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El "Gun Club" en órbita hacia la luna. | |
- Cierta ocasión, un admirador le dijo a Emilio Salgari: - "Usted es el Julio Verne italiano". A lo que el autor de novelas de aventuras como “El Corsario negro”, “Sandokan” o “El León de Damasco”, repuso sinceramente: - "¡Oh, no! Verne ama a los ingenieros, yo amo a los héroes!". Y tenía razón... Paciencia; después veremos los motivos. Con esta presentación, un punto teatral, ya que el escritor debe de tener algo de histrión, siquiera de feriante buhonero para atraer a sus lectores, damos comienzo a la cuarta entrega de nuestros archivos cósmicos, siguiendo dónde lo dejamos semanas atrás, con estas particulares “Memorias de los viajes lunares”. La imaginación popular se adelantó en muchos siglos al viaje del Apolo XI. Aunque a despecho del explorador Imperio Británico y sus colonias, realmente sí fueron americanos los primeros en conocer, siquiera de lejos, los secretos del astro más cercano, a bordo de un vehículo y una tecnología, que en nada se parecía a los estridentes gansos alados de Domingo González, a los mecanismos atrabiliarios de Cyrano de Bergerac o a la nave aerostática del Barón de Münchhausen. Debemos abrir nuestro cuaderno de bitácora por la segunda mitad del siglo XIX y trasladarnos a Baltimore, una ciudad del Estado de Maryland, recién finalizada la Guerra de Secesión americana. Dejarnos conducir a la sala de reuniones del “Gun Club”, uno de esos influyentes clubes exclusivos para caballeros, que tanto se daban en el pasado y que tenían vedada la entrada a las damas... En ese “sancta sanctorum” masculino, un 3 de octubre de 1865, su Presidente, el emprendedor Impey Barbicane está dando una conferencia. Dispongo de una transcripción privada de la misma y me interesa que repasemos este fragmento: “Entre vosotros, mis bravos colegas, no hay uno solo que no sepa que es la Luna. De ella quiero hoy hablaros, pues tal vez nos esté reservada la gloria de ser nosotros los colonizadores de ese mundo remoto y desconocido. Sólo deseo que me comprendáis, que me ofrezcáis vuestro apoyo con todas vuestras fuerzas y yo, a mi vez, os conduciré a la conquista del satélite de la Tierra, uniendo su nombre a los de los treinta y seis Estados que integran este gran país de la Unión”. Ni que decir tiene, que la idea fue secundada por unanimidad, en medio de una inenarrable tempestad de aplausos y de gritos, que hicieron retumbar la sala, y fue tal su magnitud y sobre todo apoyo, que a modo de biógrafo, Julio Verne (1828-1905) recogerá la experiencia de los tres viajeros del “Gun Club” -Impey Barbicane, Miguel Ardan y el Capitán Nichols-, en dos de sus obras más conocidas: “De la Tierra a la Luna” (1865) y “ Alrededor de la Luna” (1870), incluyendo una leve trama novelesca, que apenas enturbió lo que es una metódica y científica crónica detallada, del primer vuelo moderno tripulado con destino a nuestra desconocida tierra de cráteres y mares carentes del líquido elemento. El relato de Verne se enmarca en una época en la que EEUU, tras la guerra, comienza lentamente a desplazar a las potencias clásicas, Inglaterra, Francia y Alemania, tanto económica como militarmente, rompiendo así el equilibrio europeo de supremacía del viejo continente. Si hasta la fecha, la libra esterlina era la moneda principal del mundo, el dólar gradualmente se abrirá paso como la divisa con la realizar todas las empresas de una cierta magnitud, y el viaje a la Luna era una de ellas. Como indica el escritor de Nantes con su precisión habitual, se necesitarían 173.250 dolares del momento, únicamente para construir la nave de aluminio de nueve pies de diámetro necesaria para el proyecto. ¿Imposible de reunir? “Au contraire”: “Cuando un americano tiene un proyecto encuentra otro americano dispuesto a secundarle; en cuanto comulgan tres con una misma idea, nombran un presidente y dos secretarios; si llegan a cuatro, eligen un archivero y, al conseguir un nuevo adepto, convocan una junta general y queda definitivamente constituida la sociedad o compañía”. Son las palabras con las que comienza, la primera de las dos novelas que tratan de la gesta sideral de los intrepidos miembros del “Gun Club”, y es toda una declaración de intenciones del diferente propósito que las obras de ciencia–ficción decimonónica dio a la “carrera” de los viajes interplanetarios, en relación a sus románticos antecesores. Estamos en pleno siglo XIX, período de apogeo de la Revolución industrial, que trajo la mecanización a todos los sectores de la vida laboral. Si en el siglo anterior se rindió culto a la razón y al pensamiento enciclopédico; en esta nueva era de progreso, el metal, la máquina de vapor y el motor de explosión serán los protagonistas de un tiempo, en el que se creía que se podría avanzar sin límites en pocos años, gracias a las innovaciones técnicas que se suceden por doquier. Las matemáticas aplicadas a la ciencia y una nueva concepción del hombre, visto como individuo creativo autónomo, al margen e incluso por encima, de la sociedad corriente son el caldo de cultivo del que surge el proyectil hueco rumbo a la Luna y los científicos “amateurs” que viajan en su interior. A la Luna se acude no sólo para conocerla, sino para