Lo había intentado todo. Y todo quedaba en eso. Un intento. Fiel reflejo de lo que era su vida. Tan solo un “ir a probar”, sin meterse de lleno en nada. Sin comprometerse.
Sí. Su mayor miedo. El compromiso. Y no tanto por tener que dar su palabra como por el miedo de no alcanzar a cumplirla. Un alma voluble. Todo lo contrario a lo que le habían enseñado, lo que se premiaba en aquella extraña familia suya. Una familia de la que se había alejado hacía mucho. Quizás lo único que había conseguido finalizar en lo que llevaba de existencia.
Sus cuentos, inacabados. Su carrera, colgada en algún oscuro armario. Sus amigos, los tomaba y los dejaba como aquel que visita un centro comercial con artículos inalcanzables por su coste. Con el paso del tiempo, todo lo que hacía se convertía en algo mecánico, obligatorio. Simple protocolo. Rutina.
Y él odiaba la rutina. Casi tanto como el compromiso.
Una cosa llevaba a la otra.
Muchas veces salía al balcón y se apoyaba con desgana en la barandilla, maldiciéndose a sí mismo por su inconstancia y preguntándose si acaso el albo satélite era el causante de su desazón.
Bah, pamplinas.
Volvía a meterse en casa, dejando la ventana entreabierta para no morir de asfixia en su habitación. Una vez más, tomaba su pluma, mientras escuchaba de fondo los ruidos de la máquina en la que trabajaba su vecina, que se asemejaban al croar de una rana con demasiados insectos en su estómago. Y algo más cerca, los intentos frustrados de su compañero de piso, que trataba de componer algo que pretendía ser melodía con uno de esos programas informáticos con manual de instrucciones sobre cómo inventar.
¿Dónde quedó la verdadera música?
Música...
Tampoco en ella hallaba constancia. Cambiaba de gustos musicales cada temporada, y aunque antaño había caído en las redes de la peor música comercial del momento, ahora al menos llenaba sus cajones de discos compactos con cierto prestigio y menor publicidad. Ahora sus preferencias pasaban por el heavy más melódico y variado que pudo encontrar, con letras en consonancia con lo único que nunca cambiaba para él.
Algo a lo que siempre sería fiel.
Algo que jamás llegaría a tocar.
Quizás precisamente por ello.
Sus escasos estantes estaban atestados de libros de todo tipo. Muchos de ellos, olvidados. Abandonados por aburridos o ya acabados. Desfasados para él. Cómics antiguos. Novelas de aventuras. Algún clásico inmortal con el que no había podido ir más allá de las diez páginas. Y entre todo aquel caos de ideas y recuerdos caducados, un altar sagrado.
Libros de fantasía.
La puerta a otro mundo. Un mundo distinto, cambiante.
Un mundo en el que su vaivén emocional y racional era su mejor arma. Allí donde el tiempo titila y desaparece. Donde los hechos se suceden a saltos, pasando por alto instantes muertos como aquél.
Como éste.
Los leía con avidez. Luego olvidaba.
Pero ellos se convertían en la llave, la primera losa del camino de adoquines de oro. El soplo de brisa que empujaba su zozobrante navío hacia los océanos siempre inquietos de la imaginación. Por ellos viajaba de niño. Ahora, adulto pero joven, aún buscaba siempre el momento de soltar amarras.
Y en esas ocasiones en las que su mente ni siquiera atinaba a comprender el significado de las letras sobre un papel, cuando su mano se negaba a sostener la pluma, tan sólo miraba al cielo. O, más bien, perdía si vista en un punto infinito en él, y se dejaba llevar por la suave cadencia de las horas, que se deslizaban como nubes sobre el mar hasta el lugar donde el agua se hace aire y el vapor, líquido. La bruma difusa de la semiinconsciencia, que puede ser moldeada a placer por las manos del alma.
No reconocía voces, ni ojos, sumido su ser en un viaje a la vez etéreo y eterno. Sintiendo sin sentir. Siendo sin ser. Imaginando. Creyendo. Viviendo mil vidas.
Un peregrinaje interior.
¿Y qué?
Y nada.
Tampoco aquí hay final.
Sólo una invitación a la nebulosa de la irrealidad.
El vacío siempre espera.
Trucos de la inmortalidad.
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