Erasé una vez, en un bonito mundo en el que los árboles se mecían el día entero al son de una suave brisa, y los pajarillos piaban alegres sobre balcones de color turquesa, de unas casas de hermosos ladrillos rosas y techos lilas, que en los mediodías desprendían de sus pequeñas y triangulares chimeneas un aromático humo con esencia de albahaca; vivía Tomás, un pequeño y gracioso hombre, de pelo rojo y barriguilla redonda, que siempre dejaba asomar su gran ombligo por debajo de una bonita camisa a cuadros. Tomás, vivía alegre y feliz con su hermosa mujer Clavelilla, una muchacha bajita como él, de melena castaña y grandes ojos verdes, muy cariñosa y atenta con su gracioso maridito. Todo parecía ir sobre nubes de algodón, los dos se querían mucho y eran muy felices; pero había algo que no terminaba de completar sus corazones: un hijo. Llevaban mucho tiempo intentando tener un niño, pero no podían, y estaban ya muy desilusionados y sin esperanzas de poder conseguir a su añorado retoño. Una soleada mañana de sábado, Tomás se levantó como de costumbre y se disponía a desayunar su café con leche y miel y sus tostadas con margarina, pero ese día no le supo igual su querido almuerzo, pues la noche anterior había estado intentando fecundar a Clavelilla sin parar, y terminó derrengado y muy deprimido por que sabía que era inútil, que Clavelilla nunca se quedaría embarazada, al menos de él. Y se pasó toda la noche sin dormir pensando y buscando alguna solución para que Clavelilla se quedara en estado de una vez. Pero todas las soluciones que se le ocurrían no le satisfacían; hasta llegó a pensar en buscar a otro hombre y ponerle una careta con su cara, y que fecundara a Clavelilla sin que esta se diera cuenta de que no era él. Pero no le convenció. Totalmente deprimido y con el alma destrozada, cuando terminó de desayunar se fue a dar un paseo por los campos de detrás de su casa, y anduvo mucho tiempo, y subió un monte y lo bajó por detrás. Hasta que llegó a un rellano en el que a unos cinco minutos de camino se divisaba un pequeño muro con una maceta con una flor amarilla. Se acercó hasta el muro y vio la hermosa flor, y se sentó y se quedó allí mirándola pensativo durante un buen rato. De repente Tomás empezó a temblar, se puso colorado como un pimiento y de los ojos salían unas brillantes lagrimas que le goteaban sobre la camisa. Se levantó, y se acercó andando despacio y con la mirada fija hacia la flor, se bajó los pantalones sin dejar de mirar al frente, como si el demonio le hubiera poseído y quisiera descargar toda su ira hacia la pequeña flor. Se quedó de abajo totalmente desnudo, y empezó a tocarse el pene y meneárselo encima de la hermosa flor. Se lo meneaba con tal fuerza y rabia, que parecía que quería ahogar a la pequeña flor con su semen. Pero estuvo así durante dos horas y no salía nada, y se fue gritando y corriendo como un loco por aquellos campos sin parar de meneársela. Gritaba y lloraba, y se hizo sangre en el pito pero seguía moviéndolo. Hasta que llegó al pueblo y subió a lo más alto de un convento que allí había, y continuó meneándosela tan rápidamente que sus manos parecían las alas de un colibrí, y se le empezaron a inflar las pelotas, se le inflaron tanto que de lejos parecían dos aeroglobos aerostáticos con una bomba atómica dentro. Y por fin, llegó el ansiado momento; tras dejar salir del pecho un enorme y fuerte gemido de placer, que hizo retumbar las montañas y remover las aguas, lanzó al cielo su lefada, y cubrió todo el pueblo de blanco, y todo el mundo se manchó de su semen, y la gente creyó que la navidad había llegado de repente y sacaron sus árboles de navidad a la calle y los llenaron de luces y adornos. Y todas las mujeres que fueron rebozadas de su semen quedaron preñadas, y el pueblo se llenó se Tomasitos jugando y revoloteando y alegrando las calles para siempre.
FÍN
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