conquistarla, hacer de ella un nuevo Estado americano, y de este modo explotar su riqueza para beneficio único del pueblo pionero en tomarla en propiedad. Afortunadamente, Verne no es Mark Twain. Tal vez si el autor de “Tom Sawyer” hubiese estado detrás de esta anticipativa incursión en el espacio, nos habría “regalado” con una apología del “American way of life”, que a pesar de su humorismo y arte literario, hubiese transformado la obra en un panfleto de esos fabulosos americanos, que tanto exploran Las Rocosas como los canales lunares. De este modo, a pesar de que las dos novelas de Verne son en ocasiones lo más parecido a un sobrio tratado de alta física, con ecuaciones y cálculos para dar y tomar. Donde no se descuidan ni los principios de las leyes de la gravedad y la gravitación universal y que convierten la lectura del profano en un ejercicio complejo de comprensión (si no se domina un tanto la materia), la inclusión del secundario cómico francés, como dirían en el cine, Miguel Ardant, suaviza la frialdad de muchos pajases de la historia. Ardan es el parisino dicharachero y práctico, presente en buena parte de la prosa del autor. Como Passepartout en la “La vuelta al mundo en ochenta días”, Pepe en “Cinco semanas en Globo“ o Conseil en “Veinte mil leguas de Viaje Submarino” El locuaz personaje galo es el contrapunto del hombre de la calle, frente a los doctos y pomposos Impey Barbicane y Capitán Nichols. Los cuales, se pasan buena parte del viaje haciendo ecuaciones y cálculo tras cálculo, como si fuesen profesores de ingeniería aeronáutica, antes que aventureros, al estilo de Salgari. El jocoso humor francés popular hace que, en uno de los episodios más delirantes de la historia, Ardan esconda un gallo y varias gallinas en la nave, con la sana intención de soltarlas en suelo lunar, y así hacer creer a sus compañeros, que el satélite está habitado por campechanas aves de corral picoteando entre los campos lunares, en lugar de por extraños selenitas. Verne no deja nada al azar, fruto de su prodigioso cerebro enciclopédico, y aunque sus predicciones han sido criticadas posteriormente por otros científicos, esas críticas, muy razonadas, le otorgan mayor valor a la obra. Pero como decíamos al principio, el autor adora a los ingenieros y quizá su imaginación le hizo impensable depositar físicamente a sus protagonistas en la Luna. La nave voladora del “Gun Club”, se acaba desviando varios grados de su trayecto, por culpa de un cometa errante y el sufrido lector se queda con la miel en los labios, a las puertas del nuevo mundo. No sabremos “qué” o “quién” mora en esas tierras grises. La pluma de Nantes no era amiga de idear criaturas o civilizaciones perdidas que hubiesen contactado con Barbicane y sus muchachos, y eso precisamente era lo que el público que leía la obra buscaba con avidez. George Melies lo sabía. En esa joya de los comienzos de la ciencia-ficción cinematográfica, de apenas 14 minutos, que es “Viaje a la Luna” (1902) va un paso más allá de Verne y nos regala en imágenes la llegada a esa Luna con rostro humano, a la que se le incrusta un cohete en el ojo, además de una deliciosa batalla entre terrestres y selenitas. Únicamente el autor se atreverá a relajar sus ortodoxos principios científicos hacia el final de la historia. Antes de abandonar la órbita del satélite, la repentina explosión de otro cometa hará que nuestros protagonistas vislumbren unos segundos la cara siempre oculta. ¡La invisible luna, es visible al fin!. En ese momento, Verne olvida sus prejuicios y nos obsequia con la panorámica, a través de los gruesos cristales de la bala volante, de un mundo de espesos bosques tropicales y profundas lagunas, que recuerdan a las impresiones del famoso astrónomo y constructor de grandes telescopios, William Hershel. En 1835 publicó en un periódico de Nueva York sus observaciones de la Luna, a través de sus poderosas lentes. Según él, había podido apreciar en el satélite una vegetación variada y lujuriante, animales de todo tipo e incluso alados... No obstante, Verne no es un soñador o un fantasioso al uso, y tras describir esos parajes salvajes, tiene mucho cuidado en señalar que la visión pudo ser una ilusión de Barbicane y sus compañeros, debido a la fugacidad de la iluminación, que la luz del cometa extinguido había provocado. ¿Hay o no entonces vida en la Luna? ¿Existen realmente esas parcelas de mundo por descubrir reservadas únicamente a unos pocos ojos? La respuesta la obtendremos fuera de EEUU, unos años después, a principios del naciente siglo XX. Dejaremos a los héroes del “Gun Club” de Baltimore homenajeados por su gesta científica, a su regreso a la Tierra y avanzaremos hasta la verde campiña británica. Allí estamos invitados por dos pintorescos ciudadanos ingleses, los señores Bedford y Cavor, dispuestos a dejar el pabellón patrio en el lugar de honor más alto: la luna. Sería para mí un verdadero honor, que me acompañéis, estimados lectores, en el viaje que nos conducirá en unas semanas, a la quinta y última entrega de estos improvisados archivos lunares. Entonces sí que conoceremos a los primeros hombres en la luna del mundo contemporáneo, gracias a una maravillosa substancia impulsora: la cavorita...
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