Relato: "El ardid de la bestia", de José Luis Mora

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Hacía ya la friolera de siete años que no me sentaba delante de un procesador de textos para hacer algo tan sano como escribir un relato de más de un  folio de extensión. Era demasiado tiempo sin escribir nada, pero hace poco las musas me premiaron en una de tantas noches de insomnio como tengo con una idea para un relato breve. Ayer me puse manos a las obras y en apenas una hora escribí lo que vais a leer a continuación. La historia no pretende otra cosa que entretener, usando yo como punto de referencia los relatos de Robert E. Howard que me leía cuando apenas tenía 13 o 14 años. Espero que os guste.


El ardid de la bestia.

Un relato de José Luis Mora.


Los caballos galopaban sin descanso por la solitaria estepa. A sus lomos, cabalgaban dos jinetes. Uno de ellos, de rostro enjuto, nariz aguileña y mirada afilada respondía al nombre de Sif. El otro, de facciones redondeadas y gran papada se hacía llamar Fet. Ambos se dirigían a una cita que iba a tener lugar en una concurrida taberna instalada en un tosco poblado perdido en mitad de la nada, habitado por parias, fueras de la ley y ambiciosos que llegaron a esas tierras al correrse la noticia de que entre las piedras de aquel lugar abundaba el oro.


₋¡Mira, ya hemos llegado! ₋Señaló Sif, con su mirada puesta en ese montón de tiendas de campaña forradas de gruesas pieles que daban forma a ese poblado.


₋Lo veo ₋comentó Fed₋. ¿Estás seguro de que ese mercenario de quien te hablaron será de fiar y será capaz de resolver nuestro encargo?


₋Eso espero. Si no, le cortaré la lengua al malnacido que me lo recomendó ₋Rió Sif.


***


Los dos hombres entraron en la taberna. Estaba atestada de borrachos y pendencieros que lo único que deseaban era seguir bebiendo alcohol y encontrar el placer en alguna de las damas que iban de una mesa a otra, ofreciendo sus servicios.


Era difícil distinguir al hombre que buscaban entre tanto gentío, pero ahí estaba, sentado en un sucio taburete frente a una solitaria mesa. Una jarra de hidromiel era la única compañía que tenía y necesitaba este hombre. De ojos azules, rostro recio y duros cabellos morenos, en su mirada se apreciaba una gran nobleza, carente de inteligencia. Su cuerpo estaba resguardado del frío por un grueso abrigo de piel, que no lograba ocultar sus poderosos brazos y su hercúleo torax. Terminó de beberse la última gota de su jarra y miró al frente. Alguien había reclamado su atención.


₋¿Es usted Kalimor?


₋Así me hacen llamar.


₋Hemos venido porque nos han hablado muy bien de su trabajo. Dicen que es el mejor en lo que hace ₋explicó Sif.


₋Si eso dicen... ₋murmuró Kalimor.


₋Necesito que haga algo por nosotros.


Sif miró a los ojos de Kalimor y luego le lanzó una orden con la mirada al callado Fet. Su compañero sacó una bolsa con monedas de oro y las arrojó en la mesa.


₋Esto es un adelanto por el trabajo que tendrá que hacernos ₋afirmó Fet.


₋El resto del dinero se lo entregaremos cuando lo termine ₋concluyó Sif.


₋Y bien, ¿para qué me necesitan?


₋Es muy sencillo. Una bestia surgida del Averno ha hechizado a muchas personas en nuestro reino. Tanto, que incluso muchos miembros de la Guardia Real han caído en su embrujo.


₋Así que quieren que me cargue a ese bicho y que todo vuelva a estar como antes...


₋En efecto, tan sencillo como eso ₋dijo Sif con cierto tono irónico.


***


A Kalimor le llevó varias semanas llegar al reino del que procedían las personas que le habían contratado. Era extraño, porque no notó que ahí viviera una bestia sanguinaria que causara el mal entre los hombres y mujeres del lugar. Si bien, si era capaz de cautivar la voluntad de los humanos que la rodeaban, tal vez... Mejor no pensar en ello, no le pagaban para eso.


A buena distancia de esa cueva, desmontó y sacó su hacha de batalla. Con sigilo llegó a unos matorrales y, desde ellos, estudió la zona para conocer el terreno por donde debería moverse. La morada de la bestia se hallaba custodiada por decenas de miembros de la Guardia Real. El mercenario se compadeció de unos valientes hombres que se veían obligados a proteger a tal monstruosidad y comprendió que por esa entrada sería un suicidio entrar.


Protegido por la oscuridad de la noche, recorrió esa montaña buscando un sitio menos protegido por donde entrar y llegar hasta que encontró algo que le llamó la atención. Sus ojos de halcón intuyeron lo que parecía ser una fina columna de humo que emergía de uno de los costados menos protegidos de esa árida montaña. Con cautela, subió hacia el origen de ese humo y se encontró con lo que esperaba: una pequeña grieta que, por lo que pudo comprobar, llegaba justo al interior de la guarida del monstruo.


Kalimor no se lo pensó dos veces y empezó a bajar por esa abertura. Apenas cabía un hombre por ella y sus paredes eran tan lisas que, a cualquier descuido, podría tener una caída mortal desde tamaña altura. Poco a poco fue bajando y la luz que había al final de ese conducto se fue haciendo más intensa. Le costó un gran esfuerzo pero, finalmente, llegó al fondo de la abertura y vio que se hallaba justo en un rincón de una gran sala que servía como morada del monstruo. De un pequeño salto esquivó el caldero con aceite ardiendo que había justo bajo sus pies, pisó suelo y escudriñó el sitio al que había llegado.


