Oigo un crujido, y siento como las fibras de los músculos de mi brazo izquierdo se desgarran. Entonces, grito como no lo he hecho en mi vida. El control emocional revienta, junto con la racionalidad. Sue cae, braceando, como si tratara de aferrarse al aire caliente que emana del núcleo. Por primera vez en mi vida, no tengo respuestas. De pronto, tomo conciencia de que, víctima de la fricción, mis pies han abandonado la seguridad de la piedra. A metros de mi cabeza, siento como Ben lanza un alarido desesperado, cuyo eco resuena como una bomba de neutrinos. El mundo comienza a girar, y pierdo de vista a Sue. Siento el regusto salino de mis propias lágrimas. Sólo puedo pensar en Sue. El horror que embota mi cerebro no está causado por el hecho de que mi vida esté cerca de su final, sino porque no concibo ésta, sin Sue. Cierro los ojos. Probablemente, podría salvarme por mí mismo. He salido indemne de situaciones críticas. Mi cuerpo puede tomar la forma de un globo aerostático. Si lo hiciera, sólo tendría que esperar a que Johnny viniera a por mí. Pero para poder moldear mi cuerpo necesito de la calma y la concentración. El calor se intensifica por momentos. Abro los ojos. Sue debe de estar a punto de ser devorada por las leguas de fuego, de este maldito trozo de roca volcánica. Ojalá haya perdido la conciencia. No quisiera que sufriera. Maldita sea, qué estoy haciendo. Soy el culpable de que esto esté ocurriendo. Fui yo quien empujo a los demás a este loco viaje por la zona negativa. Ellos decidieron acompañarme porque somos una familia. Estiro mi brazo derecho, mientras trato de olvidar la hórrida sensación de dolor. Jamás había sentido tal dolor físico. El brazo izquierdo cuelga, a merced de las corrientes de aire, como un guiñapo. No puedo pensar, me cuesta secuenciar mis acciones. Pero debo hacerlo. Tengo que volver a racionalizar la situación. Respiro hondo. Mi brazo derecho alcanza lo que podría ser el cuerpo de Sue. Es una probabilidad entre mil. La dirección que describe mi brazo derecho es consecuencia lógica de una precipitada resolución mental. En cualquier otro momento, jamás hubiera dudado del cálculo. Pero, en este instante fatal, el error es una variable a tener en muy alta consideración. Puede que mi mano haya cogido un cuerpo de la misma masa, y con la misma velocidad de caída que Sue —cosa bastante improbable—, o puede que en este instante mi brazo esté rodeando el cuerpo de Sue por la cintura. Sea como sea, sólo tengo una oportunidad. Cuando comienzo a encoger mi brazo, el cual sube como si fuera una goma elástica, mis ojos, llenos de lágrimas, son incapaces de dar nitidez a la forma amorfa que viene hacia mí, disparada como un cohete. La oscuridad nubla la razón, y el calor se torna abrasador. Mi conciencia se desvanece. La calma llega con el olvido. Todo termina. Silencio. Despierto. Siento el entumecimiento de todas mis terminaciones nerviosas. Poco a poco, mi visión se aclara. Los enormes ojos azules de Sue me miran, desde más allá de la cama donde me hallo postrado, con la misma avidez que lo hicieron la primera vez que ambos nos encontramos. —Gracias a Dios…—digo con un hilo de voz. — Estás viva. —No, cariño —responde ella—. Dios no ha tenido nada que ver.
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