Desperté de súbito. Repentinamente y sin motivo aparente mi único momento de paz y sosiego total finalizó sin más. Era noche cerrada, ninguna luz iluminaba mi estancia excepto la de la luna. Me removí en la cama tratando de conciliar de nuevo el sueño. A los cinco minutos de vano intento decidí mirar la hora. Me erguí para ello pero quedé paralizada. Desde esa posición veía la luna llena tras la ventana y sus rayos me deslumbraron. Sin desplazar mi mirada empecé a notar un ligero dolor de huesos y articulaciones, como después de un día de caminata, pero el dolor siguió creciendo y haciéndose más intenso de tal manera que no pude acallar un grito ahogado. El dolor martilleaba insoportablemente mi cerebro que sentía como si fuera a estallar. Todo mi cuerpo se convulsionaba. No pude aguantarlo más y me desmayé.
Solo tardé unos minutos en recobrar la conciencia. Me sentía rara, con los músculos en tensión y agarrotados. Tenía calor. Traté de levantarme y entonces me di cuenta de que algo grave me pasaba, sentía las extremidades de una forma un tanto extraña, con distinta movilidad. Con esfuerzo logré sentarme en mi cama. A mi alrededor había mucha luz pero seguía siendo de noche, ¿qué había cambiado?. Entonces lo vi, mejor dicho, me vi. Estaba cubierta de pelo blanco y níveo de aspecto fuerte y basto. Intenté mover un brazo desconcertada y lo que levanté fue una pata terminada en una zarpa como la de un perro pero más grande. No tenía casi movilidad en los dedos. Algo olía realmente mal en mi habitación, era un olor muy fuerte y penetrante que me hizo estornudar, entonces descubrí que si me concentraba podía distinguir olores y clasificarlos. El olor tan fuerte provenía de una toallita húmeda con perfume que había sobre mi mesita. Intenté hablar y solo me salieron gimoteos y gruñidos, según qué sentimiento quisiera expresar. Era extraño y me planteé como podría comunicarme así. Quería verme y bajé de la cama con cuidado tratando de aprender a moverme, en realidad no era tan difícil. Me puse a la altura del espejo de pie que hay en mi cuarto. Allí estaba yo, una loba esbelta completamente blanca jadeando con ansiedad. Veía en la noche como si hubiera una lámpara de luz tenue encendida. Pero no distinguía bien los colores que sabía que determinados objetos tenían. Bueno, en realidad veía un poco más borrosamente que de costumbre, como si tuviera algo de agua en los ojos, pero me habitué pronto a esa nueva forma de ver.
Me paseé por mi cuarto olisqueando y acostumbrándome a mi cuerpo. Me acerqué a la ventana y me puse a dos patas para asomarme. Y volví a recibir los bellos rayos de luz de luna sobre mi lobuno y nacarado rostro. Al momento comencé a sentir una tremenda desesperación y ansiedad extrema. Comencé a dar vueltas nerviosa por mi habitación sabiendo que la puerta estaba cerrada y no podía abrirla. Sentía sed, tenía calor, quería correr y gastar energías, huir y no volver, ansiaba la libertad. Noté como la furia y el instinto del lobo me llenaba por dentro. Ya casi no era yo, solo quería correr sin rumbo y en la habitación pequeña, oscura y llena de malos olores me sentía aprisionada. Dejé de pensar racionalmente, ya solo quería salir de allí. Alcé la mirada. La ventana. Retrocedí unos pasos, completamente furibunda y desesperada me lancé contra ella. Tuve la suerte de que al golpearla con la cabeza se rompiera el desgastado cierre y ésta se abriera, aún así en el lugar del impacto se rajó el cristal. Caí de bruces. Al fin estaba fuera, un millón de olores me golpearon, buenos, malos, exóticos, atrayentes, desagradables... Aún tenía la desperada ansiedad por correr desenfrenadamente bajo la luz de la luna, de alejarme de esos lugares tan conocidos para mí, tan humanos. Anhelaba la libertad, lo salvaje, lo desconocido... Deambulé por mi jardín buscando un modo de salir del mismo, todo estaba cerrado así que decidí saltar la verja de la entrada de un metro y medio de altura. Estaba algo inquieta por el salto, no sabía si conseguiría superar esa altura, mi única experiencia con los saltos era la de la ventana de mi habitación y no había considerado el peligro en ningún momento dada mi desesperación. A pesar de mis dudas decidí intentarlo. Tome bastante carrerilla y corrí envalentonada, ya no tenía dudas, a un metro o así de distancia hasta la cancela encogí el cuerpo todo lo que pude y descargué con ímpetu toda la energía acumulada para el salto dándome un impulso tremendo gracias a la potente fuerza de mis elásticos músculos. Rebasé la verja limpiamente en un grácil brinco dejando algo así como medio metro por debajo de mis patas encogidas. ¡Prácticamente más de dos metros! Que sensación de ímpetu, sentía que podía con todo. Corrí y corrí sin cesar atravesando calles y urbanizaciones siguiendo los caminos que con forma humana me habían llevado a escapar de la urbe y llegar al campo, a perderme por sitios que no visitaba nadie, en la naturaleza. Cuando alcancé esos lugares que ya conocía no me detuve ni para tomar aliento, no estaba cansada, aunque ya llevaba dos o tres kilómetros en desenfrenada carrera. Llegué a sitios en los que no había estado nunca, bellísimos bajo la luz de la luna. Bajé el ritmo y empecé a trotar para disfrutar de la noche, oía a los grillos y a los mochuelos, incluso llegué a ver los ojos de una lechuza atisbando en busca de su cena. Cuando encontraba un charco o una balsa de agua me paraba y bebía con ansia, mirando arrobada mi cara reflejada en la superficie