puso en pie de un salto y le dio un puntapié al banco sobre el que había estado sentado, el cual se vino abajo y casi le rompió uno de los dedos del pie. Mientras saltaba sobre un pie, y seguía maldiciendo, se preguntó cómo demonios iba a representar La dama boba sin dos de sus principales personajes. Si hubiera podido conseguir hombres de la compañía teatral de Shakespeare para que recitaran en español, lo habría logrado. Excepto cuando maldecían, los ingleses no querían aprender español.Añadir Anotación
Con cuidado, apoyó el peso sobre el pie lastimado. No estaba demasiado mal, no creía que se hubiera roto nada.
—Me gustaría partirles esas enormes y estúpidas cabezas —murmulló. Él era un oficial. Ellos no eran más que soldados. Podía ordenarles que actuasen. Pero no podía ordenarles que fueran buenos. Para empezar, por una parte, no es que fueran muy buenos. Por otra parte, seguramente lo hacían mal por despecho. Si él hubiera sido un soldado raso al que hubieran ordenado hacer algo que en realidad no quisiera hacer, se hubiera esforzado en echar gravilla al engranaje. No pasaba nada, entendía ese impulso.Añadir Anotación
De repente, chasqueó los dedos con placer. Corrió hacia el despacho del Capitán Baltasar Guzmán. Guzmán estaba puliendo algo que acababa de escribir para absorber la tinta sobrante.
Buenos días, Teniente De Vega —dijo con cierta sorpresa—. No esperaba veros esta mañana. Pensaba que estabais ocupado con vuestros actos teatrales. ¿Significa esto una nueva devoción hacia vuestros deberes?
—Excelencia, siempre muestro devoción hacia mi función —dijo Lope. No era totalmente cierto, pero sonaba bien. —Y los poderes existentes han sido lo suficientemente amables para fomentar mis obras. Dicen que mantienen a los hombres felices ofreciéndoles algo de lo que podrían tener en casa.
—Sí, eso dicen —dijo el Capitán Guzmán poco convencido. Pero prosiguió—. Si eso es lo que dicen, difícilmente puedo estar en desacuerdo. ¿Qué es lo que necesitáis entonces?
—A vuestro sirviente, Enrique —respondió Lope. Guzmán parpadeó. Lope le explicó cómo acababa de perder a dos actores—. Dios debe haberme aportado esta idea, Excelencia. Enrique adora el teatro, es listo, actuaría bien y, dado que es un sirviente y no un soldado, no se enfurruñaría como han hecho Pablo y Francisco. Si pudierais darle el suficiente tiempo libre como para aprenderse el papel de Liseo, estoy seguro de que os sentiréis orgulloso cuando le veáis actuar.Añadir Anotación
Una de las expresivas cejas del Capitán Guzmán se arqueó.
—¿Os ha sobornado él para que me sugiráis esto?
—No, señor. No lo ha hecho. Solo desearía que se me hubiera ocurrido antes la idea de contar con él.
—Muy bien, Teniente Primero. Podéis tomarlo prestado, y rezaré para que me lo devolváis algún día —dijo Guzmán—. Y bien, ¿quién tenéis en mente para el otro puesto vacante, para el papel del sirviente de Liseo, no es así?
—Iba a utilizar a mi propio sirviente, Diego.
La ceja de Guzmán volvió a arquearse, esta vez para transmitir una expresión distinta.
—¿Estáis seguro? ¿Conseguís que se mueva por sí solo?
—Si no hace lo que le diga, puedo convertir su vida en un infierno, y lo haré —dijo Lope—. Es una cuestión de hecho, aún espero poder sacar de él algún tipo de trabajo real. Por mucho que intente dormir todo el día, al fin y al cabo es mi sirviente. Quizás no le posea de la misma manera que haría con un negro de Guinea; pero estoy autorizado a mucho más de lo que nunca me ha dado.Añadir Anotación
—Ciertamente estáis autorizado. Ahora, si lo conseguiréis es otra cuestión. Aún así, esa es vuestra preocupación y no la mía —la risa entre dientes de Guzmán sonó más como si se estuviera riendo de Lope que con él—. Os deseo buena fortuna. También os puedo decir que creo que necesitaréis más de la que yo os puedo desear.Añadir Anotación
—Eso ya lo veremos —dijo De Vega, aunque temía que su superior estuviera en lo cierto—. Se supone que ahora debe estar lustrando mis zapatos. Lo odia. Quizás prefiera actuar que hacer algo que odia —suspiró—. Por supuesto, lo que prefiere hacer es no hacer nada.
