Hola, Matt.
Usted no me conoce. Pero quiero decirle que tiene todo mi apoyo. Esos periodistas que le atosigan, son unos hijos de perra. Se prostituirían con tal de conseguir una buena exclusiva. No les importa todo lo que Daredevil ha hecho por la ciudad. Lo que significa para todos nosotros. Me llamo Frank Moreno García. Nací en la Cocina del Infierno, hace más de treinta años, y jamás he dejado estás calles. Prácticamente, no conozco nada más. Si no fuera por la tele, no sabría que, más allá del barrio, existe vida. No soy muy inteligente. Algunos me llaman idiota, con la firme convicción de que me definen. Lo que más me duele no es que me insulten, sino que lo digan con la más absoluta normalidad. No parecen querer vejarme. Es como si se limitaran a describir lo que ven. Ya sabe, como cuando un niño ve un perro, y dice: <<Perro>>. Quizá no estén equivocados. Dejé de estudiar muy pronto. En las calles era alguien importante; el respeto me lo ganaba a hostias. En la escuela, en cambio, era un subnormal más; uno de tantos. Y lo único que podía haber hecho para cambiar eso, hubiera sido demostrarles que se equivocaban, que ser pobre no significaba ser estúpido. Me hubiera gustado demostrárselo. Puede que si hubiera estudiado, ahora mi vida fuese distinta. Pero siempre he buscado el camino fácil, lo reconozco. Nunca he sido muy trabajador. Sí, es cierto, probablemente, no sea un lumbreras. Los profesores sabía que la gran mayoría de nosotros acabaríamos mal, por lo que no se esforzaban demasiado en tratar de convencernos de que la vida no era una mierda. Nuestros padres eran hispanos, irlandeses o negros, borrachos, ilegales o parados; aunque no necesariamente en ese orden. La sociedad americana nos consideraba una raza inferior, a la cual explotar, mientras la tele nos decía lo mucho que teníamos que agradecer al país de que nos dieran cobijo y trabajo. Resulta curioso, el empeño que el gobierno, con la ayuda de los medios de comunicación, pone en lograr que los desfavorecidos amemos EE.UU. Lo que no dicen, es que los trabajos que nos dan, a los que no hemos nacido en esta tierra de sueños e hipocresías, son lo que nadie quiere. Los emigrantes hacemos los trabajos más denigrantes y duros. Me gustaría decir que quise a mis padres, pero mentiría. Sentía lástima por mi madre, eso sí. Estaba casada con un animal. No se merecía compartir su vida con ese hijo de puta. Poco importan los nombres. No le diré cómo se llamaban mis padres. Mi vida no es muy distinta a la de cualquier otro. Cambian los personajes, pero no las situaciones. Los padres de mis amigos eran muy parecidos a los míos. Recuerdo que esnifábamos pegamento, y todo lo que pudiéramos encontrar, con el deseo de estar lo suficientemente colocados como para olvidar el camino a casa. Odiaba a mi padre. Ese cabrón tenía como objetivo jodernos a todos. Cada vez que oía girar la cerradura de la puerta de la calle, me echaba a temblar y sentía ganas de llorar. Mi temor era mayor, incluso, que mi ira. Un día, a los ocho años, oí como zurraba a mi madre, creí que esta vez la iba a matar. Salí cagando leches por la ventana de mi cuarto. Eché a correr escaleras arriba. Sólo había alguien que podía salvar a mi madre. El sudor se me colaba en los ojos. Recuerdo que el escozor que sentía era tan intenso que, un par de veces, estuve a punto de resbalar y caerme por la barandilla de la escalera de incendios. La adrenalina me hizo recorrer los tramos de escalera que me separaban de la azotea en un santiamén. Sabía que él, estaba allí. Era el único que podía parar a mí padre. Era invencible. Me había pasado un montón de noches, mirándole, a escondidas. Fingía que me iba a dormir, pero, en realidad, cerraba desde dentro la puerta de mi dormitorio, y me escapaba por la ventana, para poder verle. Todos creían que sólo aparecía cuando había peligro. Que tenía una especie de Bat-señal que le alertaba. Pero no era así. Yo lo sabía. Se pasaba las noches subido en mi azotea, como si nos escuchara, en absoluto silencio. Algunas veces desaparecía durante unas horas para, me imagino, salvar a alguien. Pero siempre volvía. Siempre. Había noches que el sueño me vencía, y no sé cómo, amanecía en mi cama, arropado hasta el cuello. Él nos custodiaba. Era nuestro protector. Velaba las calles mientras los demás dormíamos. No podía ayudarnos a todos. Pero lo intentaba. De verdad, que lo intentaba. Cuando llegué a la azotea, como todas las noches, él estaba ahí. Me imaginó que era porque yo era un crío, pero parecía un gigante. Por primera vez, me dejé ver. Él se encontraba al borde de la azotea, de espaldas a mí. Entonces, como si escuchara algo, giró la cabeza, muy despacio, por encima de su hombro derecho, y me miró. Quise hablar, pero estaba tan acelerado, que no pude. Él sonrió levemente. Luego, apartó la vista, y miró al vacío. Su silueta, rodeada de un resplandor amarillento y sucio, adquirió un halo de frialdad. Parecía un Dios observando a sus criaturas. Su pose resultaba aterradora. El traje rojo, envuelto por la oscuridad, le hacía parecer un diablo de verdad. Daba miedo. Sin mirarme en ningún momento, con una voz que sonó tranquilizadora y firme, dijo: —Franklin, no pasa nada. —Atónito, pensé: <<cómo sabe mi nombre>>. — Ahora tienes que ser muy valiente. Pase lo que pase. Oigas lo que oigas. Quédate aquí. No te muevas. Ya vendrán a por ti más tarde. Todo irá bien. Confía en mí. Entonces, saltó de la azotea, como uno de esos saltadores de trampolín que salen en la tele, y desapareció.
