Enrique no iba a ninguna parte sin su moneda. Aunque hacía años que estaba fuera de circulación, lo primero que buscaba Enrique en sus bolsillos antes de salir a la calle era su moneda. Nunca jugaba con ella, ni la enseñaba,ni dejaba que otros la tuvieran en su lugar. La mantenía siempre en el bolsillo, o en la cartera, o en cualquier parte cercana a su cuerpo.
Era su precio, decía. De cara a la galería, sus explicaciones siempre derivaban en supersticiones y manías de fortuna. Todo aquel que supiera de la moneda de Enrique y su obsesión con respecto a ella no tardaba en suponer que era su pata de conejo, su amuleto de la suerte. Enrique no hacía nada por sacar del error a esas personas. Sin embargo, sólo unos pocos conocíamos la verdadera implicación de la moneda.
Como ya he dicho, era su precio. De pequeño la recibió de su abuelo más como regalo de significado emocional que económico. Era un duro gordo, de antes de la guerra civil. Plateado y enorme, no podías comprar nada con él. Pero el día que la tuvo por primera vez en el bolsillo, el autobus en que iban su abuelo y él rebasó la mediana y se estrelló contra otro coche. Enrique sólo sufrió dos semanas de hospital, pero el abuelo murió con la mano agarrándose el pecho. Los médicos dijeron que fue una reacción típica: el abuelo tuvo un ataque al corazón antes del choque y allí fue donde llevó la mano en un último gesto de desesperación. Enrique, por el contrario, estimó que su abuelo se asía al bolsillo de la chaqueta donde antes, quién sabe durante cuantos años, había guardado la moneda.
Así que a partir de entonces no abandonó jamás aquel regalo. Su intención era morir con él, y si era posible, pedir a alguien como último deseo que le alojara la moneda en la boca, bajo la lengua. Así podría acercarse a Caronte y pagar el precio al otro lado, pero no el suyo. El abuelo había muerto sin el peaje para el barquero del Estigia, y Enrique pensaba pagarlo con los intereses de su propia alma.
Esa, suponemos algunos, es la losa que Enrique mantenía sobre sí mismo y que le obligaba a caminar tan encorvado. Vivir lo suficiente para que su abuelo descansara donde se merecía, y no donde Enrique le había obligado a hacer (creo ser yo el único en saber, tras una noche de excesiva bebida, que si Enrique obtuvo la moneda fue por su capricho en que el abuelo se la cediera, y no por voluntad propia de este último). Su familia trató de quitarle dicha idea de la mente, convencidos de que encadenaría su futuro a un falso sentimiento de culpabilidad.
Sin embargo, Enrique vivió mucho. Sobrevivió a sus hermanos, a su esposa y a más de un amigo. Pero poco a poco iba alejándose de este mundo. Se recluía en sí mismo, con la esperanza de que vinieran a llevárselo de una vez. En la última etapa de su vida deliraba, pensando que aquella moneda no era ningún precio por un sitio en la barca, ni para pagarle a San Pedro las llaves; ahora resultaba que aquella moneda otorgaba la inmortalidad, y que su abuelo se había deshecho de ella para poder irse al otro mundo en paz. Todos los días, en la taberna, inventaba una nueva historia para aquel duro que no había perdido un ápice de brillo.
Creyera lo que creyera Enrique, fuera lo que fuera la moneda, un día la muerte lo sorprendió en casa de sus hijos, por medio de un terrible infarto. Nadie le encontró la moneda, probablemente porque su nieto, seducido por el fulgor que desprendía, se la había robado del bolsillo en un momento de descuido. Este, más que suponer nada especialmente místico, la vendió a un numismático por menos, mucho menos, de lo que esperaba. Así son las cosas.
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