Cuando entró en su habitación en el cuartel español, Diego no estaba lustrando sus zapatos. Tampoco era porque ya hubiera acabado de hacerlo, las botas se encontraban junto a la cama, raspadas y sucias, y Diego estaba en la cama, felizmente inconsciente y roncando.
Lope le zarandeó. Sus ojos se abrieron de par en par.
—¡Santo Dios! —exclamó en un bostezo—. ¿Qué sucede? —Luego, la inteligencia, o lo que tenía de inteligencia, retornó a su cabeza—. Oh. Buenos días, señor. Pensaba que habíais salido durante el resto del día.
—De manera que tú pudieras pasarte todo el día en la cama, ¿no? —dijo De Vega—. No ha habido tanta suerte. Felicidades, Diego. Estás a punto de convertirte en la nueva estrella del escenario.
—¿Qué? ¿Yo? ¿Actor? —Diego negó con la cabeza—. Antes la muerte —hizo como que desaparecía bajo las sábanas.
El silbido de la espada de Lope al desenvainarse detuvo el ademán antes de que empezara.
—Créeme, vago inútil, eso puede solucionarse —dijo—. Si crees que estoy bromeando, está en tus manos adivinarlo.
No sabía si acabaría o no con la vida de su sirviente. Tampoco Diego parecía estar muy seguro de ello. Observó a Lope con resentimiento somnoliento.
—¿Qué es lo que queréis… señor? —dijo. Su mirada nerviosa seguía fija sobre el estoque.
—Levántate. Vístete. Te aprenderás, por Dios, Diego, si te aprenderás, el papel de Turín. Es un sirviente y algo chismoso, así que debería adaptarse bien a ti.
Con un bostezo, Diego se dignó a sentarse.
—¿Y si no? —preguntó.
Lope mantenía la punta del estoque frente a la nariz del sirviente, de manera que Diego tenía que bizquear para verla. —Si no lo haces... —dijo Lope—. Si no lo haces, la primera cosa que sucederá es que te relegaré de tus funciones a mi servicio.
—Ya veo —Diego no era muy astuto; De Vega podía leerle la mente. “Si me despides, ofreceré mis servicios a algún otro español, y me pegaré a él como una lapa a una roca. Quienquiera que sea, no me hará actuar”.
En un gesto de lamento, Lope negó con la cabeza.
—Ya he discutido este asunto con el Capitán Guzmán. Ya sabes lo escasos que vamos de hombres -españoles buenos, fuertes y valientes- en Inglaterra. Cualquier sirviente despedido por su amo va directo a la armada como piquero destinado a la frontera con Escocia. El norte de Inglaterra es un lugar desagradable. El tiempo es tan malo que, en comparación, Londres parezca Andalucía. Los escoceses son grandes y feroces y blanden espadas a dos manos que llaman, creo, “claymores”. Rebanan cabezas. No comen carne humana como se dice que hacen los irlandeses, pero rebanan cabezas. Creo que a mí me servirías poco como trofeo, pero quién sabe lo poco exigente que puede llegar a ser un escocés.Añadir Anotación
Mentía, al menos en parte. No sobre el norte de Inglaterra, tenía muy mala reputación, y Escocia aún peor. Pero los sirvientes despedidos no se convertían directamente en carne de cañón. Por supuesto, Diego no lo sabía. Y Lope sonaba convincente. No era un Burbage o un Edward Alleyn, pero sabía actuar.Añadir Anotación
—Apartad esa estúpida espada, señor —dijo Diego—. Soy vuestro hombre. Si tengo que ser vuestro actor, seré vuestro actor —Y, como muestra de ello, se levantó de la cama.
—Ah, muchas gracias, Diego —dijo dulcemente Lope, y envainó el estoque—. Estaba seguro de que entrarías en razón —el sirviente, aún en camisón, hizo un comentario mordaz en voz baja. Tal y como debía hacer todo aquel que tenía un sirviente, Lope había aprendido a no escuchar. Esta pareció ser una de esas veces.Añadir Anotación

William Shakespeare salió de una pollería en Grass Street con un par de plumas de oca nuevas, listas para convertir en plumas para escribir.
—Volved cuando queráis, señor —dijo el pollero mientras salía—. Con frecuencia, las plumas van a la basura, y un par de peniques siempre son bienvenidos. Ya no es como en mis viejos tiempos, cuando los flecheros las compraban a montones para fabricar flechas.
—La pluma es más poderosa que la espada, eso dicen —contestó Shakespeare—, pero no sé si eso también puede aplicarse a las flechas. Seguro que la pluma dura más que la flecha.
Complacido consigo mismo, empezó a caminar de vuelta a su alojamiento en Bishopsgate. Acababa de girar la esquina cuando un hombre que iba en su dirección se detuvo en medio de la estrecha y embarrada calle.
