Érase una vez un pequeño reino situado al pie de unas montañas. El reino era próspero, aunque su rey no era demasiado buen gobernante. Su mujer había muerto algunos años atrás, y él se había vuelto a casar con una mujer ambiciosa y malvada, de la que se decía que tenía poderes mágicos. Pero el rey tenía, de su anterior esposa, dos hijos: un muchacho, joven y valiente, que heredaría el reino algún día, y una preciosa princesita de rubios cabellos.
La reina, como se puede suponer, estaba terriblemente celosa de la princesita, aunque no podía hacer nada ya que su padre la adoraba. Era una princesa como debe ser, rubia, delgada y lánguida, de voz suave y dulce, ojos brillantes como zafiros y con un interés bastante moderado por las cosas importantes. Se pasaba el día recogiendo flores de los jardines y trenzando coronas con ellas, bordando y cosiendo. Su nombre, como no podía ser otro, era Blancaflor. Su hermano, el futuro rey, era un muchacho activo y emprendedor, con muy buenas ideas para cuando llegase a ser rey, cosa para la que no tenía demasiada prisa, todo hay que decirlo. Este joven viajaba con mucha frecuencia a reinos vecinos para establecer tratados de paz y aprender las costumbres de las cortes.
La reina, por su parte, era también la típica reina. Altiva, hermosa, fría como el hielo, y terriblemente ambiciosa. Sabía que jamás sería amada por su pueblo, pero no podía soportar que sus súbditos quisieran más a su hijastra que a ella. Esa jovenzuela estúpida no se merecía el cariño del pueblo. Se rumoreaba que la reina era un poco bruja, aunque los únicos hechizos que hacía eran para mantener su rostro firme y sin ninguna arruga. Y por último tenemos al rey. Un hombrecillo pequeño y rechoncho, como debe ser, medio calvo y con el poco pelo blanco, una expresión de permanente afabilidad en el rostro y una incapacidad para gobernar legendaria. Era principalmente su esposa la que se encargaba de todo (por eso la reina no deseaba tener el control del reino: ya lo tenía, y la verdad, aquello no era tan divertido como había pensado al principio.)
Un día una terrible noticia llegó a los oídos del rey. Al parecer, un dragón se había instalado en una de las cuevas que había al pie de las montañas. El rey se enfadó mucho, ya que él jamás había dado permiso a ninguna bestia inmunda para ocupar una de las cuevas de SUS montañas, así que envió una expedición de diez hombres para que echaran al dragón.
Sólo volvió uno.
Llegó justo a la mitad de un gran banquete, presidido por el rey y la reina. Estaba gravemente herido y apenas pudo balbucear unas palabras antes de caer exhausto en el suelo. Pero, aunque las dijo en voz extremadamente baja, todo el mundo pudo oírlas.
El dragón tenía hambre. Y su plato preferido eran las jovencitas.
Se armó un gran revuelo en la corte. Cuando el mensajero recobró el sentido, todos se dispusieron a escuchar el mensaje completo del dragón.
-Majestad – comenzó el hombre- una vez llegamos a la guarida del dragón, nos adentramos en su cueva para echarle de allí, como vos habíais mandado. Pero antes de que me diese cuenta, todos mis compañeros habían desaparecido en las fauces de la bestia y a mí me tenía atrapado en una de sus garras. Me miró fijamente a los ojos y me dijo: “ Dile a tu rey que si no quiere tener problemas y quiere conservar su reino durante mucho tiempo, que deberá entregarme cada semana dos jovencitas bien tiernas para alimentarme.”
Todos los nobles del reino se alarmaron sobremanera. ¡Sus hijas no iban a ser pasto del dragón! Pero el rey, levantándose de su trono, los hizo callar a todos y habló así.
-Ya que no hay otra alternativa para liberarnos del dragón, deberemos obedecer su petición. Cada lunes a primera hora de la mañana, se colocarán los nombres de todas las jóvenes del reino en un gran caldero y se efectuará un sorteo para decidir quienes serán las que salvarán la vida de todos los demás habitantes sirviendo al dragón de comida. Por supuesto, las muchachas de casa noble no estarán incluidas en el sorteo.
Esta idea agradó mucho a los nobles, que rápidamente la aceptaron. Así pues, el lunes siguiente se efectuó un sorteo, y dos jovencitas salieron escogidas para ser alimento de dragón. Y durante un mes más o menos, la vida siguió con naturalidad.
Pero la reina no se iba a dar por vencida en su plan de acabar con la princesita, así que maquinó un macabro plan. El domingo por la noche, cuando en palacio todos dormían, se acercó sigilosamente al caldero de las papeletas e introdujo una con el nombre de Blancaflor. Tal vez su nombre tardase un poco en salir, pero saldría.
Y así pasó de nuevo otro mes, hasta que un lunes fatídico, el encargado de las papeletas escogió dos al azar. Una llevaba el nombre de Alia, la hija del zapatero, y la otra... el de Blancaflor, la princesa. El rey puso el grito en el cielo, pero ya nada podía hacerle. Su hija iba a ser sacrificada al dragón.
Aquella misma tarde las dos muchachas fueron enviadas hacia la guarida del dragón. Desde una de las ventanas del castillo, la reina observaba toda la escena, sonriendo con crueldad al ver que por fin se deshacía de su rival.
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