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Hace tiempo murió un Rey.
No era más sabio, ni más poderoso, ni más fuerte que otros... pero era un Rey.
Aunque nadie lo sabía libró una terrible batalla durante mucho tiempo y nadie lo sabía; nadie lo sabía pues a nadie se lo había contado y nadie pudo salvarlo pues nadie sabía que su Rey estaba luchando.
Al principio solo combatía unos minutos pero los demonios que lo acuciaban poco a poco se fueron multiplicando y sus ataques eran cada vez más voraces; herían donde el Rey tenía el corazón, no dejaban que llegara el aliento hasta sus pulmones y cada vez que asestaba un golpe certero era a riesgo de su propia vida.
Pero el Rey jamás dejó de combatir pues tenía un pueblo que proteger y como su soberano estaba a su servicio, no dijo nada acerca de la batalla y cuando desapareció no pudo despedirse.
Llegó un día en que sus fuerzas flaquearon.
Llegó un día en que sus enemigos eran más de los que podría concebir.
Llegó un día en debía enfrentarse a todo lo que su vista alcanzaba.
Llegó un día en que entregó su vida para salvar a quienes estaban bajo su protección.
Todavía hoy lloran su ausencia aquellos a quienes protegía contra fuerzas que ellos ni siquiera podían ver.
Pero el Rey dejó un Príncipe.
Un Heredero.
Sangre de su Sangre.
Llegó un día que el joven Príncipe tuvo que decidir si seguiría los pasos de su padre y se enfrentaría a los mismos demonios que golpearon a quien lloraba y lograron vencerlo.
Pasaron los días y mucho pensó el joven Príncipe y sabía que su tiempo se terminaba pues debía prepararse para la batalla, debía luchar y si era preciso sacrificaría su vida.
Tomó su escudo en su brazo como si fuera un viejo amigo, en su mano descansaba la espada que tan fielmente había servido a su padre, sobre su cabeza el yelmo que debía protegerlo y por último en su cuello un amuleto que antes residía en el cuello de su Rey.
Los enemigos llegaron en mayor número que antes, desafiando el poder del joven Príncipe y vanagloriándose de cómo acabaron con la vida de su soberano.
El joven Príncipe sabía que no era más sabio, ni más poderoso, ni más fuerte que otros... pero era un Príncipe y un digno hijo de su padre.
La noche antes de la pelea juntó a su guardia personal, habló con los sabios y afiló sus armas. El joven Príncipe no estaba solo en la batalla.
A su lado estaban aquellos con quienes había luchado mil y una veces, tenía a sus fieles combatientes que no dejaron jamás de pelear.
Un día
Un semana
Un mes
Un tiempo que se extendía durante lo que parecía una eternidad hasta que los enemigos cayeron derrotados y huyeron para no volver jamás.
Todavía hoy se cuenta la historia de joven Príncipe que derrotó a los demonios contra los que su padre luchó y perdió la vida... y cuando alguno de aquellos por los que luchó pregunta cómo fue posible y cómo allí donde su Rey murió el pudo derrotar al enemigo el joven Príncipe siempre responde lo mismo.
Pude vencer a lo que no puede derrotarse porque no luché solo.
Pude vencer a lo que no puede derrotarse porque os conté el peligro que acechaba.
Pude vencer a lo que no puede derrotarse porque contaba con la fuerza de aquellos que me ayudaban.
Pude vencer a lo que no puede derrotarse porque no luché solo.
Hoy el joven Príncipe ya es Rey.
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