Hola... Hola. ¡Hola! ¿Hay alguien ahí? Por favor, que alguien me conteste. ... Estoy solo. Solo...
El muchacho avanzó tanteando en la oscuridad. No veía absolutamente nada, pues todo era negro, y no sabía dónde se encontraba. Su último recuerdo era un asiento de ventanilla en un Boeing, sobrevolando el océano Atlántico, entre las nubes. En su mente aún podía ver cómo, de repente, el cielo azul se convertía en un manto negro que engullía al avión. ¿Qué había ocurrido? Él no lo sabía, o no era capaz de recordarlo. ¿Dónde estaba ahora? Era imposible saberlo. Extendió las manos a su alrededor, intentando encontrar algo en la negrura. Nada. Obviamente ya no estaba en el avión, sino en un espacio más amplio, mucho más amplio. No percibía ningún sonido y el aire, muy fresco, estaba en completo reposo, no soplaba la más ligera brisa. Su voz sonaba seca, sin rastro de eco, lo que le daba una leve sensación de claustrofobia; podría tratarse de un lugar cerrado. Pero el suelo estaba embarrado, como si hubiese llovido tan sólo unos instantes antes. Era sólo barro, sin rastro de vegetación alguna, por lo que pensó que quizás estaba en una cueva. Tras el desconcierto inicial, y todavía a oscuras, decidió andar, despacio, sin saber por dónde iba, convenciéndose a sí mismo de que tarde o temprano se toparía con algo o alguien. Anduvo y anduvo durante horas, aunque le parecieron días, y todo el rato igual. La oscuridad era su única compañera de viaje. Una oscuridad total, que le impedía ver. Llegó a pensar que el avión en que viajaba se había estrellado y él había muerto, y ahora se encontraba en el infierno, condenado a andar a oscuras, sin rumbo fijo, por toda la eternidad. ¿Y qué pecado había cometido para merecer tal castigo? Pues el muchacho había robado. Tan sólo en una ocasión, pero lo suficiente para hacerse rico, a costa de otra persona.
El muchacho no dejaba de pensar en una cosa: el dado de colores. Tan sólo unos meses atrás se había lanzado al mercado un juego de mesa que se acabó vendiendo como rosquillas. Fue un bombazo, a pesar de que en apariencia era un juego más. El elemento central era un dado en el que la tradicional numeración (del 1 al 6) se había sustituido por colores. De ahí el nombre del juego: “El dado de colores”. El caso es que el juego arrasó en cuestión de ventas, generando unos beneficios astronómicos. Quien figuraba como creador del juego era el muchacho, que prácticamente de la noche a la mañana, se había convertido en un as de los negocios. Efectivamente, fue el muchacho quien lanzó el producto al mercado, pero no fue él quien lo creó, aunque así hizo que figurara. En realidad la idea había partido de un viejo amigo suyo. Éste recurrió al muchacho para poder comercializar el juego, compartiendo posteriormente los beneficios. Pero el muchacho prefirió quedarse con todo el mérito, y todo el dinero, y a su viejo amigo le dio una patada en el trasero. En ningún momento sintió el más mínimo remordimiento, ni siquiera cuando se enteró del suicidio de su viejo amigo, y llevaba semanas viviendo a lo grande, disfrutando de la vida como nunca antes pudo hacerlo. Pero ahora se encontraba en medio de la nada, tal vez pagando por su pecado.
Las horas avanzaban y poco a poco otras sensaciones empezaban a apoderarse de él: el hambre comenzaba a picarle en el estómago, y la sed arañaba su garganta cada vez con más ansia. Aún no había muerto, claro, pero tal vez le faltase poco para ello. El cansancio hacía mella en él, pero no podía parar, no debía parar, pues seguía autoconvenciéndose de que tarde o temprano tendría que encontrar algo diferente al barro y la oscuridad; además, si paraba, quizás ya no tuviera fuerzas ni ánimo para continuar ese viaje a ninguna parte. De vez en cuando gritaba, pero la esperanza de recibir una respuesta iba disminuyendo con cada intento.
(continuará)
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