Avanzó a hurtadillas por el oscuro pasadizo, temiendo ser encontrada en cualquier momento.
En su pecho latía un pequeño corazón asustado, como si fuera un cervatillo que huyera de un cazador, y al atisbar un leve reflejo a poca distancia, se vió obligada a dar marcha atrás, gimoteando mientras rezaba a algo desconocido que la pudiera sacar de allí.
Hacía poco tiempo que había llegado a aquellas campiñas bayonesas, y había soñado con que su estancia fuera más que agradable, pero… sin darse apenas cuenta, se encontró en medio de todo aquél percal.
Las gentes, extrañas y totalmente amorales, empezaron a hacerle el vacío, a hablar a sus espaldas y mostrarle disgusto sin ningún tipo de reparo.
La tildaban de mujerzuela y ladrona cada vez que aparecía por el pueblo, y al fín, en medio de todo el abucheo y griterío en el que se había visto sumergida cuando inocentemente había saludado a un jovenzuelo rapaz ojizarco de gestadura inocente, apareció Geraldo, el hombre más respetado del lugar, un prócer venerado por aquellas gentes, que, sin mediar palabra, se la llevó de allí, escondiéndola en el carromato con el que se había acercado a la marabunta que le había llamado la atención poderosamente.
- ¡¡No quiero vivir en esta anomia!! – sollozó entre los brazos de aquél hombre, que la llevó a un castillo donde no estaban mas que ellos dos, y que la tranquilizó con voz suave y clara, regalándole caricias y abrazos.
Y después de pasar una noche en su alcoba, preguntándose si aquél hombre había sido anteriormente uno de aquellos campiranos y cómo había resultado ser el más cuerdo de todos ellos, súbitamente se aterró, porque escuchó sonidos que procedían de las puertas del castillo, y que inconfundiblemente eran producto de las gentuzas del pueblucho, que se habían acercado con intención de…
Y por eso se puso en pie, abandonando las sábanas aún calientes, donde el hombre la había dejado dormitando, y escapó de la habitación rumbo a cualquier pasillo… buscando una salida a aquel horror.
_ Minina… preciosa, bonita, ¿dónde estás? – le oyó llamarla, y por eso su corazón se desbocó, porque no parecía en absoluto tierno ni amable, e intentó rehacer sus pasos, pero al poco dió de bruces con algo, y, al mirar sobre su hombro y ver a aquél gémino, dejó escapar un grito de horror, que sin duda actuaría en su contra.
A su espalda, otro Geraldo la miraba, con los ojos vacíos y hundidos en su figulina corteza, y respiró hondamente al darse cuenta de que no era más que una figura de barro, que a saber con qué intención estaba allí expuesta.
Sabiendo que el hombre se acercaba a pasos acelerados donde estaba ella, se intentó esconder tras la estatua, y se dio cuenta de que estaba justo al lado del alfeizar de una ventana, y justo debajo un gran pozo, de profundidad desconocida… y no lo pensó dos veces, así que se encaramó, y se somurgó en aquella pastosa agua, dejandose caer y pensando que sería la única forma de huír de alli.
Un alarido de rabia fue arrancado de la garganta del hombre, que, nigérrimo, mandó azotar a algunos de los pueblerinos decadentes, lamentandose por la perdida de tal preciosa caza, y se fue por donde vino, seguro de que la mujer muerta estaría, y mandando a buscar a otra posible víctima, sin saber que ella esperaba pacientemente para salir del agua y huir…
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