Al mercenario le sorprendió que el suelo estuviera cubierto por lustrosas alfombras y las paredes por múltiples adornos o retratos de un joven noble acompañado de su familia y, justo encima de una de esas alfombras, descansaba esa monstruosidad. La Bestia tenía la forma de un gigantesco gusano de tres metros de longitud y medio metro de diámetro. No tenía ninguna extremidad o apéndice y de lo que, parecía ser su cabeza, surgía una grotesca boca con forma de pico y dos antenas de las que colgaban dos ojos horrorosamente humanos. A Kalimor le repugnó la fealdad de ese ser inhumano, pero no le prestó mayor atención, puesto que le preocupaban más los tres miembros de la Guardia Real que lo protegían. Uno de ellos, armado con una cimitarra, descansaba en un plácido duermevela apoyado en la tripa del engendro. Los otros dos, armados con lanzas, custodiaban la puerta que daba acceso al resto de la cueva desde esa estancia.


Era imposible improvisar un ataque por sorpresa amparado por el silencio, así que, Kalimor se lanzó al ataque contra el adversario que tenía más cerca. El soldado se despertó e incorporó, pero le dio poco tiempo a reaccionar. Cuando quiso darse cuenta, el hacha de batalla del mercenario le había cercenado el abdomen y sus intestinos se habían desparramado a su alrededor. Su aullido sordo de dolor alertó a sus compañeros, quienes abandonaron su posición para socorrer a su amo.


Atacaron de uno en uno. Kalimor cortó la lanza de uno de ellos con su afilada hacha. El guardia intentó propinarle un golpe con lo que le quedaba de lanza a este soldado de fortuna, por desgracia para él, fue el último acto que hizo antes de perder la vida. Un segundo después de este valiente ataque, la cabeza del soldado rodaba por el suelo, separada de su cuerpo.


El otro guardia se decidió a lanzarle una estocada a Kalimor con su lanza. El mercenario esquivó el ataque y aprovechó para aplastarle el cráneo con el canto de su lanza. Un crujir seco de huesos rotos retumbó por la sala y el pecho de Kalimor se vio manchado por parte de la masa gris y la sangre de su víctima.


El soldado de fortuna se giró, hacha en ristre, hacia la bestia. Detrás se escuchaban los pasos de los guardias alertados por el ruido. No tenía tiempo que perder. Levantó el hacha y procedió a cumplir con la misión que le habían encomendado. Entonces, el ser miró a su verdugo y habló.


***


Sif entró en esa taberna que pisó por última vez hace unas semanas y se encontró a Kalimor sentado frente a la misma mesa en la que había hablado con él hacía un tiempo. Se acercó y, sin presentaciones, le preguntó al mercenario:


₋¿Ha cumplido con lo que le encargué?


₋No, porque hubo una complicación.


₋¿Cuál?


₋Que me mentiste ₋señaló Kalimor.


₋¿Cómo que le mentí?


₋Esa "bestia" no era tal. Cuando estuve a punto de matarla, me pidió clemencia, me paré y me contó su verdad. Se llama Aaron y es el legítimo príncipe del Reino de Avalon. Hace meses sufrió una maldición lanzada por sus enemigos y quedó convertido en esa cosa que vi cuando lo conocí.

>>Fet y tú pretendíais usurpar el trono. La maldición formaba parte de su plan para derrocarle, pero algo les salió mal y la mente de Aaron no desapareció, por lo que no tuvieron excusa para volver de su exilio y reclamar un trono que debía de estar vacío.

>>Nadie en Avalon debía enterarse de la situación de su príncipe y le escondieron en esa cueva a la que me enviasteis para matarlo. Supongo que todo eso lo sabes.

>>Lo que no sabes es esto...


Kalimor sacó de debajo de la mesa una manta hecha un ovillo que escondía un objeto redondo en su interior. Sif guardó las apariencias y no mostró señal exterior de la incertidumbre que se estaba apoderando de él. El mercenario abrió la manta y le enseñó a Sif la cabeza decapitada de Fet.


₋Tu compinche, antes de morir, nos dejó claro cómo devolverle la normalidad a mi príncipe y después...


₋¿Para qué me cuenta eso? ₋Gritó Sif.


₋Porque ya te lo he dicho: Odio que me mientan. Además, quería agradecerte el favor que me hiciste.


₋¿Qué... qué favor? ₋tartamudeó Sif.


₋Que, gracias a ti, ahora mismo soy Jefe de la Guardia Real de Avalon. Por eso mismo, voy a ser clemente y te daré una muerte rápida e indolora.


En ese momento, Kalimor sacó su hacha y rió a carcajadas.


Fin.


Este relato ha sido escrito por José Luis Mora y no puede ser reproducido en ningún otro medio o formato salvo por permiso expreso de su creador.

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Sobre esta entrada

Esta página contiene una sola entrada realizada por Jose Luis Mora y publicada el 24 de Junio 2011 9:59 PM.

Estrenos del 24 de junio de 2011 es la entrada anterior en este blog.

Vuelven los "3 Deseos" a los teatros de Madrid es la entrada siguiente en este blog.

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