cristalina que brillaba con la luna detrás. En una de estas balsas vi un pez que nadaba silencioso. Estaba pletórica y rebosante de libertad que decidí jugar un poco y me tiré al agua a por él. Ni lo rocé pero me pegué un buen y refrescante chapuzón. Cuando salí del agua me sacudí tal y como había visto hacer a los perros y mi pelambre se esponjó como un pompón. Seguí caminando y empecé a perder el entusiasmo inicial, la furia del lobo que me había poseído en un principio iba desapareciendo, satisfechas, en parte, mis ansias de libertad. Empecé a sentirme desasosegada y recobrar algo de mi raciocinio. En unas horas amanecería y yo no sabía ni dónde estaba ni qué ocurriría. Supe que volvería a mi forma humana, que volvería a mi vida normal, que no volvería a sentir esa sensación de completa libertad, de vigor y capacidad. La tristeza comenzó a invadirme. Sentada en una piedra en lo más alto de una colinita, todas las penas que llevo acumulando desde siempre me invadieron, como si fuera natural que después de experimentar la felicidad tuviera que experimentar la tristeza y el sufrimiento. Allí bajo la bendita luna que me dio la libertad por esa noche, alcé mi cabeza y tocándola con la punta húmeda de mi lobuna nariz, lloré. Salió de mi un lamento tan lúgubre que hubiera estremecido a cualquiera que tuviera la suerte o la desgracia de oírlo. Fue un aullido largo y sentido. Cuando se impuso el silencio una ráfaga de viento helado me dio en las fauces. Y tras unos segundos el viento me trajo la respuesta de los otros. Un primer aullido de bienvenida y compasión me estalló en los oídos y poco a poco se fueron sumando otros hasta que pude oír la voz de unos diez lobos más. Diez hombres y mujeres lobo como yo desperdigados por aquellas lindes, solos quizás o en grupitos, pero siempre libres. Gimoteé sin darme cuenta, quería encontrarlos, quería saber quienes eran, si eran como yo. Pero sobre todo una pregunta martilleaba mi recién mutado ser, ¿por qué?. Sabía que no tenía más que unas horas para poder encontrarlos así que afiné mi oído y mi olfato y perseguí aquellas voces tristes y olores similares al mío en la noche, entre pinos y matorrales, entre juncos y riachuelos. Creí encontrarlos varias veces pero para mi desilusión tan solo hallé perros comunes y mundanos, sin nada que decirme salvo ¡fuera de mi territorio!. Tras intentarlo infructuosamente durante mucho tiempo acabé perdiendo la esperanza y me senté en el suelo desolada, sentía que la hora se acercaba y tenía que volver a casa, volví a aullar dolorosamente. Un crujido en la maleza hizo que me sobresaltara. Alguien se aproximaba en contra del viento y no podía percibir su olor. Justo entonces cuando me disponía a huir, unos ojos ambarinos se iluminaron entre los matojos. Y pude olerle. Era uno de ellos. ¡Al fin! El cánido se acercó lentamente y pude observarle. Era grande, de negra pelambre como el azabache, sin embargo, pelos blancos, seguramente canas, le daban un aspecto grisáceo y denotaban una edad bastante madura. Sus ojazos contrastaban con su oscuro pelaje. Se quedó a un par de metros de mí mirándome fijamente. De repente me sentí pequeña e inferior, como un niño frente a su padre. El lobo negro me intimidaba con su mirada y su silencio. Quise romper el hielo y giré la cabeza en actitud curiosa. Él esbozó una especie de sonrisa con su hocico y ante mi sorpresa salió de él un sonido gutural parecido a la voz humana pero más ronca. - No te había visto nunca. Debes de ser nueva. ¿Tu primer plenilunio? Tardé algo en reponerme de mi asombro. Y cuando quise responderle solo me salió un gañido. Yo no sabía hablar. El lobo negro siguió sonriendo y me respondió. - Ya veo que sí puesto que no sabes hablar. Está próximo el amanecer así que debes volver a casa. Gimoteé desesperada necesitaba preguntarle tantas cosas... - También yo fui nuevo en esto. Sé que tienes muchos interrogantes y mucho que aprender. Has de saber que yo soy el macho alfa de esta manada. Y seré yo el encargado de resolver alguna de tus dudas e instruirte un tanto. Te daré mi número de teléfono y mañana de nuevo con tu figura humana mándame un mensaje y te llamaré para fijar un emplazamiento y hora para quedar e informarte de ciertos detalles que debes conocer. Espero que tengas buena memoria. Enarqué las cejas, no la tenía. Pero intentaría recordar ese número como si me fuera la vida en ello. - 656002003. Es sencillo, 65, 600 y el año en que estamos. ¿De acuerdo? Hice una especie de ladrido extraño de aprobación. - Ahora debes volver a casa. No tardes porque evidentemente no llevas ropa alguna y en forma humana no sabrás donde estás si has recorrido mucho esta noche. Nos veremos mañana.
Seguidamente el lobo desapareció por donde había venido y me quedé sola. “65-600-2003” repetía en mi mente. Me levanté y comencé a correr siguiendo una ruta rápida de vuelta a casa que no sé por qué estaba trazada en mi mente en una especie de mapa mental que reconocía conforme iba reccoriendo aquellos parajes y no antes. Llegué a mi casa cuando ya casi amanecía. Salté todavía en forma de loba por la ventana rota procurando no hacer ruido y me tumbé en la cama, la puerta seguía cerrada así que sorprendentemente en casa nadie se había enterado de la rotura de la ventana. Empecé a transformarme de nuevoen humana y volví a desmayarme, mi último pensamiento: la excusa que daría al día siguiente sobre la ventana y un número: 6566002003.
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