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Grandes verdades

Relatos Dreamers

Anochecía, y el maestro y su discípulo aún estaban sentados viendo como el Sol se despedía de aquellos campos hasta el día siguiente.

El maestro era menudo, delgado, sin un solo pelo en su cuero cabelludo, que parecía un astro en eclipse ante la luz del atardecer. Sus ropas blancas reflejaban a la perfección el color anaranjado de las nubes y su espalda, erecta pero relajada, se alzaba en el perfil del peñasco como un pequeño altar.Añadir Anotación

A su lado, el joven discípulo, también vestido de blanco, parecía enorme, con sus anchos hombros y su pelo abundante y encrespado. Pero, a pesar de su juventud y su fuerza, comparado con su maestro, la firmeza de su pose era como la de un álamo que se comparase con un roble, que sólo deja sus hojas a merced del viento, mientras su tronco permanece impasible.Añadir Anotación

El discípulo abrió los ojos y se giró hacia su maestro. Éste aún los mantenía cerrados. Decía que aquella era la mejor manera de ver las cosas como son en realidad.

El joven se removió, inquieto. Llevaban ya horas en el mismo lugar, guardando silencio, y por mucho que quisiera ignorarlo, sus posaderas le pedían a gritos un asiento decente. Arqueó la espalda, que crujió de forma estentórea. Sorprendido, se giró hacia su maestro, con miedo de haberlo hecho salir de su concentración. Pero se tranquilizó. El viejo parecía no haberlo escuchado. Respiró hondo y miró en redondo a su alrededor.Añadir Anotación

- ¿Qué te inquieta, muchacho?

La voz del anciano sobresaltó al joven, que se volvió hacia él. Aún no había abierto los ojos ni cambiado un ápice de postura.

- Eh... No... no es nada, maestro- dijo el chico, volviendo a adoptar su postura inicial y cerrando los ojos.

- No disimules, mi buen pupilo- dijo el maestro, con calma-. Hasta el mochuelo parado en la rama del árbol que tienes a tu espalda nota que estás alterado.

El muchacho se giró justo en el momento en el que el mochuelo levantaba el vuelo desde el árbol que había tras él. Este pasó en vuelo rasante sobre su cabeza. Se giró asombrado hacia su maestro y tragó saliva.

- Eh, no tiene importancia, maestro... Son sólo las preguntas que todos nos formulamos en silencio.

- El silencio es bueno para meditar- dijo, abriendo los ojos lentamente y girándose hacia el muchacho-, pero aprendemos escuchando. ¿Qué preguntas son esas?

El chico dudó un poco. Pensó que el anciano reprobaría su arrogancia, que se reiría de él o le sermonearía por no prestar atención a lo que pretendía enseñarle.

- La sinceridad, para con los demás y para contigo mismo, es el primer paso para hallar la paz. Formula tu pregunta. Sólo se equivoca aquel que guarda para sí su duda, pues jamás encontrará la respuesta.

- Tenéis razón, maestro- aceptó el chico, al cabo de un rato-. Me preguntaba, con todos los respetos, qué utilidad tiene sentarse a mirar el mundo, señor, cuando sus habitantes se odian y se matan entre sí por tener distintas ideas de la vida. ¿No sería más útil intentar convencerlos de la verdad?

El maestro sonrió y miró con cariño a su discípulo. Cruzó los brazos y se dirigió a él de nuevo.

- Bien, pero ahora yo te pregunto, ¿cuál es la verdad?

- Eh, pues... La verdad, el camino hacia la sabiduría, señor.

El maestro se quedó pensando un momento, mirando al cielo que ya era nocturno. Al poco, su voz se unió al fluir del río, abajo, en el valle.

- ¿Conoces el camino hasta el pueblo?

El joven, algo patidifuso, arqueó una ceja.

- Ehm... Sí, maestro. Lo recorro cada día.

- Claro, por supuesto ¿Conoces al molinero?

- Sí, maestro. Es familiar de mi madre, señor.

- Y cuando visitas al pueblo, ¿lo ves allí?

- Cada día, maestro, cuando viene a vender su harina al panadero.

- Bien. ¿Te lo has cruzado alguna vez mientras te dirigías al pueblo?

- No, maestro. Eso es imposible. Vive en dirección opuesta.

- Pero, sin embargo, está allí.

- Sí, señor, pero ¿a dónde queréis llegar con esto?

El anciano suspiró y miró a las estrellas como saludando a viejas amistades.

- El molinero y tú recorréis distintos caminos, pero llegáis al mismo lugar. Hay infinidad de caminos en la vida, y cada uno recorre el que elige. ¿Cuál es el adecuado? – el anciano miró inquisitivo al muchacho, que miró a los lados a su vez, dubitativo-.Yo te lo diré: todos y ninguno.

El joven bajó la vista, pero la levantó cuando sintió el contacto de la encallecida mano de su maestro en su hombro.

- No te avergüences, muchacho- dijo, para tranquilizarlo-. Tan sólo recuerda que, si llamas verdad al camino, hay tantas verdades como caminos y tantos caminos como almas en el mundo. Recorre el tuyo y deja a los demás encontrar el suyo, o ayúdalos si está en tu mano, pero ten en cuenta que distintos son los caminos que comienzan en puntos diferentes y que todos nos conducen hasta la verdad, nuestra verdad, si nos atrevemos a recorrerlos hasta el final.Añadir Anotación

El viejo retiró la mano y se levantó despacio, mientras el discípulo aún estaba sentado en el suelo, pensando en las palabras de su maestro.

- ¿Sabes?- dijo el anciano a su discípulo.

- ¿Qué, maestro?

- Hay una cosa que siempre es verdad.

- ¿Y qué es, señor? – preguntó el muchacho, emocionado, levantándose de un salto.

- Que hombre con el estómago vacío no es hombre completo.

El viejo estalló en carcajadas, ante la mirada de decepción de su discípulo. Pensó que su maestro era sabio, pero también algo loco. Cuando el anciano pudo respirar, dijo:

- Venga, vamos a cenar al pueblo. Te dejo elegir el camino- dijo, guiñándole un ojo.

Y así, maestro y discípulo se internaron en la floresta como dos fantasmas blancos en la noche.Añadir Anotación


Devioren, 14 de Julio de 2005
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