Había una vez un Lobo gris que vivía en una cueva al abrigo del bosque, al pie de unas escarpadas montañas. Cada día el Lobo salía a pasear por su bosque y siempre acababa en el mismo lugar, al comienzo de un sendero que ascendía y se perdía montaña arriba. Desde el día de su nacimiento, el Lobo había contemplado el sendero y se había preguntado a dónde llevaría: si acabaría en lo alto de la montaña, en mitad de la nada, si moriría a los pocos metros cuando la senda se hiciera intransitable incluso para un animal tan salvaje y curtido como él, o si, por el contrario, le llevaría mas allá de la montaña hacia nuevos lugares más prósperos y bellos.
La fijación se incrementaba con el paso de las estaciones. El Lobo apenas dormía, apenas comía, no hablaba con nadie, su única obsesión era aquel sendero, aquellos posibles destinos. Hasta que un buen día, estando en su cueva, no pudo soportarlo más y se lanzó a la carrera a través del bosque, sin despedirse de su familia ni amigos, sin pensar en nada, ni en nadie. Sin dirigir un solo pensamiento a aquello que había sido su vida hasta aquel momento de locura.
Los animales que le veían pasar observaban atónitos aquella bala gris que cruzaba ante ellos. Pasó frente a la casa de su amigo el Zorro, que había salido a disfrutar del rocío y del la brisa de aquella preciosa mañana.
- ¡Oh, amigo Lobo, que buen día! Salgamos a pasear y charlemos un...ratillo- ni que decir tiene que el Lobo había desparecido tras los árboles antes de que el pelirrojo animal llegara casi a abrir el hocico.
Ya tendría tiempo de charlar y de hacer amigos cuando alcanzara su destino, pensó el Lobo, en aquellas nuevas y bellas tierras pobladas por nuevos y bellos animales. Y, si no, si el sendero no le llevaba a ninguna parte, si acababa perdido y solo en la cima de la inhóspita montaña, tanto le daba no haber tenido amigos pues igual iba a morir de tristeza al contemplar el oscuro final que había tenido aquella ilusión, y de nada le servirían allí aquellas amistades.
Cruzó corriendo el río de aguas cristalinas en el que vivía su amiga la Nutria.
- ¡¡Hey, amigo Lobo!! ¿Hace una carrera hasta el nacimiento del río...?- La nutria tuvo que sumergirse rápidamente para evitar perder la cabeza bajo las potentes patas del cánido.
El sediento y fatigado Lobo contempló las frescas y cantarinas aguas y sintió un súbito deseo de zambullirse en ellas en aquella calurosa mañana y dejarse llevar por la corriente, o subir contra ella hasta los trasparentes manantiales donde saciar su sed con el agua pura. Pero más pura sería la de los hermosos ríos y lagos que le esperaban al final del camino, más sabrosa la sentiría tras el esfuerzo realizado. Y, si no, si tras la montaña había un desierto de tierra seca, si el final de su viaje iba a ser una llanura árida y muerta, tanto le daba morir de sed en aquel mismo momento.
El Lobo llegó al sendero y comenzó a subir, cual cabra montesa, por la escarpada ladera de la montaña. Hablando de cabras, se encontró con un joven Rebeco que, aterrado de ver a un Lobo corriendo desbocado en su dirección se quedó paralizado sin atinar ni a huir. El Lobo, hambriento y exhausto sintió un leve deseo de cazar al sabroso Rebeco y darse un buen festín, pero no era momento para ello. Ya tendría tiempo de cazar jugosas presas en los bellos lugares que iba a encontrar al final de su viaje. Y, si no, si la tierra era yerma y despoblada, tanto le daba morir de hambre, si tal triste futuro era el que le esperaba tras el azaroso viaje.
Cada vez con más dificultad, perdiendo pata a cada instante bajo las traicioneras rocas de la montaña, siguió ascendiendo. En determinado momento vio pasar sobre el al Halcón, animal que siempre había admirado y envidiado por las esplendorosas vistas del mundo de las que gozaba al cernirse así en los cielos. No se dio cuenta de que, alto como había ascendido en la montaña, si se hubiese dado la vuelta y mirado a su alrededor, habría gozado de unas vistas muy similares a las que captaban los ojos del Halcón en aquel mismo momento. Pero el Lobo no tenia ojos más que para el camino frente a él, para lo que le esperaba más allá.
Diez metros, cinco metros, tres metros para la cima...Sin sentir las patas, con la lengua rozando el suelo por la sed y al borde del desmayo, el Lobo trepó por la casi vertical pared y alcanzó la cima, pero exhausto, antes de que pudiera ver si quiera lo que había más allá, le fallaron las patas por la sed, el hambre y el cansancio y, sin fuerzas ya para tratar de ponerse a salvo, su cuerpo rodó por la escarpada montaña. Unos segundos bastaron al Lobo para darse cuenta de que aquello era el final de su vida: una vida que había malgastado mirando sin cesar hacia un futuro que, de todos modos no le llevaría a otro lugar más que a su fin.
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