Como me dijo, dos horas después, cuando el ruido hacía mucho tiempo que había cesado, un policía subió a la azotea, y se me llevó con él. Pasé el resto de mis días en un orfanato. Mi vida no fue fácil. Nunca me dijeron que pasó. Me imagino que mi padre murió, lo ejecutaron, o se pudrió en la cárcel. Quién sabe. Nadie me contó que fue de él. Tampoco me importa. De mi madre, sí. Esa vez, mi padre lo consiguió. La mató de un disparo. No murió a golpes, como siempre creí que moriría. Fue una bala la que acabó con su sufrimiento. Yo había visto, y jugado, muchas veces, con la pistola que mi padre guardaba en la cómoda. Sé que, si se hubiera enterado de que la cogía a menudo, me hubiera molido a palos. La pistola no estaba cargada. Esto jamás se lo he contado a nadie, por miedo a lo que pudiera pasarme. Pero me gustaría que tú lo supierar. Yo conseguí esa bala, y también la cargué en la pistola. Lo hice una noche, tres o cuatro días antes de que mi padre matara a mi madre. La noche de la que te hablo, me pasé dos horas sentado en el sofá, con la intención de matar a mi Padre, cuando éste cruzara la puerta. Pero, esa noche, no vino. El cabrón, a veces, parecía esconder un As en lo más profundo de su culo. Luego, olvidé la idea; y también la bala. Así que, en cierto modo, siempre me he sentido responsable de la muerte de mi madre. Pero no sienta lástima por mí. Esta carta no está escrita con la intención de hacerle partícipe de mi desgracia. Sé que si hubiera nacido en otro barrio, u otro país, las cosas hubieran sido distintas. Este país tiene algo sórdido. Me imagino que es por eso por lo que se empeñan en fingir que todos son perfectos. La mierda la pueden esconder, seguro, pero el hedor siempre estará ahí. Tengo que confesarle, no sin cierta vergüenza, que esta carta no la escribo yo. No sería capaz de hacerlo bien. Ya le he dicho que no soy muy inteligente. Es, digamos, mi último deseo. Un voluntario de una asociación lo está haciendo por mí. Yo lo grabé en una cinta, y él lo transcribió después. Le pedí que la adornara un poco, para que usted, Matt, pudiera entender mejor lo que quiero decirle. Hay veces que las palabras se me traban, y no salen por más que lo intento. Algo en mi cabeza no funciona del todo bien. Muchas veces no sé expresar lo que pienso. Pero me estoy alargando demasiado. Iré al grano. Dentro de unas horas me van a ajusticiar. El estado me pondrá la inyección letal, y dejaré de existir. No voy a decir que haya sido un buen chico. El delito de asesinato que se me imputa, ocurrió. Asesiné a un negro de una bala en la cabeza. Fue una especie de ajuste de cuentas. Espero que lo entienda. Yo era un mal bicho. Tenía el mal en la sangre. Comencé a beber. Sin darme cuenta, me convertí en mi padre. Ahora me arrepiento, y quisiera cambiar lo que hice. Pero se acabó, ya no puedo cambiar lo que pasó. Tengo muchísimo miedo, Matt, y como no creo en Dios, quizá el Diablo pueda ser clemente conmigo. Sólo quiero que venga a mi ejecución. Como ya le dije, me llamo Frank Moreno García. No sé si es Daredevil o no, pero me gustaría pensar que sí; porque no tengo otra manera de contactar con él. Venga, por favor, Matt. Nadie vendrá a despedirme. Y necesito ver una cara amable antes de morir. Sé que los que estarán tras el cristal me mirarán con odio, y no sé si seré capaz de morir con dignidad. Hágame ese favor, ayúdeme a marcharme de esta vida.
Gracias, Matt… Gracias, Daredevil. [i]
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