Era un caballero muy poco común. Los caballeros de los cuentos suelen ser rubios, llevan una armadura que centellea con la luz del sol y su caballo es blanco y veloz. Y además tienen nombres extraños, como Príncipe Valiente, Príncipe Azul o incluso San Jordi. Este caballero no era rubio. Su pelo tenía un color castaño oscuro, y le llegaba hasta los hombros. Su armadura era de segunda mano, heredada de su padre, que no la había cuidado demasiado: cuando se agachaba, se le clavaban las abolladuras en el estómago. Era algo flacucho, y no llevaba el rostro perfectamente afeitado, por que no tenía mucho tiempo para esas cosas, así que lo adornaban un bigote y una barbita ridícula. Su caballo no era blanco, por lo menos no enteramente blanco. Tenía manchas marrones, pero era bastante veloz, eso sí. Se llamaba Pelayo ( él, no el caballo. El caballo se llamaba Viento, como debe ser.) y no era santo ni nada por el estilo.
Llevaba más de un año buscando una aventura, un gigante, una bruja, un demonio contra el que combatir. Recorría pueblos y reinos en busca de algo con lo que ganarse la vida. Pero nada de nada. Si tenía la suerte de que al llegar a un pueblo resultaba que había feria, alquilaba a Viento para dar vueltas a los críos. El caballo lo soportaba todo con infinita paciencia, y le miraba con unos ojos inteligentes que parecían decirle “ La última vez, ¿eh?”
Pero siempre había otra vez. Y otra. Y otra.
Pelayo ya estaba harto de que le llamasen “Señor del caballito”. ¿ Dónde estaba el “Señor Caballero”? Había una sutil pero importante diferencia. Lo cierto era que si que se le podía llamar caballero andante. Andar, andaba mucho. Muchísimo. Pero... ¿Hacia donde?
Por eso, cuando llegó el lunes por la noche a la capital de un pequeño reino situado al pie de unas montañas y vio los crespones negros y los cantos de luto que había en la ciudad, se emocionó. ¡Una aventura! Entró en una taberna para informarse mejor de los hechos.
En la taberna reinaba un silencio estremecedor. La gente bebía sin ganas, incluso los borrachos montaban follón casi sin quererlo, como obligados a ello. Pero tampoco era un follón demasiado auténtico. Cuando Pelayo entró, con su armadura abollada y su espada torcida, todos le miraron. Se acercó a la barra, donde el propietario del local limpiaba vasos con desgana.
-Señor, ¿podríais decirme por qué estáis tan tristes?
El tabernero le miró fijamente.
-Esta mañana la hija del Rey ha salido elegida para ser la comida del dragón que hay en las montañas.
Pelayo comenzó a sentir un cosquilleo en su interior.
-¿ Tenéis un dragón?
-Así es. Llegó hace un par de meses.
-Gracias, tabernero.
Pelayo salió de la taberna con una sonrisa en los labios. ¡Una aventura! ¡Con dragón y princesa, nada menos! Aquello era magnífico. Cabalgó con rapidez hacia el castillo. Ya podía imaginarse la escena. Llegaría al castillo, se ofrecería para liberar a la princesa, harían un banquete en su honor y aquella noche dormiría en una cama mullida y con las sábanas limpias. Al día siguiente liberaría a la princesa, se casaría con ella y heredaría el reino.
Pero Pelayo no sabía lo que le esperaba.
Llegó al castillo pocos minutos después, dejándole el caballo a un mozo de cuadras que vio por allí, y entró en la sala del trono. También allí se palpaba el desconsuelo. Se acercó dando zancadas largas y caballerescas hacia donde se encontraba el rey, e hizo una reverencia. El anciano le miró con curiosidad y tristeza.
-¿Quién sois, caballero?
-Mi nombre es Pelayo, señor. He oído que vuestra hija ha sido elegida para servir de comida al dragón.
El rey rompió a llorar. Pelayo le miró. Vaya hombre, ahora su Majestad se ponía tierno.
-Así es –respondió el rey, hipando y sorbiendo por la nariz- Mi pobre hijita... - Majestad, yo me ofrezco voluntario para rescatarla.
El rey le miró, mientras se le iluminaba el rostro. Todos los cortesanos lanzaron una exclamación de asombro menos la reina, que gritó de contrariedad. Pero, por suerte para ella, nadie se dio cuenta.
-¿ En serio? ¡ Maravilloso!
Ahora era cuando venía el banquete.
-¡Partiréis de inmediato para rescatar a mi hija!
¿Qué?
El mundo de Pelayo se vino abajo.
Comenzó a marearse y a sudar.
Aquello no estaba en sus planes...
-Pe-pe-pero yo...
-Nada de peros, caballero. Estoy seguro de que podéis hacerlo solo. No necesitáis ninguna ayuda. – Mientras decía esto, el rey había saltado del trono y se había acercado a Pelayo, cogiéndole de un brazo y empujándole hacia la puerta. Todos los cortesanos salieron detrás suyo.- ¡ Mi hija será liberada, y el dragón muerto! ¡Qué gran día! – El rey subió a Pelayo a su caballo, que había sido traído de nuevo por el mozo de cuadras –El dragón se encuentra en una cueva que está al pie de esas montañas. Si cabalgáis velozmente llegaréis antes del amanecer. Seguid las huellas de las ruedas de un carruaje ¡Suerte, caballero!
Antes de que pudiera darse cuenta o protestar, Pelayo se encontró cabalgando hacia las montañas. Maravilloso. Genial. ¿Quién le había mandado a él ofrecerse voluntario a rescatar a la princesa?
Tenía un mal presentimiento.
Este relato pertenece a Leticia Jiménez Marín y no puede ser usado sin su consentimiento.
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