Llegó una tarde de tormenta. Entró por la ventana impulsado por el viento templado que hacía ondear las cortinas y se quedó firmemente plantado ante mí, mirándome con esos ojos llenos de nada. Era tan gris como las nubes que cubrían el cielo. Tan pálido como la luz del sol que se filtraba a través de ellas. Su voz, tenue y acariciadora dentro de mi cabeza, sonaba como música, hablándome de todo sin decir nada.
Tendió su mano hacia mí y yo la tomé. No sé bien por qué. Tal vez, por puro aburrimiento. Tal vez, porque, como todo él era tan vacío e insustancial, existiendo sin dar señales de su esencia, impulsaba a actuar para huir de la sensación de infinidad contenida. Mi piel, mi carne, mis huesos, entraron en contacto con la niebla de su ser y pronto fueron tan inconsistentes como él mismo.
Las cortinas ondearon y parecieron implosionar hacia el exterior, engullidas por la ventana, y las dos sombras de nube que éramos él y yo, ahora formando un todo, salimos despedidos a través de ella. Una fuerza incontenible nos elevó hacia el cielo, decidida a hacer jirones nuestra individualidad bajo la lluvia. Me giré y miré hacia la ventana, y me vi tendida en el polvoriento sillón. Me dije adiós con esa parte de mi ser que solía ser mi mano y me alejé deprisa, arrastrada por unos hilos tenues y resistentes, a medida que me veía cada vez más y más pequeña.
Me uní a la bóveda celeste, y me regocijé en el cosquilleo que produce la Tierra rotando por debajo de la barriga. Los pájaros dibujaban tatuajes en mi piel tersa y azulada, mientras me dejaba arrastrar por Coriolis, dando vueltas lentamente, dejando que la fuerza centrípeta me envolviera en mí misma.
Descendí en picado hasta el mar, y barrí su superficie con lo que habrían sido las puntas de los dedos de mis pies sin dejar surcos, como si las dos fases de la mezcla heterogénea de agua y aire fueran una sola para mí. Me zambullí y descubrí que podía respirar agua. Seguí hundiéndome, dejándome arrastrar por la gravedad hasta el centro de la Tierra. Y descubrí que podía respirar roca.
Buceé en las profundidades del núcleo y me topé con el Universo, como otro mar sin corrientes ni derivas, plagada de seres esféricos, circulares y espirales suspendidos en su oscura inmensidad. Los brazos de las galaxias me acariciaron el rostro etéreo y me deslicé por la Vía Láctea tomándola por un tobogán, con los vientos solares alborotando el aura de mi cabello como la cola de un cometa. El tobogán se hacía cada vez más y más inclinado, hasta que se volvió vertical. En el fondo, podía ver nada, ausencia, un agujero en la conciencia al que me precipité de bruces sin remedio...
Caí en mi cuerpo, ligeramente incómoda y constreñida en la funda de mi existencia, que limitaba a un alma que sabe lo que es cabalgar sobre las estrellas. Ante mí, él seguía mirándome desde su vacío, con mi mano aún incorpórea en la suya. Cuando mi carne absorbió todo resto de alma, su imagen se hizo borrosa y, en lugar de su nada, pude contemplar la vieja mesilla de madera. La cortina volvió a implosionar para luego ondear y rozar mi materia con la suya. Me asomé a la ventana.
Las nubes aún estaban bajas.
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