-¡Espere! ¡Dígame al menos su nombre! Ninguna voz respondió a Stern. Se había quedado solo. Observó el frasquito de líquido carmesí mientras trataba de ordenar sus pensamientos; luego alzó la mirada hacia el cielo, como si éste pudiera darle alguna respuesta. Pero, como el extraño había dicho, las respuestas tendría que buscarlas él mismo.
III: EL HOMBRE QUE RIE
Faltaba poco para el anochecer. Stern había dedicado el resto de la jornada a blandir y sopesar las restantes armas que el extraño dejó a su cargo. Eran dos dagas, una larga alabarda de doble hoja, un escudo de forma circular, y un arco. Al igual que la katana, el acabado de las restantes armas era sorprendente. Stern dudaba que pudiera existir en el mundo un maestro forjador capaz de tal perfección. Además parecían recién salidas de la fragua, ya que en el escudo no existía el más mínimo arañazo y los filos de las restantes armas eran rectos e uniformes, sin un solo atisbo de mella. Todas poseían la misma marca que Stern había visto en la empuñadura de su katana, señal inequívoca de que compartían un mismo origen. Curiosamente, cuando Stern tocaba alguna de ellas, el símbolo comenzaba a brillar con mayor intensidad. ¿Significaba aquello que poseían alguna clase de magia? El vampiro dejó las armas en el suelo, cerca del pozo. Luego envainó su katana y se dirigió hacia el exterior del oasis, pues quería contemplar la puesta de Sol. Se sentó en la arena y observó maravillado como el disco rojizo parecía sumergirse entre las dunas. Recordó la última vez que vio algo similar, en Atenas, unas horas antes de que su madre adoptiva le convirtiera en vampiro. Hacía tanto tiempo de aquello… La luminosidad remitía, y las estrellas comenzaban a tomar su lugar en el firmamento. Stern pensó en todas y cada una de las palabras del extraño... <No sé nada de él -reflexionó-. Ni siquiera estoy seguro de que me haya contado la verdad. Quizá sólo sean burdas mentiras, o quizá quiera utilizarme para algún oscuro propósito. Pero después de todo estoy en deuda con él, me ha salvado la vida… No sólo eso, también ha hecho realidad mis mayores deseos… Bueno, todos menos uno.> Lanzó un largo suspiro y pensó en Misha. Sujetó el amuleto que llevaba colgado alrededor del cuello y cerró los ojos para rememorar con mayor claridad su rostro, su sonrisa, el tacto de su piel… Hacerlo no sólo le daba fuerzas, sino que además era prácticamente lo único que le mantenía con vida. Besó el amuleto que había pertenecido a su amada y luego se incorporó, tenía un largo camino por delante y no podía perder más tiempo. Encontró un gran número de odres guardados en un recoveco situado en la parte externa del pozo. Llenó de agua varios de ellos y se dispuso a abandonar el oasis. Una vez en el exterior, alzó la vista hacia el cielo para ubicar su posición con la ayuda de las estrellas, después comenzó a caminar hacia el noreste. Ahora podría atravesar el desierto entero sin importar el tiempo que le llevara, ya que jamás volvería a tener la necesidad de alimentarse. Si se quedaba sin agua viajaría de noche y se enterraría en la arena durante el día, como había estado haciendo hasta entonces, para evitar en lo posible la deshidratación de su cuerpo. Primero pensaba ir a Grecia para ver a su madre, y después buscaría a sus nuevos compañeros. La Guerra del Grial estaba a punto de comenzar. Stern Battler, Arshies Shneider, Raziel Guilt, Koka Kotroloff, Elrich Johansen y Judine Grey jugarían un papel determinante en ella… Alguien contemplaba, desde la lejanía, la partida de Stern Battler. Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro del ser inhumano llamado N’Ahzhir, aquel que una vez fuera conocido en el pueblo de Zhiev como El Hombre de Negro. Estuvo observando al vampiro desde que éste llegó al desierto, procurando mantenerse fuera de su campo de visión en todo momento. Los días se le hicieron largos y aburridos, pero el simple hecho de poder observar durante las noches como el bueno de Stern se iba demacrando lentamente hasta acabar convertido en un guiñapo que apenas podía arrastrarse sí que mereció la pena; en más de una ocasión tuvo que teleportarse lejos de allí para que Stern no escuchara sus frenéticas carcajadas. No lo había visto tan jodido desde aquella inolvidable noche en Zhiev. ¡Ah, que tiempos aquellos! Luego apareció aquel carcamal al que algunos conocían como El Extraño Errante y salvó el pellejo del vampiro en el último momento. Aquello disgustó al Hombre de Negro aunque, después de escuchar la conversación que Stern y su salvador mantuvieron en el oasis, no pudo evitar alegrarse de nuevo. Había pasado los últimos seis años en un estado de total tedio, pero parecía que de nuevo le surgía la oportunidad de pasárselo en grande. Después de pensarlo durante un rato, N’Ahzhir decidió participar en los acontecimientos, pues todo aquello era demasiado interesante como para perdérselo. Además, Stern se llevaría una gran alegría al volver a verle. Sí señor, una gran alegría, pensó El Hombre de Negro mientras su sonrisa se ensanchaba aún más.
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