—Perdonad, señor —dijo señalándole— ¿acaso no sois vos el maestro Shakespeare, dramaturgo y poeta?
A menudo le reconocían fuera del Theatre. Normalmente, eso le satisfacía. Hoy… Hoy, deseaba que llevara un estoque, tal y como Peter Foster le había sugerido, aunque fuera uno de los de las obras, sin el filo y el temple adecuado. En lugar de asentir, preguntó:
—¿Quién le reclama? —como si se tratara de otra persona.
—Soy Nicholas Skeres, señor —el hombre hizo una reverencia. Cumplía con la descripción poco favorecedora de la viuda Kendall, pero hablaba de forma suficientemente educada. Y sus siguientes palabras captaron la plena atención de Shakespeare. —El maestro Phelippes me ha enviado a buscarle.
—¿Es cierto lo que decís? —dijo Shakespeare, y Skeres asintió. —¿Y qué es lo que queréis? ¿Qué es lo que quiere? —preguntó Shakespeare.
—Bueno, sólo que me acompañéis a cierta casa y que conozcáis a cierto hombre —contestó Nick Skeres—. ¿Qué podría ser más fácil? ¿Qué podría ser más seguro? —Su sonrisa mostró los dientes torcidos, uno de ellos negro. Por el brillo en sus ojos, pudo ver que, en su día, había vendido muchos caballos sin valor alguno a precios considerables.Añadir Anotación
—Mostradme alguna señal del maestro Phelippes, de manera que pueda saber que lo que decís es cierto —dijo Shakespeare.
—No sólo os lo mostraré, os lo daré —Skeres extrajo algo de una bolsa en su cinto y se lo extendió a Shakespeare—. Guardáoslo, señor, con la esperanza de que otras como ésta vuelvan a acuñarse de nuevo y a verse por todo el país.
Era un penique de cobre, con la mirada de Elizabeth puesta en Shakespeare. Aún circulaban muchas de las viejas monedas, así que no era seguro que fuera una señal, pero Skeres había dicho las palabras acertadas, de manera que… De repente, Shakespeare asintió.
—Guiadme, señor. Os seguiré.
—Soy vuestro sirviente —dijo Skeres, a lo que Shakespeare dudó con toda su alma: parecía un hombre centrado primero en sí mismo, y también después y siempre. Avanzó a paso rápido, Shakespeare siguió sus pasos.
Creía que irían hacia el vecindario al norte del muro, o quizás a Southwark en la ribera lejana del Támesis: seguramente a alguna casa humilde para encontrarse con un estafador o con un rufián, un hombre que no se atrevía a mostrar su rostro en compañía de gente educada. Y Nicholas Skeres le llevó fuera de Londres, pero hacia el oeste, hasta Westminster. En Somerset House y cerca de la iglesia de St-Mary-le-Strand, Skeres giró en dirección norte, hacia Drury Lane.Añadir Anotación
Importantes nobles residían en esas magníficas casas, mitad ladrillo, mitad madera. Una de esas casas podía albergar un par de casas vecinales pobres. Shakespeare estaba seguro de que Skeres pasaría de largo, dejaría esto atrás, y se dirigiría a St. Giles, que estaba más adelante. Pero se detuvo y entró en una de esas casas. Ni tan siquiera se dirigió a la entrada del servicio, sino que valientemente llamó a la puerta principal.Añadir Anotación
—¿Vive “aquí” vuestro amo? —dijo Shakespeare con cierta incredulidad.
Skeres negó con la cabeza.
—No. Eso sería demasiado peligroso. Pero no vive lejos —se detuvo, la puerta se abrió. El hombre que estaba ahí de pie no era más que un sirviente; pero iba mejor vestido que Shakespeare. —Nos esperan —dijo Nick Skeres y murmuró algo tan bajo que el poeta no pudo oír.
Fuera lo que fuera, cumplió con su propósito. El sirviente hizo una reverencia.
—Acompáñenme. Les espera. Les llevaré ante él —dijo.
A medida que caminaban por unos y otros pasillos, los pies de Shakespeare distinguían suaves alfombras. Estaba más acostumbrado al crujido de las prisas en las dependencias interiores. La casa era enorme. Se preguntaba si sería capaz de encontrar la salida sin ayuda. “Como hizo Teseo de Atenas en el laberinto, debería soltar hilo a mi paso”.Añadir Anotación
—Ya hemos llegado, buenos señores —dijo al final el sirviente y abrió una puerta—. Ahora les dejaré aquí. Dios les ampare —ligero y silencioso como una serpiente, se retiró.Añadir Anotación

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DCFan, 24 de Mayo de 2005
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